miércoles, 15 de noviembre de 2017

Cadáver exquisito

Sobre la fachada del galpón reposan un bravo puma y la cabeza de una jirafa forjados en poliuretano. Sólo un botón de muestra de los incontables misterios que cobija la nave central del Instituto Superior de Taxidermia y Conservación, enclavado en un pulmón verde de Carlos Spegazzini. Junto a la puerta, un rey león deja ver sus filosos colmillos, su fiereza eternamente congelada. A unos pocos pasos hay nutrias, quirquinchos, zorros, coatíes, peces gordos y otros más estilizados, antílopes, varios lagartos, dos tiburones, un tucán y hasta un jabalí con cara de pocos amigos. "Esto no es nada, señor. Apenas el 1% de mis 40 años de trabajo", asegura con modestia Pedro Bienvenido Viamonte, director de la institución y figura vital de la taxidermia nacional. Personaje renacentista, paciente docente, artista elevado, científico sin pergaminos y, sobre todo, dueño del saber que hace que algo muerto, vuelva a la vida. 
"Los límites de este oficio son más bien difusos –dice Viamonte mientras convida un mate amargo–. Es un arte pero también una ciencia. Cuando llega un nuevo alumno, lo primero que le explico es que si aprende la técnica, esto se puede transformar en un trabajo. Pero si además uno logra darle expresión de vida al animal muerto, se convierte en un arte. Esto último no lo puedo enseñar, es un don que tienen pocos".
A los 82 años, Viamonte mantiene su vigor conservado en formol y no anda con eufemismos: "De los cientos que se dicen taxidermistas, sólo lo son el 5 por ciento. El grueso son montadores de pieles". En la fría definición enciclopédica, la taxidermia –del griego taxisa (arreglo) y dermis (piel)– es el arte de disecar animales, generalmente mamíferos, para conservarlos con apariencia de vivos, con fines pedagógicos o expositivos. Prima hermana de la milenaria práctica del embalsamamiento nacida en el Valle del Nilo, la taxidermia nació en el siglo XVIII pero fue popularizada por la Inglaterra victoriana, entusiasta en la ostentación de suvenires de viajes exóticos y de la mímesis domesticada de la vida salvaje. Hasta bien entrado el siglo XX fue una actividad bastante marginal y, pese a su veta científica, señalada como oscurantista. En los '60, los avances en la industria química aportaron novedades para el curtido de pieles, se perfeccionaron las estructuras y se abrieron las primeras casas especializadas. "El embalsamado quedó demodé hace años –reflexiona Viamonte y acomoda la cornamenta falsificada de un oryx africano–. Yo enseño la taxidermia moderna: desde la conservación hasta el curtido de las pieles. Pero también la escultura, que es lo central. Piense que la hago a ciegas, antes de montar la piel. Al animal hay que darle la expresión de vida: si está asustado, triste, enojado… En definitiva, que resucite".
¡Estás igual!
Viamonte nació en Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco. "En el campo veía pecaríes, corzuelas, a veces algún puma", recuerda y se le iluminan los ojos. Antes de cumplir los 15, un tío lo invitó a venir a Buenos Aires, a estudiar. "Me instalé en Caseros. Estudiar no pude. Y empecé a trabajar en la construcción. Vivía en la obra, no tenía ni para el hotel". Con el tiempo se convirtió en un experto en el manejo de los materiales: el yeso, las molduras. Un escultor sin título oficial, graduado con honores entre albañiles. 
A la taxidermia llegó por pura curiosidad. Una tarde de 1970 leyó un artículo en una revista Patoruzú que narraba los secretos del oficio. Se promocionaba la apertura del primer instituto argentino, el segundo en el mundo. Quedó boquiabierto. Fue y se anotó. "Eran todos profesores de universidad. Hacían taxidermia menor. Les debo mucho en mi formación. Pero al poco tiempo, con mis conocimientos de materiales, arranqué con piezas mayores, que eran una novedad". El alumno superó a los maestros en un abrir y cerrar de ojos. "Imagínese que un día, el director trae un escultor del Bellas Artes, para darme un curso. ¿Sabe lo que dijo el hombre? 'A Viamonte no le puedo enseñar a usar las herramientas, las usa mejor que yo'. El tipo no sabía nada de animales. Este arte no es copiar lo que uno ve, sino lo que no vemos". 
De aquellos años conserva en su desordenada biblioteca, junto a manuales de fauna asiática y ejemplares raídos del Bestiario de Cortázar y El beso de la mujer araña de Puig, dos tratados de taxidermia, biblias de la disciplina. Ahí están retratados sus trabajos. También un joven Viamonte junto a Jorge Ismael García, decano de la Facultad de Ciencias Naturales de La Plata y docto en la materia. El autodidacta y el académico dándose cordialmente la mano.
A fines de los '70, Viamonte se independizó, abrió su propio instituto y se transformó en una eminencia. En cuatro décadas hizo miles de trabajos para museos, clientes particulares y hasta para films como El aura. Por sus cursos intensivos de tres meses de duración –siete días a la semana, de 7 a 22– ya pasaron más de 13 mil discípulos que llegan de todo el mundo. Por 3600 dólares con pensión incluida –los aspirantes locales pagan mucho menos–, el estudiante puede aprender los mil y un secretos de la taxidermia. "Yo les enseño el abecedario –aclara el maestro, mientras hojea un curtido Atlas de anatomía animal– y ellos empiezan a hablar. Milagros no se hacen".
¿Cuál es su obra cumbre? Le cuesta elegir. "Me gustan las piezas completas. Hice osos de tres metros, búfalos… ahora estoy con una jirafa. A todas les guardo cariño. Una escultura es como un hijo. Muchas veces me ha pasado que no las quiero entregar". El creador también ha explorado el cuerpo humano: "El summum, aunque no me he dedicado en profundidad. En definitiva, el hombre es un animal más sobre el planeta. Iluso el que cree que no es así".
Cadáver exquisito
Viamonte se detiene frente a unas grandes cajas de madera tatuadas con sellos postales de Turquía, Pakistán y otros parajes distantes. En ellas llegan las pieles de los animales que eternizará. Muchos de sus más fieles clientes son cazadores: "Una actividad que no está muy bien vista. No la juzgo, pero sí me parece bien que esté reglamentada. El placer del cazador no está en ver el trofeo. Atrás de la pieza está el recuerdo de las expediciones, de lo que lograron hacer. Yo prefiero las piezas para museo, donde se aprecia la anatomía". Viamonte no muerde la mano que le da de comer. Los cazadores pagan generosamente por sus servicios. 
Detrás del galpón hay un auténtico cementerio de animales en molde. Hormas con forma de caballo, chanchos silvestres, ciervos y animales domésticos. "Cada vez son más los clientes que vienen con sus mascotas. Ahora estoy con un perro grande. Si el dueño se siente bien mirando a su mascota eternamente, yo lo hago, pero no lo comparto. Mire que crié perros, zorros, zorrinos, pero nunca para hacerlos taxidermia. Amo los bichos. No lo hice ni con Piquete, mi perrito que me acompañó por años".
Dos sueños quiere cumplir Viamonte en vida. Uno es engendrar una copia fiel de un mamut, "el más grande de su especie, cuatro metros de alto y colmillos de casi dos, pero hacerlo desde cero, la piel, pelito por pelito". Pero su anhelo mayor –y el de todo taxidermista– es el museo propio. "Trabajé tanto para otros, que me quiero dar ese gustito. Reunir mi obra y abrirla al público. Yo sé que un día me voy a morir. Pero ahí va a quedar mi legado eterno". «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 6 de noviembre de 2017

Sumo argentino: cuestión de peso

En Japón, el sumo es pasión de multitudes. En la Argentina, el deporte nacional nipón suma, con toda la furia, unos 50 apasionados cultores. "Es una disciplina minoritaria, sobre todo si la comparamos con otras artes marciales. Es que hay mucho prejuicio. Acá, cuando la gente piensa en sumo, lo primero que se le viene a la mente es: gordo, culo, pañal... también la banda de Luca Prodan", dice Sebastián Videla, curtido gladiador con más de 30 años en el gremio de los gordos peleadores.
Cae la noche primaveral sobre el polideportivo del Parque Chacabuco. En el tatami del segundo piso, bajo la autopista, Videla calienta los motores de sus músculos. Lo acompañan cuatro fieles pupilos. Todos los miércoles y sábados, religiosamente, se juntan a celebrar este deporte ritual, con más de 2000 años de historia. 
El sumo es tan viejo como el Japón. En las crónicas del Nihonshoki, libro que data del año 720, se narra la victoria que obtuvo el artesano Nomi no Sukune frente a un matón llamado Taima no Kehaya en el 23 a.C. Esa batalla marca el nacimiento. Sukune es considerado "el padre del sumo". 
Bien lejos de la popularidad y la estructura profesional que dominan en Oriente, los luchadores locales dan la batalla cotidiana en un círculo amateur, que intenta incorporar adeptos de todas las edades y, también, ¡de todos los pesos! "Cuando viene una mamá acompañando al hijo que quiere empezar, lo primero que pregunta es si vamos a hacerlo engordar –revela el deportista de estilizada silueta, que apenas pasa los 80 kilos–. Es falta de información. En realidad, el sumo amateur es una actividad para todo el mundo: chicas, chicos, adultos, gordos y flacos.” 
El estereotipo del pesado luchador de sumo que pasa cómodo los 120 kilos inunda el imaginario sobre la disciplina. En Japón, los peleadores arrancan su carrera en la adolescencia. Su formación incluye una actividad física extenuante y pantagruélicos banquetes para ganar masa muscular. Su dieta de campeones es en base a un guiso de verduras, salmón, mariscos y albóndigas llamado chanko, regado con generosas dosis de cerveza. En un día normal, un profesional del sumo puede incorporar unas 10 mil calorías. Con suerte, los luchadores pueden aguantar el ritmo hasta los 30 años. Cuando se jubilan asoman las dolencias: diabetes y problemas cardíacos. Su esperanza de vida es de 20 años menos que cualquier ciudadano del próspero Japón. "El sumo amateur es otra cosa –aclara Videla–: sirve para mejorar la postura y fortalecer caderas y piernas." 
Mientras arranca la faena de ejercicios con el shiko –un movimiento que trabaja el balanceo–, Videla explica que, más allá de la contextura física, en los combates tienen mucha importancia la astucia y la agilidad. "Ahí lo puede ver a Enzo –señala el sensei a un joven de once años y exiguos 50 kilos–. El sumo es una lucha de equilibrios y desequilibrios. Y muchas veces la maña le gana a la fuerza.”
De Burzaco a Tokio 
A finales de los ’80, el sensei Yoriyuki Yamamoto le abrió a Videla las puertas del milenario arte marcial. Hechizado por las osadas piruetas cinematográficas de Bruce Lee, el joven había llegado a un dojo de San Cristóbal con ganas de practicar judo, pero terminó enamorado del sumo. "Me llegó casi de rebote. El sensei empezó a transmitirme las reglas, que son muy básicas: no hay que caerse ni salir del círculo, el dohyo. Así también arranca el aprendizaje en Japón. Casi jugando.”
Pero la historia del sumo argentino se remonta a la década del '30. Cuentan que los migrantes nipones radicados en la zona de Burzaco se reunían para mantener vivas su gastronomía y sus danzas, y que los varones recreaban aquellas batallas cuerpo a cuerpo en los patios del arrabal bonaerense.  Yamamoto, padre fundador de la Asociación Argentina de Sumo, era heredero de aquellos pioneros. En los ’80 se juntaba con otros maestros para darse duro y parejo en el dohyo del Jardín Japonés. Eran tiempos en que el Estado nipón empezaba a estimular la práctica de la disciplina más allá de sus fronteras. "Vinieron al país varios rikishi, los luchadores profesionales, y donaron los famosos cinturones mawashi –recuerda Videla, al tiempo que se ajusta con destreza el chiripá de seis metros de largo–. Incluso dos peleadores argentinos, Hoshi Andes y Hoshi Tango, pudieron viajar a Tokio y luchar en la elite.”
El joven Videla pulió su técnica de ataque con Yamamoto, pero sobre todo descifró los mil y un rituales que anteceden al efímero combate. Duran más que la pelea y están conectados con el sintoísmo, la religión más importante del Japón: la ceremonia de purificación y el respeto por las decisiones de los sabios gyōji, las autoridades religiosas que arbitran la contienda. "No es como en los partidos fútbol, donde todos van a quejarse del árbitro. Su palabra es la ley."
Su sensei soñaba con verlo luchar en el mítico Ryōgoku Kokugikan, el templo mayor. Videla dice que algún día lo logrará. Conquistó torneos sudamericanos y batalló contra temerarios rivales mongoles y búlgaros en mundiales. "El día que murió mi maestro, yo ganaba un campeonato en Brasil. Fue una señal. Siento que llevo una mochila llena con sus enseñanzas. Tengo que difundir el sumo. Si pudiera verme, creo que estaría muy orgulloso."
Los cinco samuráis
En cuclillas, con los puños apoyados por delante del cuerpo y la mirada penetrante que recuerda a los samuráis de Kurosawa. Así se preparan Agustina Ramos y Maximiliano Guzmán para chocar de frente. El sensei da la señal y la piba de Parque Chacabuco madruga al cordobés con una embestida que da miedo. El ex rugbier de La Carlota no se apichona ante la tracción 4x4 de la estudiante de Comunicación Social y decide jugar su mejor carta. Se prende del mawashi de la dama y luego la zarandea con la potencia de un terremoto. Forcejean unos pocos segundos, pero es la chica superpoderosa la que hace trastabillar al caballero.
Mientras se seca el sudor de su frente, la vencedora asegura que es una de las pocas mujeres –se cuentan con los dedos de una mano– que practican sumo en el país. El tradicionalista espacio profesional en Japón sigue siendo un universo vedado para las gladiadoras. "Siento que el sumo me pone a prueba todo el tiempo –arriesga Agustina–. Me gusta demostrar el poder de las mujeres. Orgullo femenino."
Guzmán se recupera de la derrota en un abrir y cerrar de ojos. En pocos minutos enfrentará en el improvisado dohyo al hercúleo Sebastián Montes, un electricista matriculado de Retiro. El cordobés, que también es chef, recuerda que en el último Sudamericano tuvo que bailar con la más fulera: enfrentarse a su sensei: "Fue raro, era la última persona con la que querría pelear en el mundo. Le gané usando el utchari: aguanté su empuje y en el final pude sacarlo de combate."
Montes cuenta que él tiene a Japón en casa. Su esposa es hija de inmigrantes nipones. En las comilonas en la casa de su suegro, se mezclan el chimichurri y el wasabi sin prejuicios. "Ese instante previo a lanzarme contra el rival es el más agradable de la pelea –asegura el yerno del sol naciente-. No hay que tener dudas, ser decidido y esperar la iluminación." Alcanzar el satori. «
Publicado en Tiempo Argentino, por acá