martes, 27 de abril de 2021

Borda: del recuerdo de la represión al olvido en pandemia

“Nos pueden matar a todos”. Fue lo que pensó Gabriela Sánchez cuando llegó a trabajar al Borda la ominosa mañana del viernes 26 de abril de 2013. No exageraba: el predio del hospital había sido ocupado por 400 efectivos de la Policía Metropolitana. Iban armados como para una guerra.

Sin el visto bueno de la Justicia, amparados por la lóbrega madrugada, la policía de Macri volteó el paredón y un portón de la calle Perdriel. Por ese buraco entraron los uniformados junto a cuadrillas de operarios y unas cuantas topadoras. La orden era demoler el Taller 19, un espacio terapéutico dedicado a la carpintería y la pintura, donde los pacientes del hospital neuropsiquiátrico aprendían a trabajar la madera y los colores para ganarse el pan en su futura reinserción social. El objetivo era construir en ese lugar el nuevo Centro Cívico de la Ciudad. Un rentable proyecto inmobiliario non sancto, ideado por el entonces jefe de Gobierno que dos años después sería presidente. Médicos, camilleros, administrativos, políticos, organizaciones gremiales y hasta los propios pacientes intentaron evitarlo. Pero no pudieron frenar la demolición. Mucho menos entablar un diálogo con las autoridades. Los bastones largos, el gas pimienta, las balas de goma a mansalva fueron la respuesta del Estado porteño.

“Fue una locura. No creo que existan antecedentes de una represión en un hospital: un espacio de paz, dedicado al cuidado y el resguardo de la vida. Ese día pasaron todos los límites. Hubo pacientes con 20 impactos de bala en el cuerpo”, recuerda Sánchez, trabajadora administrativa con más de 35 años en el Borda. La delegada de ATE hace memoria, vuelve ocho años atrás: “No querían que entráramos. Nadie nos decía nada. María Eugenia Vidal, que era vicejefa de Gobierno, estaba dando vueltas por el predio. Cuando las topadoras tiraron abajo el taller, como por instinto, los compañeros salieron a defenderlo. En un segundo aparecieron los robocop de infantería, con sus armaduras, la cosa se puso oscura. Yo estaba hablando con un policía y, de repente, veo que alrededor empiezan los palazos, y ahí me tiraron gas pimienta en la boca. Algo irracional. Fue violencia cruda. ¿Qué se podía esperar de Macri, Larreta, Vidal y Montenegro?”.

A la charla en la oficina que congrega a los trabajadores en la planta baja del Borda se suma Facundo Pincas, delegado del vecino Hospital Infanto-Juvenil Tobar García. Cuenta que antes de la represión había un fallo judicial que amparaba al hospital, frenando la construcción del Centro Cívico en Barracas. “Pero la respuesta fue la cana. Es lo que siempre hace el PRO –reflexiona–. Tomar discusiones que son importantes y transformarlas en negocios. Nunca se planteó hablar de la salud mental, de la reinserción social de los pacientes, de mejorar las condiciones edilicias y de trabajo. En ese momento, la respuesta del Gobierno de la Ciudad fue la policía. Hoy, en pandemia, es el olvido”.

La nave del olvido

Los pasillos del Borda muestran un vacío ejemplar en el mediodía de abril. La segunda ola de la peste trajo de regreso las restricciones. Protocolos profilácticos que nos recuerdan la soledad y la enfermedad. Jorge Aramilla, enfermero con décadas en el neuropsiquiátrico, repasa las penurias del primer año de pandemia. Hubo contagios entre los trabajadores y los pacientes. “Somos esenciales, pero los funcionarios se creen que vivimos de los gracias y las campañas. El año pasado faltaron insumos básicos: barbijos, alcohol, pañales. Ahora se viene lo mismo. Es algo que pasa en todos los hospitales de la Ciudad. Ni qué decir de la falta de profesionales. Acá, siempre, el que pone el hombro es el trabajador”.

En el Borda están internados más de 400 hombres. En el Braulio Moyano, al lado, cerca de 600 mujeres. Los laburantes denuncian recortes permanentes en la planta de personal, frenos en los concursos y contratos basura. Abandono y vaciamiento. “La salud mental siempre fue olvidada. Creemos profundamente en la recuperación con herramientas y talleres que se brindan dentro del hospital. Pero si el Estado nos sigue viendo igual que en 2013, como un negocio inmobiliario, la realidad no va a cambiar”, dice el psicólogo social Matías Butera, mientras camina por el parque del hospital, custodiado por murales que recuerdan el freno al Centro Cívico. Uno grande grita: “No pasarán”.

Butera explica que hay un proyecto del Gobierno de la Ciudad para la fusión del Borda, el Moyano y el Tobar García en un predio limitado, para el año 2023: “La mirada comercial sigue en pie. Lo que ‘sobra’ quieren venderlo para hacer edificios, locales comerciales. ¿Qué diferencia hay con los negocios de los terrenos en Costa Salguero?”.

La psicóloga Mirta Burone trabaja en el hospital desde los neoliberales años noventa. Pone de relieve la contención que brindan a los pacientes durante la pandemia: “La sociedad mira al Borda como un lugar de encierro, un depósito de personas. Muchas veces, los pacientes son abandonados por sus familias. Con la pandemia, eso se profundizó. Tuvimos servicios aislados, se minimizaron las visitas, las salidas, los viajes recreativos, los talleres. La contención es a puro esfuerzo de los profesionales y enfermeros, que sostenemos a la comunidad. Algo que parece invisible para el afuera”.

Sin conexión a Internet, con calefacción deficiente, escaso equipamiento, magros sueldos y una Ley Nacional de Salud Mental que no despega, todo se hace cuesta arriba en la tarea de mejorar la calidad de vida de los pacientes. La vacunación para pelearle al Covid-19 también avanza a paso de tortuga para las personas internadas.

Javier es paciente del hospital hace 16 años. Vive en el pabellón Siglo XXI. Pasa la tarde sentado en un banco en el parque. Ahora come una mandarina y dice que hace un año que no pisa la calle, por miedo al virus y las limitaciones en las salidas. “Da un poco de bronca no poder ver a mi hermana, la iba a visitar los fines de semana. Ella me deja galletitas y champú en la puerta. Es lo que hay. Hablamos por teléfono, pero no es lo mismo”. Su familia, cuenta Javier y liquida el último gajo, ahora son los compañeros de pabellón, los médicos, los enfermeros: “Pasamos la pandemia tomando mate y jugando al truco. Qué le va a hacer, nos acostumbramos”.

La recorrida por el Borda termina en las ruinas del taller desmantelado en 2013. Gustavo Fernández, operador de rehabilitación y delegado de los diez talleres protegidos que siguen en pie contra viento y marea a pesar del desfinanciamiento, explica que “son dispositivos públicos de reinserción social. Apuntamos a la rehabilitación psicolaboral de los pacientes. No es solo aprender un oficio, sino incorporar saberes, desde cocina hasta herramientas tecnológicas. Vos ves cómo el paciente se entusiasma, empieza a pensar en su futuro, y en la dignidad que da un trabajo”.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

domingo, 18 de abril de 2021

El desalojo de un sueño

 Cuando vieron por primera vez aquel baldío en el suburbio del suburbio de Wilde, allá lejos en 2005, los trabajadores y las trabajadoras de la cooperativa Nueva Generación tuvieron un sueño. “Tener un espacio propio para laburar. Esto era puro yuyo, abandono, había un solo galponcito con un techo todo desmantelado. Ese fue nuestro primer taller de costura. Éramos 20 y teníamos cinco máquinas. Arrancamos de cero, aprendiendo el oficio porque no sabíamos ni poner una aguja, y acá estamos, con viento en contra por el desalojo, pero seguimos de pie y peleando”, dice Alicia Gutiérrez, miembro fundadora y actual presidenta de la cooperativa textil nacida y criada en el arrabal obrero de Avellaneda.

En el patio de la coope donde brilla el último sol de abril, Alicia habla con la sabiduría de quien ha peleado mil batallas en el campo popular. Milita en organizaciones sociales desde el '88, cuando junto a sus vecinos recuperaron en una toma las tierras del barrio Unidad y Lucha. Y después de que el neoliberalismo estallara por los aires en diciembre de 2001, puso el cuerpo y el alma en la Interbarrial de Avellaneda y en la recuperación de la fábrica Sasetru.

En 2003, Alicia y otros cinco compañeros fundaron la Nueva Generación en un cuartito del polideportivo de Unidad y Lucha, “pero necesitábamos más espacio y entonces surgió la posibilidad de comprar acá”, recuerda. Los 25 mil pesos para pagar el lote de Coronel Méndez 671 los juntaron monedita por monedita en campeonatos de fútbol y truco, en festivales solidarios y en suculentos locrazos.

La punta del ovillo de esta historia autogestiva, hace memoria Alicia, fue dura: “Durísima. Hacíamos fogatitas de leña en tachos para aguantarnos el frío”. El bautismo de hilos fueron 50 guardapolvos agarrados casi con alfileres que les compró la Provincia de Buenos Aires. Con el tiempo y los sabios consejos de muchos trabajadores del gremio, se convirtieron en maestros de la costura.

Desde entonces, no dieron puntada sin hilo. Hacen corte y confección, estampado, sublimado. Además, dan cursos de capacitación textil y en formación de cooperativas y mutuales. Cuentan con su propio local a la calle, un comedor comunitario y un jardín maternal de puertas abiertas al barrio. El esfuerzo colectivo alimenta a 84 laburantes. “No fue nada fácil. Nos inventamos nuestro trabajo, nuestro futuro. Y damos una mano a gente mayor que anda desocupada y a muchos pibes que por la crisis están sin ingresos”.

En 2011, cuando la cooperativa ya estaba funcionando a todo trapo, apareció un gris abogado en la puerta: “Nos dijo que habían comprado el espacio. Nosotros teníamos el boleto de compraventa, las facturas de Arba, pero por falta de plata nunca habíamos hecho la escritura. Nos dijeron que teníamos que irnos”, resume el drama Alicia.

Fue el comienzo de una larga deriva por laberintos judiciales, falsas promesas del arco político y una expropiación que quedó a mitad de camino en los años miserables del macrismo: “Estamos con el desalojo en puerta y no hay voluntad de renegociar. Vamos a ir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, porque los negocios inmobiliarios no pueden primar sobre los puestos de trabajo. Pero todo lleva tiempo, y estamos con la soga al cuello.” Sobre una sinfonía afinadísima de rectas y overlocks, Alicia alza la voz y se pregunta: "¿Quién es el dueño? ¿El que con plata se lleva a todos puestos? ¿O los que construimos un espacio social, que damos contención humana y económica desde hace 16 años? Pero no estamos solos en esta lucha: estamos los laburantes, los vecinos, los movimientos sociales, los compañeros de otras recuperadas. Vamos a pelearla."

Familia costurera

Hilario tiene 63 años y las manos muy curtidas. El oficio de la costura, dice, lo aprendió de grande. A los pinchazos. Está en el proyecto autogestivo desde que se plantó la semilla. El año pasado lo tuvo bajoneado el aislamiento, no poder venir al taller, compartir la jornada con los compañeros, y ahora el anuncio del desalojo: “Es que es nuestra casa, la construimos nosotros. Y luchamos tanto tiempo. Siento que el laburante de cooperativas es como de segunda para los poderosos. Como no formamos parte del sistema, nos quieren sacar lo poco que tenemos.”

La banda de sonido que flota en el galpón mezcla cumbias de Los Palmeras con el sonido intermitente de las agujitas que suben y bajan sobre la tela. Fernanda Ledesma, concentradísima, arma los bolsillos delanteros para los pantalones. Es mamá soltera y hace cinco años que trabaja en el taller de la Nueva Generación. “Le agarré la mano al toque, y ahora es como que la costura me saca del mundo”, sonríe detrás de su barbijo de Independiente Rey de Copas. “Acá somos una familia, y que vengan de golpe y porrazo a romperla, con todo el esfuerzo que le ponemos, nos tira abajo”. ¿Lo comprenderá el juez?, se pregunta Fer.

A Nahuel y Katy los une un hilito que conecta el trabajo y también su historia de amor. Comparten casa y jornada laboral en la cooperativa. “Tenemos miedo de perder el laburo, pero no vamos a rendirnos”, dice él desde la mesa de corte, mientras ella le da duro y parejo a los pantalones en una Jack. “La coope significa laburar a full, pero tranquilo, porque acá todos te dan una mano. Y no está el ojo del patrón pisándote los talones y la cabeza”.

Fideos, cebollita, morrón y carne. Sale el guiso puntual al mediodía. Lo preparó Marta Franco, asegura, “con mucho amor”. Es para los trabajadores, pero también se suman bocas del barrio. La crisis del Covid pega fuerte en el sur del Conurbano: “No somos sólo una cooperativa textil –dice la cocinera–. Desde que llegó la pandemia, alimentamos al que no tiene para llenar la olla. Abrazamos a los vecinos y ellos nos apoyan.”

Si avanza el desalojo, más de 60 pibes se quedarán sin jardín maternal. El espacio para la infancia se llama Siete Pétalos, en homenaje a la antropóloga francesa Noemí Paymal, hoy residente en Bolivia y creadora del programa Pedagogía 3000, que busca nuevas formas de enseñanza y de erradicación de la pobreza: “La cooperativa trajo este enfoque al barrio, para los hijos e hijas de los trabajadores”, cuenta Lorena Enríquez, estimuladora temprana del jardín. Aunque le dicen “seño”, los pibes la ven más bien como una tía: “Es que somos una gran familia. ¿Sabés qué lindo es ver cómo las mamás frenan el trabajo y comparten un almuerzo con sus hijos? Eso no tiene precio.” En el colorido salón, la clase se ordena según las burbujas que impuso la pandemia. Lorena piensa el futuro en voz alta: “Hay muchos mundos acá adentro. La cooperativa está viva. Yo me siento reflejada en cada compañero que busca progresar, que sabe que es posible cambiar la realidad, que hay que romper esa visión de que los de abajo no podemos. El sueño era construir un mundo de contención para los laburantes y para el barrio. Y lo hicimos.”

¿Qué pensarán de esta historia los jueces, los políticos, los cínicos poderosos que buscan transformar este sueño colectivo hecho realidad en oscura pesadilla a secas? Quizá no lo sepan. Pero es imposible desalojar un sueño.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

viernes, 16 de abril de 2021

No Logo

 El jean, la remera, el buzo, la camisa que usás todos los días, ¿sabés cómo se fabrican? ¿Y si estuvieran hechos por esclavos en talleres clandestinos? ¿Quién hace tu ropa? Esta última pregunta da título a un flamante libro engordado por siete investigaciones de especialistas y académicos que radiografían la industria de la indumentaria en la Argentina. Un sector, el de la confección, que es sinónimo de superexplotación, tercerización y fracaso de las políticas públicas. También, emblema de los problemas estructurales de la industria nacional, con sus recurrentes sube y baja.

“Desde las máquinas de coser distribuidas por la Fundación Eva Perón hasta los actuales talleres clandestinos, oscilando entre la sustitución de importaciones y las periódicas aperturas comerciales ‘liberalizadoras’, los distintos actores productivos y el Estado han conducido a esta actividad hasta la situación presente: una industria fragmentada, deslocalizada y en vilo frente a la competencia internacional, que emplea a 150 mil personas (es la industria que genera más puestos laborales), de las cuales aproximadamente un 70% son trabajadores o emprendedores informales con trabajos de baja calidad”, explican en la introducción del libro Andrés Matta y Jerónimo Montero Bressán, investigadores del Conicet y coordinadores del volumen que publicó el sello Prometeo.

Montero Bressán es doctor en Geografía Humana e investiga la industria de la indumentaria hace más de una década. “Mi interés por el tema surgió directamente del incendio en el taller de costura ilegal de Luis Viale, en Caballito, en 2006. Lo vi en la tele y me pregunté cómo podía pasar algo así”, explica en diálogo con Tiempo, recordando el fuego que hace exactamente 15 años alumbró con luz siniestra la explotación que sufren los migrantes en los talleres clandestinos.

Thank you for watching

El investigador de la UNSAM precisa que hay alrededor de 5000 talleres ilegales en la Ciudad de Buenos Aires, cifra que proviene de un relevamiento realizado por la Subsecretaría de Trabajo, junto a organizaciones de talleristas. Si bien, aclara, la cantidad de trabajadores es difícil de establecer, un relevamiento de la Procuraduría Contra la Explotación y Trata de Personas (Protex) indicó que cerca de 50 mil trabajadores del sector de indumentaria operan en condiciones en las que hay riesgo de vida. “Estamos a cinco minutos de otro Viale, porque no hay control del Estado –arriesga Montero Bressán–. Y menos cuanto peor está la situación económica, como ahora en pandemia. Hay una intención de recuperar la economía a como dé lugar, y en la indumentaria eso implica no controlar. Lo mismo pasó después de 2001, con una rápida recuperación del sector, a costa de las muertes de los talleristas y las condiciones terribles de laburo que ya conocemos.”

–En el libro hacen foco en cómo la informalidad es un rasgo de la industria de la indumentaria en general, no sólo en los talleres ilegales.

–Totalmente, ese dato se calcula por distintos indicadores como la Encuesta Permanente de Hogares y la cantidad de monotributistas que hay en el sector. Siete de cada diez están en la informalidad. Hay un circuito totalmente informal que se da a partir de La Salada, que durante años se fue consolidando: es gente que dejó de coser para las marcas y se dedicó a vender lo suyo o a alguien de la feria. Y las marcas, cuando necesitan liquidez, venden también en ese mercado.

–Tu trabajo aborda el devenir de la producción y el comercio internacional de indumentaria, la más global de todas, y de cómo se inserta la Argentina en ese escenario.

–En el paso del posfordismo al neoliberalismo se puede ver cómo la industria local se adaptó a las reglas de juego mundiales. Hace décadas que las grandes corporaciones occidentales lograron recortar costos laborales enviando la etapa de producción intensiva a países de mano de obra barata. Eso provocó una deflación de los precios internacionales de la ropa. Este proceso dejó fuera de competencia a las fábricas argentinas de ropa básica. La respuesta fue vender ropa de marca, que tuviera algo de diseño local, o compran remanentes de marcas de Europa para venderlos en shoppings remarcados un 700 por ciento. Surge entonces el “marquismo” como modelo de negocios. Más allá del producto, el consumidor paga la marca. El producto cuesta un 5%; el costo industrial es de entre el 11 y el 14%; el resto es el gasto comercial: el diseño, el alquiler del local en el shopping, la publicidad.

–De alguna manera, las marcas fueron responsables de alimentar el circuito de superexplotación.

–Son las principales responsables, porque generaron la demanda de esta mano de obra. Cerraron las fábricas y se dedicaron a hacer mucha plata desde los ’90, basando su modelo en la informalidad, con la excusa de que no podían competir. Se dedicaron a vender ropa que dejaba mucha más ganancia, porque pasaron de pagar salarios a sólo la ropa que producen a fasón.

–En paralelo, las empresas hablan de Responsabilidad Social Empresaria (RSE).

–Cuando a fines de los ’90 salieron a la luz las condiciones de trabajo en que se hacía la ropa de Nike, Adidas y otras multinacionales, hubo un movimiento muy grande de boicot a estas marcas. El retruque de la industria fue salir con lo de la RSE, un maquillaje. De la mano del gobierno estadounidense, surgieron muchas ONG que hacían auditorías en el 5% de las fábricas, les ponían una etiqueta a la ropa de que estaba todo bien, aunque en el otro 95% reinaba la explotación extrema. La careta se cae definitivamente en 2013, con la tragedia de Rana Plaza, en Bangladesh, el derrumbe que dejó 1134 obreras muertas, la tragedia industrial más grande de la historia. 

–¿Qué lectura hacés de las políticas públicas para el sector?

–Es muy difícil planificar si tenemos idas y vueltas en las políticas de protección comercial. No son a largo plazo y es complicado pensar en invertir cuando el día de mañana puede venir otro Macri y abrir las fronteras. Eso no justifica que marcas con niveles altísimos de facturación como Cheeky o Mimo, que tienen más de 1000 empleados, no tengan un solo costurero. Alimentan el circuito informal. Por otro lado, la falta de control del Estado es impresionante. Los gobiernos de la Ciudad y de Provincia tienen la potestad para controlar las condiciones de trabajo a domicilio, los talleres entran en esa categoría, pero no lo hacen. Faltan inspectores y sus prioridades son otras. Además, muchas veces compran a proveedores que alimentan el circuito ilegal.

–¿Qué consecuencias trajo la pandemia para la industria de la indumentaria local?

–Bueno, se dio la explosión de la confección de barbijos. Y los talleres informales tomaron ese trabajo, con las mismas condiciones de siempre. En paralelo, la crisis económica provocó un cierre casi total de la importación. Así que estamos como en 2002. Buena parte de la ropa colgada en los locales se hizo en talleres clandestinos.  «


Sudor

El concepto de talleres esclavos no es nuevo. A finales del siglo XIX, un informe del Parlamento inglés ya denunciaba lo que denominaba el “sistema de hacer sudar” que utilizaban firmas como Gath & Chaves para sobreexplotar a los trabajadores textiles. “Es un modelo de tercerización en la producción que sigue funcionando al extremo en pleno siglo XXI”, dice Jerónimo Montero Bressán. 

Fast fashion y la contaminación

El fast fashion (moda rápida) es el nuevo paradigma que actualmente domina la industria de la moda global. “Se trata de ropa hiperadaptada a las tendencias y lo que busca es proponerle al consumidor una indumentaria cambiante, de muy baja calidad y a precios bajísimos. Y esta tendencia ha venido a profundizar el problema laboral”, sentencia Jerónimo Montero Bressán. El “modelo Zara”, asegura, sólo se puede sostener mediante la subcontratación a costureras informales en las cercanías de los mercados. “Es una lógica típica del capitalismo en crisis, como el momento actual. Se calcula que la caída de ventas a nivel mundial fue el último año de entre el 25 y el 30%, y que se tira entre 20 y 40% de la ropa que se produce, lo que genera una contaminación impresionante.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Era esto o poner bombas

“Una noche de verano estás tirado viendo televisión en un departamento mugroso. Es el año 2001, faltan cinco días para Navidad, no tenés trabajo y tu novia te acaba de dejar por el tipo que le alquilaba una casa. Ni siquiera te has puesto calzoncillos, apenas una bermuda para salir a comprar cerveza. Te sentís estafado y tenés razón. Quisieras que todo explote. En realidad, ya explotó.” No es casual que el periodista mendocino Facundo García recuerde aquella tórrida noche del estallido social para soltar amarras en el prólogo de su nuevo libro de crónicas. La escena funciona como una declaración de principios. El primer mandamiento de un pibe que se va a aferrar a la escritura como escudo y refugio. Desde aquella noche iniciática en que se pierde entre el humo negro de las barricadas y las balas de la policía motorizada frente al Congreso, García ha escrito, primero, y según confiesa con modestia, mucho y mal. Después, mejor. Trajina redacciones, llena páginas, siente que puede cambiar el universo. O a lo mejor, exorcizar el deseo de hacer volar todo por los aires. El título que eligió para su flamante libro publicado por Ediciones del Retortuño lo deja clarito: Era esto o poner bombas. ¡Bum!

Ni amontonar crónicas o rescatar las perlitas de 15 años de su laburo en Página 12Los Andes o NAN. La obra de García es más bien un manual de supervivencia, un registro sociológico del nuevo milenio, también un tratado sobre el amor, por qué no una reflexión sobre el mejor oficio del mundo. El libro del periodista nacido y criado en Godoy Cruz es imposible de catalogar, igual que sus textos, y eso lo hace fascinante porque no queda preso de cierta etiqueta del periodismo rancio, tan atrapado en lo políticamente correcto, en la novedad, en el click fácil en las redes sociales.

García es un cronista todoterreno, con olfato popular y clara herencia alrltiana. Gran observador, con el oído siempre atento al relato de las grandes historias que guarda todo ser humano. Las vidas de los que casi nunca son noticia: los bailanteros apasionados del Gran Mendoza, los siempre atentos bañeros de la Bristol, las “nenas” tristes que lloran en la despedida del Gitano Sandro, los culebrones de mercado en la Villa Imperial del Cuzco, el vendedor de poemas, el baterista olvidado de los Beatles, los proyectoristas melancólicos enamorados del cine de antes. En el libro, se siente el latido amoroso de un mundo casi siempre invisibilizado, que “jamás entrará en los afiches publicitarios”.

Párrafo aparte merece “La soledad de ser un ogro”, un texto alucinante, hilarante, desconcertante. El cronista se mete en un traje de Shrek en plena temporada alta de la infeliz Mar del Plata. Un ejercicio que le permite a García salir del yo y a la vez ponerse en la piel de los pibes que se ganan el mango sudando la gota gorda en los trencitos de la alegría, pateando la rambla, desfilando por las arenas ardientes de las playas. “Las manos del cronistas están a punto de arrancar la odiosa máscara cuando ve, a través de los agujeros, la expectación tristona de diez o doce nenes que quieren creer que ese gigante –o sea él- era de verdad. No sería noble destruir la magia”, tatúa el periodista. Un texto con dosis desparejas de locura y belleza. ¡En internet pueden verse las épicas fotos de aquella jornada memorable para el periodismo nacional!

Era esto o poner bombas también está engordado por un potente tridente de relatos africanos, que misteriosamente habían quedado afuera de su anterior libro Preguntas de los elefantes, las crónicas de viaje que narran la deriva kilométrica del mendocino por el continente negro, desde Egipto hasta Sudáfrica y más allá. García se pregunta con honestidad brutal por qué en un momento del recorrido se ha vuelto un facho. Teje un interesante ejercicio de reflexión. Cuenta además la historia de Lilian, una activista keniata que lleva la lucha del Ni Una Menos a la sabana. También la de Lankisa Saoli, el guerrero y criador de vacas que tiene la mirada más brillante del mundo.

En una entrevista que le hizo Andrés Valenzuela hace pocos meses, García confiesa una enseñanza sencilla que ha aprendido de sus derivas y excursiones para atrapar historias: “En este mundo, todo el mundo quiere amar y ser amado. Eso se repite en China, en la Antártida, en Latinoamérica, en la selva o la sabana. Es el puente común. Yo arranco de ahí: ¿a quién ama este hombre o esta mujer? ¿Quién lo ama? ¿Quién no? Ahí aparecen las historias”. Cuánta razón.

Publicada en Tiempo Argentino, por acá

The Osvaldo Baigorria Experience

Arriba de la mesa hay un sobre de papel madera. Osvaldo Baigorria saca un pilón de fotografías curtidas de su interior. El escritor explica que, si tiene que hablar de sus viajes, fugas, vagabundeos, es mejor hacerlo con las imágenes a mano. En el living de su departamento en Palermo, dedica varios segundos a contemplarlas en silencio. Fueron capturadas por las lentes de una Leica IIIC y una Pentax K 1000 hace décadas. En ellas aparece un muchacho de porra afrolatina, a mitad de camino entre Hendrix y Santana, retratado en mil y un paisajes. Nevadas de metro y medio, frondosos bosques de vida comunitaria, urbes californianas, caminatas alucinógenas por territorios americanos. Postales de una vida on the road. † Esta tarde de febrero, aquel pibe nacido y criado en Mataderos que alguna vez decidió dejar atrás su laburo como cronista aspirante de la contracultura porteña para salir al camino y vivir en carne propia la vida errante va a trazar una cartografía de sus recuerdos andariegos. También de su presente como escritor outsider que, desde el margen, viene conquistando espacios cada vez más centrales en la literatura argentina contemporánea.

Soltar amarras. Baigorria dice que su pulsión nómade floreció a principios de los 70, con las últimas calenturas que regalaba el “verano del amor” tardío en estas pampas. Su formación intelectual, asegura, fue a través de una suerte de profesorado de café: “Ahí conocí personas que tomé como referentes para leer ciertos autores y temáticas. Como Néstor Perlongher, quien junto a otros estudiantes, militantes y poetas fundó el grupo de estudios Política Sexual, en el que pude acceder a diferentes lecturas de Marcuse, Freud, Marx, Wilhelm Reich. Con el grupo de estudios realizábamos intervenciones, como volanteadas y pintadas. También en aquellos años conocí a Miguel Grinberg, quien me acercó a la contracultura y a la literatura beat. Me llevó a la revista 2001, donde escribía la poeta Tamara Kamenszain. Ahí tuve mis primeras experiencias en el periodismo cultural. Escribí sobre William Blake, Arthur Rimbaud, los nuevos movimientos feministas, la revolución sexual. Recuerdo que el poeta correntino Martín Alvarenga me incitó a la lectura de Jack Kerouac. Me prestó Los vagabundos del Dharma, Los subterráneos y En el camino. Además, con él aprendí a hacer artesanías en cuero y metal, antes de irme de viaje”.

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Para finales del 73 y principios del 74 decidió dejar Buenos Aires. La situación en Argentina empezaba a ser bastante represiva. “Junto con mi compañera, Milu, tomé la Ruta 9, que se convierte en la Panamericana, y recorrí todo el continente”, dice. “Viajábamos haciendo dedo, en trenes, en buses. Llegábamos a alguna ciudad de Latinoamérica y parábamos por un tiempo. Vendíamos artesanías y luego volvíamos a partir, hacia el norte. El objetivo era llegar a San Francisco”.

Como un fugitivo, Baigorria decidió escapar de Buenos Aires, previo al baño de sangre del Proceso cívico-militar. Se puso a la espalda una pesada mochila repleta de alambres y herramientas para forjar artesanías. La idea era hacerse la América rumbo a la tierra prometida de la contracultura. En el horizonte divisaba un paisaje imaginario, enclavado en la occidental costa brava estadounidense. California dreamin’. Paraíso del amor libre, las drogas, la psicodelia, el rock. Cuando llegó a destino, el panorama era muy distinto.

Baigorria cruzó el Altiplano, el mar Caribe y México de cabo a rabo. La peregrinación duró dos años y terminó en la meca de la contracultura. Pero el barrio Haight-Ashbury ya no era el mismo. La revolución hippie y el flower power eran menos un sueño húmedo y más una pesadilla casi seca. Sin embargo, algo de la efervescencia del amor libre, los alucinógenos y la contracultura flotaban todavía en la parte alta de California.

A diferencia de la diáspora argentina, que abandonó el país por la violencia de Estado, creo que tu salida a la ruta tuvo también una cuota de búsqueda personal. ¿Cómo recordás aquella primera experiencia en el exterior?

Bueno, lo personal es político, ¿no? La fuga había sido provocada, de alguna manera, por una situación política que empeoraba día a día en el país, pero lo cierto es que dentro de la diáspora argentina en Estados Unidos, la mayoría pasaba su tiempo lamentándose sobre todo aquello que habían perdido al irse del país o trabajaban para ahorrar plata para volver. Para mí, la experiencia de la fuga iba hacia otro tipo de registro. Me planteaba, en todo caso, qué estaba ganando. Por un lado, a mediados del 75 y con el golpe del 76 ya no había margen para regresar. Y la fuga guardaba una positividad en sí misma.

¿Cómo es eso?

Es algo que aprendí de Néstor Perlongher: ver no solo la carencia o la falta en los fenómenos de fuga o de marginalización. Vi que podía abordarlos desde la propia positividad que tiene la errancia. Es decir, aquello que te lleva a salir de las normas o de lo instituido no solo te hace perder, sino también ganar. Esto no debe ser entendido como un mero pensamiento positivo, en todo caso, es ver lo inmanente dentro de algo que está condenado desde la normativa social. Yo ganaba al vivir en el Haight-Ashbury, al experimentar, conocer y tomar contacto con gente de diversas culturas. Yo ganaba cuando iba a esas fiestas en las que podía entrar cualquiera que tocara el timbre. Uno llegaba y podía pasar de habitación en habitación. Te podías encontrar a un grupo de afros tocando free jazz en una pieza, en otra se bailaba al ritmo de “Simpatía por el demonio” de los Stones, en otra se fumaba porro o se tomaba ácido y en otra se cogía libremente. Iba con mi pareja y terminábamos en algún tipo de intercambio en el que, al final de la noche, salíamos cada uno por su lado con alguien a quien habíamos conocido. Al otro día nos reencontrábamos. Al vivir esas experiencias, creo que estaba ganando y aprendiendo cosas que seguramente terminé procesando con el tiempo.

Antes hablabas de tus lecturas y nombraste a los beatniks, que marcaron a fuego a varias generaciones de escritores y músicos, porque intentaron unir el arte y la vida en el camino. En tu caso, ¿cómo convivían las experiencias en la ruta y la vocación literaria?

Escribía poco en esos años en los que viajaba por América, fundamentalmente porque muchas de las ideas y experiencias que me movían hacia adelante iban a contramano de la práctica formal del acto de ponerme a escribir. Pensaba que debía poseer solo aquello que era capaz de llevar en la mochila. Sentía que los libros y la máquina de escribir podían hacerme perder la capacidad de movimiento. En ese momento solo tenía algunos poemas escritos. Participé en lecturas públicas en Quito y San Francisco. Al mismo tiempo iba perdiendo casi todos mis contactos con medios de la Argentina. Había escrito algunas notas sobre los fenómenos de marginalización en Estados Unidos que fueron publicadas en las revistas Pelo y Algún día.

En la Costa Oeste, Baigorria se ganó el mango como pudo. Fue sirviente con cama adentro en Silicon Valley, cuidador de ancianos por hora y hasta aprovechó el pan de cada día que ofrecían los templos religiosos de Frisco. Experiencias de migrante, latino y pobre. Devenir minoritario. Formas alternativas de acercarse a la contracultura.

Un día leyó un aviso publicado por unos franceses, que iban a crear una comuna rural en la Columbia Británica. Decidió tomar de nuevo la ruta, hacia los bosques canadienses. Su “retorno a la tierra”, después del stop californiano.

¿Como recordás esos años en Canadá?

Viví en tres comunidades diferentes. Incluso pernocté por un tiempo en un tipi indígena. Pero la mayor parte lo pasé en una cabaña de troncos dentro de una comuna en la localidad de Argenta. Estuve ocho años viviendo con anarquistas, pacifistas, budistas, vegetarianos. No era una comuna sexual pero había algunos intercambios de parejas. La vida comunitaria implicaba cierta intensidad en las relaciones. Trabajaba sembrando la tierra, hacía básicamente agricultura de subsistencia, pero también íbamos a sembrar árboles en cada temporada. Llegué a viajar hasta regiones inhóspitas. Estuve sembrando cerca de Alaska. Lugares en los que casi no existía la noche durante el verano, por la cercanía con los polos. Y también trabajé como bombero forestal. Todo era como una mezcla de precariedad y buenos momentos. Convivía con muchas personas que venían de países y lenguas diferentes, pero que básicamente compartían la misma sensibilidad. Al revés de lo que pasa hoy con la xenofobia, el miedo al extranjero, aquella era una sensibilidad basada en la apertura hacia otras culturas.

¿Cómo era la experiencia de vivir esa utopía comunitaria en relación con la naturaleza?

El problema del colono es que va a buscar o construir su utopía, pero en los lugares a los que llega hay un ecosistema que tiene su propia regulación. A ese ecosistema uno lo perturba, de una manera o de otra. Teníamos gallinas para alimentarnos, básicamente por los huevos, y eso atraía animales como halcones, zorrinos, coyotes, osos. Para protegerte y protegerlas había que matar. La experiencia de matar es muy fuerte, y una de las cosas que aprendí fue la de sentir gratitud por los animales que mataba. Si era posible, trataba de comer la carne del animal muerto. Siempre agradecía la carne que comía. Eso lo sigo haciendo hoy. En la ciudad, uno compra para comer; en cambio, en la vida fuera de la ciudad a veces hay que matar para comer. Ahí uno aprende que la vida se alimenta de la vida, la vida se alimenta de la muerte. Al vivir les estamos provocando un daño a otros, y por eso aparece una actitud de agradecimiento hacia esos otros que nos permiten seguir vivos. ¿Por qué tendríamos el derecho de quitar la vida a otros para subsistir? ¿Por qué ellos y no yo? Empecé a tener una nueva percepción de las relaciones con el ecosistema. Eso que se puede llamar “conciencia ecologista o ambientalista” me la dio la vida en ese lugar.

Antes nombraste a los Stones, ¿qué música te acompañaba en esos años?

En la ruta, no podía pensar en cargar discos, obvio. En la cabaña canadiense pude juntar algunos, que compraba cuando viajaba a la ciudad. Estábamos a 900 kilómetros de Vancouver. Escuchaba mucho Pink Floyd, Led Zeppelin, Yes, Jethro Tull, Deep Purple, Weather Report, Santana, Gato Barbieri, Grateful Dead, Janis, Dylan, Hendrix y los Rolling. Más tarde los casetes que me grababan mis amigas punkies: Ramones, Devo, Dead Kennedys y otras bandas de la escena punk norteamericana.

¿Seguiste escribiendo en Canadá?

Por esos años empecé a escribir una novela, que tuvo títulos no muy felices: Las nieves del tiempo, Los emigrados del asfalto, en la que quería narrar la vida en esas zonas. Lo que ocurre es que ese lugar común que dice “la felicidad no tiene historia” guarda alguna verdad. Se me hizo muy difícil armar una historia sobre esa etapa. A la novela la reescribí mil veces y hasta hoy en día no me ha cerrado. Fue una etapa muy feliz de mi vida. Por otro lado, en la comunidad publiqué ficción por primera vez, en una compilación con escritores de la zona. El nombre de la antología es Walking the Dead. Además, escribía en una revista llamada The Smallholder, que podría traducirse como “El minifundista”, formada por y para gente de origen urbano que se radicó en el monte, a principios de los años 60. Se daban consejos de ayuda mutua, un concepto de origen anarquista, heredado del pensamiento de Proudhon y Kropotkin, que no es lo mismo que la autoayuda. Eran consejos para hacer las tareas y actividades que requería la vida rural. Además, se publicaban notas ecologistas, poesía, cuentos. Era una experiencia muy artesanal: cortábamos y pegábamos las cartas con recomendaciones de los lectores, casi sin editar. La revista se distribuía por suscripción a miles de personas.

En sus libros Postales de la contracultura (2018), Sobre Sánchez (2012), la transbiografía sobre el escritor Néstor Sánchez, y la novela ahora reeditada Correrías de un infiel (2004), Baigorria ensaya fascinantes ejercicios de memoria sobre esos tiempos. Crónicas de viaje, reflexiones, ficción histórica, manifiestos, manuales de supervivencia... Toda la obra de Baigorria –más de diez libros– es difícil de encasillar. En ella hay espacio para todos: los beatniks, los linyeras, los pueblos originarios, los exiliados del Delta, los escritores errantes, los libertarios, las Panteras Negras, los yippies del Youth International Party (YIP), los ecologistas, las orgías, las feministas, los drop outs, los freaks, la prensa alternativa, los nudistas, los desertores del hogar, de la escuela y del servicio militar… Nosotros versus ellos.

Si querés leer algo que te parta la cabeza, comprate un libro de Baigorria. O seguí el consejo del anarco Abbie Hoffman: andá a una cadena de librerías, fijate si el empleado está distraído y cometé un acto de justicia contracultural. Robá estos libros.

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Caminata en pandemia. La charla con Baigorria sigue en una deriva sin rumbo fijo. Botánico, avenida Sarmiento, plaza Sicilia, Jardín Japonés, bosques de Palermo, los límites del Hipódromo. Es martes, hay poca gente a esta hora de la tarde en el pulmón verde porteño. La peste impuso el movimiento al aire libre y la distancia física entre las personas: “De alguna manera vivimos tiempos de empobrecimiento de la experiencia corporal –reflexiona el autor del libro aún inédito Didáctica de la orgía–. Podemos acostumbrarnos, como la gente en confinamiento solitario. Pero no veo a nadie feliz por el aislamiento forzoso. El anhelo de encuentro con otros en un baile, en la calle, en un recital, en las casas, en la cama, es intenso y siempre está al acecho. Por eso hay fiestas clandestinas, transgresiones de la cuarentena, salidas locas que tienen su riesgo legal o físico”.

Con el fin de la dictadura, Baigorria regresó a la Argentina. Pero a los pocos años se fue de nuevo, esta vez a Europa. “Yo diría que estuve casi 20 años en el camino”, explica, “porque a mi vida sedentaria en la comunidad no la percibía como una experiencia de quietud o inmovilidad, sino como algo bien transitorio. Todo formaba parte de la sensación de seguir en la ruta”.

Los 80 fueron de idas y vueltas para Baigorria. En esos años conoció a Enrique Symns y empezó a colaborar en medios gráficos muy diversos, como Cerdos & Peces, El Porteño, El Periodista, Canta Rock y Uno Mismo. Algunos artículos de esa época fueron recuperados en su libro Cerdos & Porteños (2014).

¿Qué recordás de la redacción de la Cerdos?

Era realmente la zona maldita de la contracultura. Había una relación entre anarquismo, alucinógenos, nomadismo, Burroughs, Castaneda, amor libre y transgresión. Yo firmaba algunas notas con seudónimo: Domingo de Ramos, Mike Calypso –luego también utilizado por Symns–, y otras con mi nombre. Escribía sobre el suicidio, las orgías, el verano del amor, la crítica a la escuela. Había un tono general que estaba marcado por el elogio de la transgresión, como una intención de escandalizar a la moral burguesa. La revista hacía su cosecha de lectores dentro del clima de destape y efervescencia que vivían muchos grupos minoritarios, tras la salida de la dictadura. Hoy pienso que la transgresión por la transgresión en sí misma termina siendo muy limitada. De todas maneras, hay que reconocer que puede ser divertida.

¿Por esos años aparece tu primera novela?

Sí, Llévatela, amigo, por el bien de los tres se publica en el 89 y fue reeditada en 2015. La novela narra las experiencias de una pareja que se sumerge en todos los juegos combinatorios de la multiplicidad sexual de los 70 y su pasaje a los 80 duros y cínicos. Es una historia de amor que anticipa varios temas que aparecen en mis siguientes libros: la sexualidad, la identidad y el nomadismo. Fue tipeada en una máquina Olivetti portátil en un ardiente monoambiente de la calle Cachimayo, a media cuadra de avenida Rivadavia, en el verano de 1988. Eran tiempos sin aire acondicionado, sin televisión, sin Internet ni otra pantalla móvil o fija para anclar la mirada. Fue escrita de un tirón, casi sin corrección. Luego releí, taché y tiré muchas páginas, más del doble de lo que quedó al final. Creo que la novela ganó por sustracción.

Y lo raro fue que la presentación de la novela fue en una discoteca.

La presenté en Nave Jungla, de Sergio Aisenstein. Fue algo muy loco para ese momento: Sabuki, un actor under de esos años, leyó unos fragmentos de la novela, mientras unas chicas los actuaban. Proyecté unas diapositivas con imágenes de una ex pareja mía atada con sogas y otras diapos de animales. Sergio ponía la música, gritaba desde lo alto de su cabina de DJ y todos terminamos bailando después de la presentación, en medio de los números que habitualmente presentaba Nave Jungla: sus enanos haciendo striptease y sus performers con serpientes o escupiendo fuego por la boca. Fue un gesto olvidado, creo que en parte porque no había celulares que pudieran registrarlo y también por la marginalidad misma del autor. A veces pienso que soy como una especie de infiltrado al que se lo descubre enseguida. En el momento de hacer una intervención, como publicar un libro, leerlo en público, siempre me siento como una especie de extranjero.

¿Hay elección en eso?

Ahí me preguntaría mejor si hay destino. Es cierto que siento una fuerte inclinación a moverme por el afuera, por lo no céntrico, lo excéntrico. Pero no es algo que piense racionalmente. Por ahí si lo pienso un poco, me agarra una especie de remordimiento: yo debería estar haciendo otras cosas, estar careteando y relacionándome con otra gente, en lugares más centrales, pero al fin y al cabo, mi inclinación por los márgenes me termina ganando, y eso pasa, creo, porque ante todo me divierte la experiencia del afuera. En un punto, hay algo en mí que sabotea la posibilidad de conseguir más espacios y de tener más difusión como autor. Quiero que me lean, por supuesto, pero mi manera de presentarme es así.

Al toque de la presentación te fuiste a Europa.

Sí, presenté el libro y de inmediato me fui. No me quedé a hacer prensa, a difundirlo, como si despreciara la publicidad y decidiera seguir en esa línea marginal. Pero ya te dije que no es decisión, sino destino. En Europa gané amores. En Milán, Barcelona y Madrid. Sobre todo en esta última ciudad, donde me quedé más tiempo, tuve un gran amor y trabajé como periodista freelance e hice talleres literarios. Escribí para las revistas Integral Ajoblanco, y para los diarios El Mundo y El Independiente. Este último fue muy interesante, era un diario antimilitarista que salió en España a comienzos de la Guerra del Golfo. En 1994 volví al país “definitivamente”, entre comillas porque uno nunca sabe. Las razones de un regreso pueden ser explicadas mediante una larga respuesta y disertación o elaboradas en muchas sesiones psicoanalíticas o pueden servir para escribir varios libros. Entre esas razones, tengo que señalar la situación de mis viejos, que estaban bastante mayores y necesitaban a su hijo cerca. Estar cerca en sus últimos años también fue una experiencia intensa. Creo que uno puede tomar una nueva experiencia, como esa, con la misma naturalidad e impulso con que tomás a las otras. Me hizo muy bien acompañar a mis viejos hasta el momento en que se fueron de esta forma de existencia.

A tal punto que recuperaste algunas partes de la vida de tu viejo para trabajar en un libro sobre crotos, linyeras y trashumantes.

Sí, mi libro En Pampa y la vía (1995) es producto de indagar en la historia del croto y del linyera, pero esa investigación fue posible porque recuperé un pasado de mi viejo, que había sido croto durante su adolescencia, y de alguna manera creo que eso también explica mi trashumancia.

¿Cómo fue el proceso de investigación?

Me propuse escribir sobre el croto y el linyera de los primeros tiempos, no sobre el carenciado producido por el modelo neoliberal. Hablando con mi viejo me cuenta que había estado tres años viviendo y viajando con los crotos, y que él mismo fue un croto, durmiendo a la intemperie, en la vía, durante los 30 y los 40, cuando parece que ser croto era lo más, según me contaron algunos de los mismos protagonistas, que fui entrevistando durante la investigación. Así empecé a asociar esas figuras con las del imaginario del viajero y del hippie. Traté de recuperar las voces de sujetos que eran prácticamente desconocidos y hoy casi han desparecido.

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Paraguay y Scalabrini Ortiz. La trinchera bohemia del Varela Varelita está encajada en esa esquina. Frontera difusa, donde Palermo no es ni Soho, ni Hollywood, ni Queens. Sigue siendo Viejo a secas. En el salón del bar cuelga un retrato del fallecido escritor Héctor Libertella, parroquiano perpetuo. Baigorria es amigo de la casa. En la mesa de la calle disfruta un Cynar y empanadas de queso y cebolla morada.

Después repasa la génesis de Correrías de un infiel, su novela reeditada a finales de 2020: “En el año 98 estaba escribiendo para algunas revistas culturales, y en un encuentro en el café La Gandhi, en el que estaban Libertella, Claudio Uriarte, Horacio González y María Moreno, surgió la idea de hacer una antología titulada ‘El extravagario argentino’. En ella se abordaría a una serie de personajes extravagantes de la historia nacional. Pensamos en Vito Dumas, el navegante solitario; en Raúl Barón Biza, el pornógrafo millonario de Córdoba; en Omar Viñole, ‘el hombre de la vaca’, que caminaba por la calle Florida con el animal y también le daba laxantes, para que cagara frente a la Sociedad Rural; también en el Gordo Peralta Ramos. Entre todos ellos, surgió el nombre del coronel Manuel Baigorria, de quien yo solo sabía que había vivido más de 20 años entre los ranqueles. Después se cayó el proyecto, pero quedé fascinado por esa historia y me puse a investigar sobre mi coronel Baigorria. Viajé a Los Toldos, a San Luis y a Córdoba, me entrevisté con historiadores y con militantes indígenas, estuve en Leubucó cuando se entregaron los restos del cacique Mariano Rosas a sus descendientes. Primero produje un texto muy corto, pero pronto llegué a la conclusión de que se podía extender el relato. Tomó forma de novela, porque de la no ficción salté a la ficción y empecé a ver qué zonas funcionaban mejor, dónde había una buena respiración en el texto. María Moreno me alentó mucho a sacar para afuera esa presencia tan fuerte del narrador protagonista que finalmente aparece en la novela”.

En el libro se da un cruce entre la investigación genealógica y tu experiencia personal.

Es que por un lado hice todo un trabajo de investigación histórica, bibliográfica, y por otro me puse a imaginar cómo sería la vida de Manuel Baigorria en las tolderías pampas del siglo XIX, pero no para hacer una novela histórica sino para encontrar un ritmo donde pudiesen desplegarse escenas de un relato en torno a la poligamia y el amor libre. Y toda esa investigación fue articulándose con mi historia personal. No para construir una autobiografía, porque desde el punto de vista genealógico no tengo certezas: puedo ser tan descendiente del coronel Baigorria como quizá de la familia de su ahijado Baigorrita, ya que Luis Baigorrita, que estuvo preso en la isla Martín García después de la Campaña del Desierto, al regresar a la pampa primero pasó por Los Toldos y luego se estableció en Trenque Lauquen. Creo que mi abuelo paterno era de Trenque Lauquen, o eso creí escuchar de labios de mi padre, que tampoco conoció mucho al suyo. Es como una leyenda familiar. Lo del Baigorria ranquel viene por ese lado.

La cuestión identitaria atraviesa la novela.

La identidad es una construcción que puede asumirse desde un compromiso político. O sea, no es una esencia que viene del género, de la nacionalidad, de la raza. En mi caso, tengo antepasados negros, italianos, vascos e ingleses. De todos esos recortes identitarios, puedo tomar uno y decir: soy ranquel y me pongo a militar por los derechos de los pueblos aborígenes o soy negro y me comprometo con los derechos de los afroargentinos. En un determinado momento uno opta, decide. Se produce una elección sobre la base de algo que ya está en uno, pero que también se elige. Eso es para mí la identidad.

Publicada en la revista Rolling Stone, por acá.