jueves, 26 de noviembre de 2020

Ceremonia del aD10s

 “¡Simplemente gracias!” Las palabras, prolijamente tatuadas en la bandera, todavía están frescas. Facundo Gómez ata con parsimonia el trapo a las rejas del Obelisco. Unas lágrimas ruedan por su mejilla. Se pierden tras la telita curtida del barbijo que lo protege de la  peste: “Me enteré lo del Diego y fue como que el mundo dejó de girar, se paró la pelota para siempre. Ahí nomás, con los pibes de Longchamps nos pusimos a pintar como homenaje. La bandera es celeste porque somos hinchas de Temperley. Pero hoy no importan los colores. Hay uno sólo, que nos une a todos, se llama Maradona”.

El pibe llegado hasta el ombligo porteño desde el suburbio del suburbio bonaerense no se equivoca. En el islote de la 9 de Julio y Corrientes se hermanan en la infinita tristeza centenares de fieles maradoneanos ataviados con camisetas de los mil y un clubes que pueblan el suelo argentino, el mundo entero y mucho más allá.

El muchacho con la casaca de Racing se abraza al que lleva puesta la del Rojo. Los de la barra de Chacarita hacen pogo con los de Vélez. El hincha de Talleres entona el himno eterno que compuso Rodrigo, fana perpetuo del Pirata. “Es que el Diego es de todos, hermano, nuestro último gran héroe”, explica Marcelo con filosa tonada cordobesa. Agrega que una vez pudo ver a D10s en un estadio. El verbo hecho carne: “En la Bombonera, nos vacunó desde mitad de cancha. Fue el único gol en la historia que le hicieron a Belgrano y lo grité.”

Los fieles cantan a los cuatro vientos que Diego es más grande que Pelé, que el que no quiere a Maradona no quiere a su mamá, que es un orgullo nacional. Banda de sonido plebeya.

Nicolás agita sin respiro una bandera argentina. El varón habla y se le pianta un lagrimón: “Estamos de duelo, hermano. Cuando al Diego le pasaba algo, era como que le estaba pasando a alguien de mi familia. En este día de mierda, de este año de mierda, siento que vine a despedir a un familiar, un familiar de todos los argentinos.”

Ariel Lucero cierra los ojos y vuelve al año 1986. Tiene seis años. Su mamá lo lleva al cruce de Ricchieri y General Paz. Pasa el micro de la selección que regresa campeona de México. Ariel lo ve a Diego y llora por primera vez en su vida: “Hoy mi hija de cuatro años, me vio llorar por él de nuevo.”

“Un amor que pocos entienden”, dice el trapo que trajo Iván. Es, dice, enfermo de Boca y maradoneano de la primera hora. Lloró a mares toda la mañana por la partida del Pelusa: “Hoy no se murió Diego, hoy pasó a la inmortalidad. Lo habían matado tantas veces… La AFA, los gobiernos, los poderosos. Esta es una más. Va a seguir resucitando.”

Publicado en Tiempo Argentino, por acá

jueves, 19 de noviembre de 2020

Peronismo rodante

 Por la apretada Autopista 9 de Julio Sur, avanza desde la fabril Avellaneda una caravana bullanguera. La imagen parece sacada del cuento de Cortázar. Pero el embotellamiento, menos afrancesado, es más bien nacional y popular. Súmele el calor, el color, la liturgia justicialista rodante.

Los descamisados vienen en multitud andariega desde el suburbio del suburbio del Conurbado y mucho más allá. La tarde es sueño diurno hecho realidad de las vanguardias futuristas, esas que cantaban loas al rugir de los motores. La pandemia cambió los hábitos, pero no las mañas de los militantes en su día. Peronismo a todo motor.

La banda de sonido obligada es con La Marcha. Una orquesta de bocinazos acompaña la voz de Hugo del Carril que sale de los parlantes de una F100. Trompetas y redoblantes que vienen de un curtido camión Mercedez Benz completan el recital popular a cielo abierto, limpio, celeste. Sin dudas, un martes peronista.  

Los brazos de la autopista sobre la avenida San Juan acunan a mil y un micros escolares que duermen la siesta. Arrimaron a los militantes que peregrinan hasta el Ministerio de Desarrollo Social. La chica de la remera de La Cámpora mira la Evita tierna que cuelga de la cara sur del edificio. Con los dedos dibuja la V. Antes de acomodarse el barbijo, regala una sonrisa plebeya.

En el parate de la caravana se baila, se agitan banderas, se pide por el impuesto a los ricos. Pero de repente, la marcha de los bólidos reanuda su deriva hacia el Congreso. Todo el mundo mira fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante. Aceleran a fondo. Saben que el movimiento se demuestra andando. Hacia la justicia social.

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Rebelión en la verdulería

 “Yo elijo la lechuga”. La frase está pegada en la pared de la sala de reuniones. Desentona entre tanta formalidad minimalista del Centro Administrativo del Mercado Central. El cartel muestra también una planta de variedad criolla junto a un hashtag combativo: #Verdurazo. Recuerda la tórrida jornada del miércoles 27 de febrero de 2019. Ese día, pequeños productores hermanados en la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) realizaron movilizaciones en distintos puntos de la Argentina contra las políticas impulsadas por el gobierno del entonces presidente Mauricio Macri. La más multitudinaria recorrió el frígido corazón de la Ciudad de Buenos Aires. Los productores llegaron a pie y en sus tractores. Con cajones de frutas y verduras. Con cartulinas escritas a mano. Hacían flamear acelgas, apios y generosas lechugas como banderas. Eran cientos. Florecieron en la Plaza de Mayo. 

Diez días antes, la brava Policía de la Ciudad los había reprimido en Plaza Constitución, cuando vendían el fruto del trabajo de sus manos a precios populares. Con un “Feriazo” protestaban por la baja de la gratuidad del monotributo social agropecuario y los recortes asfixiantes en la Secretaría de Agricultura Familiar. Bastonazos, balas de goma y gas pimienta cosecharon los agricultores en sus puestos. También los vecinos con sus críos en brazos, los laburantes empobrecidos y los jubilados de billeteras flacas que hacían cola para conseguir unas pocas papas, algunos tomates, unas ramitas de perejil. La cruda imagen capturada por el fotorreportero Bernardino Ávila fue la síntesis brutal del mediodía: una jubilada, Ángela Teresa, recogía a las apuradas berenjenas del pavimento entre las botas pesadas de la infantería.

Aquel 27F, la opulenta capital pudo ver en primerísimo primer plano los curtidos rostros de los agricultores que producen lo que devora la cabeza de Goliat. El subsuelo del campo sublevado hizo visible en el prime time de los noticieros su precarización eterna, la falta de tierra, la usura en los alquileres, las cadenas de comercialización infames, el daño irreversible de los agrotóxicos. Pero también –aun más desconocida– sus voces daban cuenta de la otra cara de la taba: producción agroecológica en pila de hectárea libres de veneno químico, redes alternativas de venta para garantizar precios justos, propuestas para el postergado acceso a la tierra, discusión de la soberanía alimentaria, agenda ambiental y en salud, autonomía de las trasnacionales, creación de colonias agrícolas en los cinturones urbanos, empoderamiento de las mujeres campesinas y respeto de los saberes de las comunidades originarias. Una titánica faena de organización con una década de historia, a la cual le ponían cuerpo e ideas desde la UTT miles de campesinos de todo el país. Nahuel Levaggi era uno de ellos. Esa tarde, desde el acoplado de un camión que había traído 20 toneladas de hortalizas para repartir, el joven dirigente preguntó a la multitud: “¡La lechuga le gana al palo, ¿sí o no?!” Nadie tuvo dudas.

En la sala de reuniones, Levaggi recuerda las palabras que le repetían como mantra aquella tarde en la plaza: “‘Gracias, gracias por la comida, muchas gracias’. Transformamos un problema en una solución. Sólo se habla de alimentación cuando es un problema, cuando falta la comida y hay hambre. En los Feriazos, hablaba el alimento con una acción concreta. Un puente entre el campo y la ciudad. La UTT venía con una propuesta integral para cambiar la realidad. Alimento sano, seguro y soberano”. 

El 24 de marzo pasado, cuatro días después de que el gobierno del presidente Alberto Fernández decretara el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio por la llegada del coronavirus a estas pampas, Levaggi fue designado al frente del Mercado Central de Buenos Aires, el centro comercializador de frutas y hortalizas más grande de la Argentina. El espacio abastece  a 13 millones de personas que viven en el AMBA (Área Metropolitana de Buenos Aires). Por primera vez desde su apertura en octubre de 1984, durante la primavera alfonsinista, la pantagruélica estructura alimenticia sería piloteada por un joven dirigente que venía del palo de la agricultura familiar y los movimientos campesinos.

La propuesta de su nombramiento fue acompañada con una misión estratégica: que la gente coma más barato. Tarea esencial en el contexto de crisis económica que trajo la peste. En dos días de gestión, logró algo inédito: el compromiso social de abastecimiento. Una iniciativa con precios de referencia para cuidar los castigados bolsillos populares: “Es una propuesta racional y de consenso, que nace del diálogo, y no tiene antecedentes. No es algo impuesto, es voluntario, un acuerdo justo que renovamos todas las semanas, los precios se conversan con los puesteros y se publican. No es la Secretaría de Comercio que fija y te dice que el kilo de papa sale $ 10 y es solo para la foto. Y cuando la vas a buscar no existe y sale el doble”, explica Levaggi, recarga el mate sin prisa; sin pausa agrega: “Luchamos para garantizar alimento sano a precio justo, para atender las necesidades del pueblo. Estar acá implica que no me desprendo de quién soy, de dónde vengo. Ayer estuve con los compañeros en una jornada de limpieza en unos terrenos. No es calzarse el traje y olvidarse de las bases. Mi concepción es que uno manda obedeciendo, cumpliendo el mandato por el que llegamos a este lugar. Eso lo tengo muy claro. Acá no está Nahuel Levaggi, acá está la lucha de la UTT.”

El joven echa un poco más de agua caliente en el mate. A su espalda cuelga el cartel del Verdurazo: “Llegamos para proponer y hacer. Todos los días nos levantamos y pensamos qué paso damos, a quién ayudar, a quién más escuchar. Queremos transformar en serio la realidad porque las cosas no están bien… lo que comemos, lo que producimos.” Hace cuatro meses, su designación en el Central plantó una semilla de cambio. El primer desafío es que crezca desde el pie.   

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Todavía es de madrugada en Tapiales, pero el Mercado Central está despierto hace rato. Un gentío engordado por camioneros, vendedores, operadores, changarines y clientes atan la luna con el sol: “Hoy arranqué a laburar a las 5, tranqui. Mañana me toca a la 1, acá todo la vida es así, de noche”, explica “Marito” Bustos, “changa libre” oriundo de Merlo. Tiene 37 años, más de 25 dedicados al Central. Los changas ponen sangre, sudor y músculo para mover las 106 mil toneladas de frutas y verduras que pasan al mes por el predio. Carga, descarga y acarreo tracción a changa. Es el trabajador más precarizado: gana su jornal a destajo. Cobra por bulto. Heredero del estibador, del peón rural, también del gaucho. Changa es una palabra que viene del quechua. Significa ganancia ocasional. “Nosotros seríamos la clase baja. Vivimos al día, carreteando a todo ritmo. Yo arranqué a los 12. Me escapaba de la escuela para ayudar a mi viejo, que está acá de toda la vida. Lo llevo en las venas”, Marito saca pecho, cubierto por un largo delantal que deja ver abajo la camiseta de su amado River Plate. Reposa sobre un carrito estacionado en el playón de descarga hasta que caiga el próximo conchabo: “Si me metés en una fábrica me muero –asegura desde atrás del barbijo que lo protege de la Covid-. Ahí tenés algunos beneficios, pero nunca esta libertad.”

A la conversa se suman Ovidio y Jonny, dos colegas del gremio. Juntos levantan rascacielos hechos de cajones de madera y bolsones de verdura que dan vértigo: “Pasan los años y el cuerpo te pasa factura. En el carro llevamos 30 cajones de mandarinas, bolsas de papa, de 30 kilos cada una. En verano se derrite el asfalto y se hunden las ruedas. En invierno te cagás de frío. Pero te acostumbrás, no queda otra, son las reglas de este mundo.”

El predio enclavado en el partido de La Matanza, zona oeste del Conurbano Bonaerense, es grande como un planeta. Desde la Autopista Ricchieri hasta el cenagoso Riachuelo, frontera con la General Paz, el Camino de Cintura y más allá. Quince años demoró su construcción. Se planificó en los ’60, se construyó en los ’70 y se inauguró en los ’80. Fue la primera gran obra pública del retorno de la democracia. Sus 570 hectáreas cobijan 854 puntos de comercialización mayorista distribuidos en 18 naves. También tiene un paseo minorista con más de 700 locales y otros 100 en la llamada Feria del Reloj: dan techo a almacenes, verdulerías, carnicerías y otros rubros dedicados al arte del mercadeo.

Cruce de geografías humanas, de deseos, de sobrevivencias. Más de 10 mil personas transitan diariamente por el Central. Unas 100 grandes empresas componen el polo agroalimentario y logístico del mercado. Hasta un cacho de historia guarda: la chacra Los Tapiales, que perteneció a la familia Ramos Mejía por más de 150 años. En su casco se filmó el dramón Camila. Es monumento histórico nacional. En una de sus piezas, cuentan, durmió una siesta Juan Pablo II la tarde del 10 de abril de 1987. Un rato después, el Papa polaco dio misa para 300 mil fieles. La capilla del mercado lleva su nombre.

“Mi viejo debe haber ido a esa misa, yo era muy pibe –cuenta Marito-. Ya te dijimos, esto es un mundo, hay mil historias.” Antes de volver a la faena cotidiana con su fiel carro, el changarín toma impulso y narra alguna de la nueva normalidad: “No paramos ni un día de cuarentena, pero hay menos trabajo, mucha gente se quedó sin laburo. Tengo cuatro pibes, y hay que darles de comer. Quiero que estudien, que tengan un oficio. Que no tengan que venir acá a burrear. Quiero que tengan vida.”

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Levaggi cuenta que hace unos días, caminando por las naves del mercado, recordó los años en que venía al Central con un carrito a buscar mercadería de descarte. Eran los tiempos en que el modelo neoliberal instaurado por el menemato descartaba a la mayoría de los argentinos. Sobraban miseria y hambre. Nahuel llevaba la comida recuperada a un comedor de la Villa 20, donde militaba. “Ponerle el nombre militancia le da un cariz político –aclara–, pero en realidad todavía era más una cuestión de empatía con el sufrimiento ajeno y de radicalidad de laburo para cambiar la realidad.”

El joven nació durante la dictadura, en 1979, y creció en Palermo, en una familia de clase media. En la adolescencia fue voluntario de la ONG Vida Silvestre. Durante los veranos daba una mano en escuelas rurales de comunidades mapuches. A los 18 años, el trabajo social lo llevó a Lugano: “Sentía que tenía que vivir en la villa, compartiendo el cotidiano. Todavía era una práctica personal de transformación. Pero ahí me crucé con el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) Aníbal Verón. Me sentí contenido por un proyecto político-social más grande, más allá de lo personal.” Vivió dos años y medio en la Villa 20, después estuvo por Lanús, con el Frente Darío Santillán.

-¿Cómo se conecta esa militancia en barrios populares con el mundo rural?

-Cuando estaba en la villa, me decía: ‘hay que salir de acá’. Del hacinamiento, de construir un quinto piso de un metro cuadrado, pensaba en avanzar en la tierra, producir alimentos. Que la gente del barrio pueda ir a trabajar al campo. Armamos una cooperativa en San Vicente con esa idea. En un encuentro con quinteros del cinturón frutihortícola de La Plata, nos damos cuenta que ahí había una base social organizada, muy precaria todavía. Nos fuimos a vivir al Parque Pereyra y empezamos a laburar con los vecinos.

Las reuniones germinales de la UTT en el 2010 eran de cuatro o cinco productores, sentados en ronda sobre cajones. Se propusieron construir una organización gremial, lejos del corporativismo, cerca del bien común. La lucha por la tierra como bandera. “Mi vinculación con lo agrario viene de la función social que tiene la agricultura. A veces no encuentro diferencia entre el que vive encerrado en un country o la comunidad hippie en San Marcos Sierra. Mi elección es la transformación colectiva. Yo estoy adonde puedo aportar a ese proceso. Ahora estoy construyendo acá, con política públicas”. 

-¿Cuáles están impulsando desde tu llegada?

-El rol que tiene que jugar el Mercado Central es garantizar alimentos sanos a precios justos. Eso implica trasparentar la cadena de valores, por ejemplo. Por otro lado, impulsar la producción agroecológica. No es ni el 0,1% de lo que llega al mercado. Darle espacio en una nave y también dialogar con los operadores, muchos son productores. Hoy justo tenemos una reunión, quieren escuchar las propuestas.

-Están también pendientes de la pata educativa, en referencia a la alimentación.

-Sí, creamos el Área de Alimentación Sana, Segura y Soberana. Es uno de los roles que venimos a fortalecer. Educación y formación con propuestas sobre cómo alimentarnos. Entender que hay estacionalidad de frutas y verduras. Cómo comer de forma más nutritiva. Hacemos talleres con cocineros famosos y populares, y se filman. También, reforzamos el contacto del Mercado y los comedores. Que las ollas no sean pura papa y fideo, que llegue verdura de hoja y fruta.

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“La crisis social y económica que trajo la pandemia puso sobre el tapete, como hace mucho no pasaba, la problemática de la alimentación. Son tiempos en que se necesitan alimentos, y sale a la luz los mecanismos que participan en la producción, el rol del Estado, la comercialización, los negociados. Se discuten la calidad y los precios”, monologa por teléfono Agustín Suárez, ingeniero agrónomo. Es coordinador nacional de la UTT, el gremio que nuclea a 16 mil familias de pequeños productores de todo el país. Reflexiona: “No se entiende por qué está tan alta la canasta básica, y a la vez decimos que producimos alimentos para 400 millones de personas. En realidad producimos granos para exportar, no alimentos. Ahora se necesitan alimentos en volumen y en escala. Desde la UTT tenemos la fuerza para ponerlos en las mesas.”

El Grito de Alcorta a principios del siglo XX, las Ligas Agrarias del Nordeste en los ’70, el Mocase en los ’90. Raíces de lucha campesina que hace crecer la UTT en el presente. Según el último censo agropecuario, en la Argentina el 1% de las explotaciones controla el 36% de la tierra. El 55% de las chacras más pequeñas tiene sólo el 2 por ciento. “Nos reconocemos campesinos, aunque producimos verduras a 50 kilómetros del Obelisco. El cinturón que le da de comer a la ciudad. También en Mendoza, Córdoba, Corrientes y Jujuy”, dice Suárez. Cuentan con una ejemplar colonia agroecológica cerca de Luján. Estas épocas de aislamiento obligado, suma, han sido todo un desafío para articular las tareas en el territorio. Igual siguen ayudando: “Armamos una red con comedores de organizaciones sociales. Llegamos con zapallos, mandiocas y batatas a las ollas populares.”

Para el agrónomo, el arribo de Levaggi al Mercado Central marca un reconocimiento y a la vez un desafío: “Es un rol muy importante para el país y tiene la capacidad. El gobierno podría haber puesto a un agrónomo de traje y mantenía el statu quo, como sucedió siempre. Igualmente la UTT fue y será independiente de los gobiernos, porque somos un gremio. Es todo una apuesta, y estamos buscándole la vuelta para acercar al Mercado propuestas con consenso desde nuestra organización.”

Hace unas semanas, la autonomía de la UTT se hizo visible frente a la Cancillería. Hicieron una olla popular para advertir sobre el riesgo de que se lleve adelante un acuerdo productivo con China, mediante el cual se busca aumentar la exportación de cerdos al país asiático: “Es la profundización del modelo agroexportador –cierra Suárez-. Ya lo vivimos con la soja transgénica: dependencia, concentración, contaminación, trae empleo a corto plazo y las consecuencias se ven después. Entendemos que en este contexto hay que generar laburo y traer dólares, pero ese no es el camino.”

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El ajo perfuma la nave 10. Con un escobillón, Patricio Garcete les saca brillo a las cabezas blancas y radiantes que se apilan en su puesto. “Acá vampiros no encontrás ni a palos. No hay desgracias en este sector”, bromea el vendedor de cortitas rastas ensortijadas como ristras. Trabaja en el Central hace siete años. Arrancó de abajo como cajero, pero su labia y dotes para el mercadeo lo llevaron a las cumbres de encargado. Dice, quizás nos chamuya, que puede dar cátedra sobre el bulbo. Sin transpirar describe las cualidades del ajo colorado y de su primo chino. Sabe cuál tiene dientes más generosos, cuál es más fuerte, cuál guarda el mejor sabor.

Garcete, fana del rock nacional, derrumba mitos sobre la fama pesada que tiene el Central: “Mirá, yo era un pibe de departamento de Belgrano. ‘Un pseudo punkito, de acento finito’. Vine a laburar con esa idea de la mafia, el ambiente rudo, los barras bravas y la crónica policial. Se dice cualquier verdura. Acá la gente es macanuda, desde los puesteros hasta los changas, no es muy distinto al afuera.” Con la pandemia, agrega, la clientela bajó mal: “Ya venía así de antes. Los cuatro últimos años invirtieron mucho en la estética, pero la nave estaba vacía, no había un mango. Ahora no repunta.”

Del otro lado del mostrador está Guadalupe Fernández, minorista. Con local a la calle en Ramos Mejía. Es boliviana, oriunda de la Villa Imperial de Potosí. Ahora radica en Villa Celina. Con ojo clínico analiza la calidad de la mercadería: “Busco y busco, caballero, al final siempre encuentro. A buen precio”. A propósito, se queja por la inflación: “mucho acuerdo de precios, pero no se respeta. Las últimas semanas harto han subido, por las nubes están.”

En sus 36 años de historia, el Central sólo tuvo dos jefas de nave: “Re-machista. Es un territorio de varones, por eso está bueno que ganemos espacios, enriquece”, asegura Vanesa Herceg, la dama a cargo del galpón 10. Vanesa dice que no le tiembla el pulso para garantizar el bienestar en sus dominios. Le ha cantado la justa a los más machos del mercado. Durante la pandemia, agrega, le toca controlar que se cumplan al pie de la letra los estricticos protocolos. La gestión de Levaggi la entusiasma: “se lo ve comprometido. Antes no se veía al presidente caminando a la madrugada por las naves. Lo veo como un par y está bueno que le den bola a las cuestiones de género.” La jefa se despide porque tiene que seguir con la recorrida: “Alguno ya te habrá dicho que esto es una ciudad, un mundo… Mi viejo, también trabajador del mercado, me enseñó que es una familia. Te lo digo y se me pone la piel de gallina.” 

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Fría mañana en Abasto. La localidad está en el cinturón hortícola platense. Sus quintas y colonias alimentan las bocas de expendio mayoristas del Mercado Central. A 300 metros del cruce de la Ruta 36 y la calle 502 vive Carolina Rodríguez.

Mamá de seis hijos, quintera, referente de género de la UTT y promotora de salud. Así, en ese orden, se presenta. Tiene raíces jujeñas, sus abuelos eran de Puesto Viejo, cerca de Perico, donde creció. Fue víctima de violencia familiar: “A los 14 años me escapé, me fui a trabajar al tabacal. Después me vine para Buenos Aires, me dijeron que iba a estar mejor, que me iban a ayudar, pero todo fue distinto.” Trabajó en “las flores” como medianera. Cultivaba claveles, clavelinas, fresias. Le pagaban monedas. Se pareja la oprimía: “Me separé, algo que estaba muy mal visto. Me discriminaron. Por ser mujer, por ser campesina.”

Hace diez años alquiló media hectárea acá, en el cruce de la 36 y 502. El dueño, recuerda, le dijo que era tierra muerta. La usaban para hace ladrillos. “Mi hijo, que iba a la escuela agraria, me decía: ‘se la puede hacer vivir de vuelta, mamá’. Pusimos choclo. Se elegían los más grandes. El resto se trituraba y se daba vuelta en la tierra. Eso la alimenta. Empezó a cambiar de color. Era roja, ahora la ve, negrita, negrita”. Resucitó.

Carolina cuenta que la última helada fue brava. Quemó casi completo un cuadro de lechuga que había plantado: “No tengo invernáculo, trabajamos a campo. Hay que tener platita para trabajar la tierra”, cuenta, mientras camina por los senderos que se bifurcan y trifurcan entre cebollitas de verdeo y diminutas criollas. Ahora, dice, cruza los dedos para que la tormenta de Santa Rosa no inunde. En septiembre quiere poner acelga y zapallito. Sus hijos -Marcos, Juliana, Guillermo y Beatriz- la van a ayudar. 

Hace cinco años, harta de que camioneros e intermediarios le metieran la mano en el bolsillo al vender los frutos de su trabajo, Carolina se acercó a la UTT: “Ahí entendí que la lucha es colectiva. Tenemos una comercializadora, que nos garantiza un precio justo. Antes no tenía ni para comer. Todo era para el alquiler. Ahora pude terminar la casita y sigo produciendo.” También terminó la secundaria y se capacitó en salud. Defiende a ultranza la agroecología y la comida sin químicos: “En carne propia viví lo que son los agroquímicos. Mi hijo tiene problemas del corazón por ese veneno.”

Orgullosa. Así se siente Carolina con la llegada de su compañero de lucha a la presidencia del Mercado Central. Al despedirnos, deja un mensaje para otro presidente, el que conduce la Argentina: “Más derechos para las quinteras, que siempre estamos olvidadas, y acceso a la tierra. Si soy dueña de la tierra, ni te imaginás, puedo plantar todo lo que quiero.”

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Mandarinas, naranjas y pomelos. “Puro cítrico. También cebolla y papa, que es lo que más sale. Lo más barato en la cuarentena”, asegura Paulino Salazar, veterano comerciante de la nave 5. A principios de los años ochenta llegó a Buenos Aires desde Presidencia De la Plaza, Chaco, con una mano adelante y otra tras: “En el mercado había posibilidades. No me fui más”, dice don Salazar, acodado sobre unos cajones desbordados de hinojos.

En su trinchera del puesto 4, Paulino sobrevivió a la híper del ’89, al crac del 2001, a los sube y baja de la “década ganada”, a la debacle cambiemita: “Ahora, con esta pandemia, estamos peor. Otra vez se ve a la gente buscando en los conteiner de descarte. Revolviendo la basura. Ya lo vi en el pasado. No me gusta que pase otra vez.”

Elvira Gallo lleva 35 años al frente del puesto 38. La custodian montañas de zapallos y calabazas: “Somos productores, alquilamos tierra en Salta, en la zona de Embarcación. También traemos de Río Negro, depende la temporada. El negocio lo arrancó mi finado marido”. Navidad, Año Nuevo, cumpleaños, doña Elvira dice que no importa la fecha, la van a encontrar al pie de los bolsones. Llega al Central a la 1 de la matina y regresa a su casa extenuada a las 5 de la tarde. Se tira una siestita, después se hace un purecito y a la cama de nuevo hasta que suene el despertador: “Sacrificada es la vida del puestero.” 

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Caminamos por las naves. Levaggi no deja de abrazar el termo. Cada tanto se acomoda el barbijo para chupar la bombilla del mate. Reflexiona sobre la agroecología, hasta el presente casi sin espacio en el mercado: “Hace diez años, no entraba en la agenda. Pero ahora es distinto, hay una condena social a los agroquímicos. Las secuelas del agronegocio están a la vista: enfermedades, cáncer, tierra devastada, pobreza. El Estado tuvo un rol activo en ese cambio al modelo de siembra directa. El consenso social dice ahora que hay que ir para otro lado, el Estado no se puede hacer el distraído. Vamos a impulsar políticas desde este pedacito que nos toca.”

La agenda del presidente del Central está apretada. En un rato tiene un compromiso por Zoom y más tarde una reunión con puesteros. Antes del adiós, enfático sostiene: “Hay que desterrar la idea de que el alimento agroecológico es carísimo, que se tiene que pagar más. No, flaco, no es sólo producir sano para el que tiene plata, y con veneno para el pobre. Hay que producir sano para todo el pueblo.”

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“¡¡¡Mire, mire, señora, el tomate, el tomate baratito, tres kilos cieeeen peeeeesoooos!!!”. El verdulero Jonathan Palacios tiene dotes de tenor. Así se gana a la audiencia que pulula buscando precio y calidad en la nave minorista del Central, la más concurrida en la mañana del martes. El escenario que trajina el cantante es tecnicolor. Platea y palcos repletos de cajones de bananas, peras, manzanas y puerros.

Después de lubricar su cansada garganta con un poco de agua, Palacios cuenta que es migrante peruano. Busca incansable, su gruesa voz le dio de comer desde la adolescencia, cuando vendía caramelos y muñequitos en la siempre nublada Lima. “Esto tiene mucho de atrapar al cliente, endulzarle el oído. Hay palabras que ayudan. Las estiro. Gritás ‘baraaaaato’ y algunos vienen corriendo. En cuarentena mucho más. Hasta me dejan propina, bacán.” Palacios debe volver a los tablones del puesto. Toma aire. El cierre es a toda orquesta: “¡¡¡Ya la atiendo, señora, regalado el tomate, baraaaato, tres kilos cieeeen peeeeesoooos!!!”.

Crónica publicada en la revista Rolling Stone. 

jueves, 5 de noviembre de 2020

En la tierra de nadie

"Ahora tengo dónde caerme muerto". Sin prólogos ni epílogos. En presente frágil, narra Francisco Benítez. Habla pausado, sereno, seguro. Con la frente bien alta y curtida por el sol. Al mediodía de un helado martes de septiembre, lo encuentro tomando unos mates amargos junto a su ranchito, forjado con cuatro chapones y nylon, en el corazón del predio ocupado. En la casilla guarda un viejo colchón, algunas frazadas, su dignidad. Nada más. Cuenta que es oriundo de Misiones. Sangre guaraní corre por sus venas. Este estoico albañil con 60 años sobre el lomo lleva seis meses desocupado. La cuarentena le comió sus flacos ahorros: "No queda ni para el alquiler. Estoy en negro, ahora no sale nada de nada". Las manos son lo único que tiene. Son su sustento: "Como Dios me trajo al mundo. Cansado, abandonado y olvidado, así me siento". Sin embargo, me jura don Francisco, no va a aflojar. Menos ahora que consiguió el terrenito: "La estamos peleando con los vecinos, hay que aguantar, es duro, pero hay que aguantar. No tenga dudas, esta es nuestra tierra".

El viento que sopla del sur es frío, rabioso, terco. Castiga sin tregua las mil y una casitas hechas con tablas de madera, nylon, alambre, cartón y, si hay suerte, alguna chapa. Están esparcidas en un descampado frente al barrio de Villa Numancia, en los márgenes relegados de Guernica, partido de Presidente Perón, 37 kilómetros al sur de la Capital. Llegan hasta un bosque, los pastizales altos, el límite de un country y más allá. El ventarrón golpea, maltrata, estremece a las casillas. No las puede doblegar.

A finales de julio pasado, empujadas por la crisis habitacional pandémica y la sempiterna falta de techo, unas 2.500 familias ingresaron a este predio de casi 100 hectáreas, en el sur último del conurbano bonaerense. La esperanza era fundar un barrio donde vivir. En el asentamiento se organizaron en asamblea, eligieron delegados y lotearon. Terminaron conformando cuatro barriadas: La Unión, La Lucha, San Martín y el 20 de Julio, en memoria del lunes invernal en el que se encendió la toma.

Gente sin tierra, tierras sin gente. "La mayoría son vecinos de Presidente Perón. Vivían hacinados en casas de familiares o tuvieron que dejar el alquiler por las deudas. Es terrible la situación en cuarentena. Muchos ya estaban a la intemperie", asegura Lorena, docente y militante de base del Movimiento por la Unidad Latinoamericana y el Cambio Social (Mulcs), una de las tantas organizaciones que dan una mano a las familias.

La historia de Guernica, explica la maestra, está cruzada por las tomas: "Así creció esta parte del conurbano en particular, y la Argentina postergada en general. Los asentamientos son la única forma que tienen los pobres para acceder a un techo".

Con Lorena pateamos el barroso territorio. Hay que ir esquivando los charcos que dejó el último aguacero. La maestra cuenta que, después de 45 días de ocupación, las respuestas del municipio y la gobernación de Buenos Aires han sido la judicialización, las chicanas y la represión. "La parte del 20 de Julio está floja de papeles, hasta ahora en la causa nadie presentó documentos -detalla-. Hay solo algunos documentos de posesión y también denuncias por la venta fraudulenta que hizo el anterior intendente. La Gremial de Abogados está siguiendo el tema. Mientras tanto, el barrio se sigue organizando".

Los vecinos que cruzamos me cuentan que, en agosto, funcionarios estatales los engañaron con un falso censo. Tomaron datos y 533 quedaron imputados. En el medio hubo una mesa de diálogo con la intendenta de Presidente Perón, la peronista Blanca Cantero, representantes de la provincia gobernada por Axel Kicillof y los delegados del barrio. "No se avanzó en nada. Está la orden de desalojo. Hay mucho miedo", cierra Lorena. Algunas jornadas atrás, la Policía Bonaerense adelantó el peor desenlace: nueve vecinos fueron detenidos por entrar agua y maderas a la barriada.

"La policía nos verduguea, nos cagaron a palos. Es muy difícil la lucha", cuenta Alejandro, al tiempo que hunde sin descanso la pala en la tierra. El muchacho está armando una huerta: "Mañana le meto semillas, es buena, bien negrita, mire". Para el verano espera cosechar tomate, zapallo y mucha verdurita "para que coman los pibes en la olla popular".

En su parcela del barrio San Martín, Juan cava una zanja para que drene el agua acumulada. Desde su lote se ve el camión de la infantería que vigila el acceso al predio. Dice que tiene 23 años y es cartonero. La calle en cuarentena, asegura el muchacho ya canoso, está cada vez más difícil. Últimamente, no saca ni para los pañales de sus cuatro hijos: "Está re-duro. Mucha gente se metió en el cartón, hasta oficiales albañiles hay cartoneando. Estoy acá porque no puedo pagar un alquiler. Usted nos ve, pasamos frío, no tenemos baño, aguantamos como podemos; esta es nuestra realidad".

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La masiva toma de terrenos en Guernica desnudó una realidad histórica en la Argentina: la falta de acceso a la tierra y la vivienda. Según los guarismos oficiales y los registros del informe de la Confederación de Pymes Constructoras, con datos previos a la catastrófica pandemia, el déficit habitacional alcanza a 3,8 millones de familias, casi un tercio de la población del país. Alrededor de cinco millones de personas viven en 4.400 villas y asentamientos sin acceso a servicios básicos ni a la titularidad del suelo. Unos 1.800 de estos barrios postergados se encuentran en la provincia de Buenos Aires, más de 1.000 en el conurbano. Se calcula que en ellos habitan unas 400.000 familias.

"La zona sur, oeste y norte crecieron así. Por un lado está la urbanización informal, total o parcialmente fuera de la ley, y por otro específicamente lo que son las villas y los asentamientos. Si sacamos una cuenta grosera, hay estudios que explican que dos terceras partes del AMBA crecieron de manera informal. ¿Qué es la informalidad? Básicamente no contar con una tenencia de la tierra o de la vivienda que se asienta sobre ella, con los permisos, las escrituras y los planos. El tema de las villas y los asentamientos es una expresión espacial, que se cristaliza por dinámicas de diversa índole. La pobreza y la falta de acceso al trabajo terminan por favorecer a que se generen este tipo de formas urbanas", reflexiona Ricardo Apaolaza, doctor en Geografía egresado de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet.

En los claustros, el académico estudia desde hace años el diseño y la evolución de las políticas urbanas y del hábitat en asentamientos del Área Metropolitana de Buenos Aires. En el territorio, milita en el Frente de Organizaciones en Lucha (FOL). Para trazar una genealogía de la problemática habitacional, Apaolaza resalta que algunas de las primeras "villas modernas" surgieron en Estados Unidos después del crítico boom del desempleo y la pobreza que dejó el crac de 1929. Esos asentamientos irregulares eran llamados Hooverville, en referencia al mandatario estadounidense durante los primeros tiempos de la Gran Depresión, el ingeniero republicano Herbert Hoover. Migrantes transoceánicos, nuevos homeless y eternos crotos expulsados del sistema productivo se instalaban provisoriamente para capear la malaria en estos espacios más o menos céntricos de las grandes ciudades del gran país del norte. Chicago, Seattle, Saint Louis y hasta el Central Park de Nueva York tuvieron sus villas de emergencia.

En estas pampas, detalla Apaolaza, "la primera villa que se llega a reconocer es Villa Esperanza, la actual 31, que se genera a finales de 1930, cerca del puerto y las terminales ferroviarias. Con la lógica del locus transitorio, sus habitantes estaban un tiempo establecidos hasta que conseguían reinsertarse en el mercado laboral y habitacional formal".

El concepto de "villa miseria" fue creado por el periodista y escritor Bernardo Verbitsky, padre de Horacio. En su novela Villa miseria también es América narra las condiciones de vida en una barriada popular durante la Década Infame.

En los años 40 y 50, con el primer peronismo en el poder y las crecientes migraciones internas, se estableció más gente de la que salía. Pasaron los años y las barriadas nunca dejaron de crecer. "Con la dictadura se dio una regresión brutal del ingreso, la criminalización de la protesta y, en lo estrictamente urbano, los militares pusieron en práctica una vieja idea de Onganía de erradicar las villas -suma el geógrafo-. Videla, con el brazo ejecutor de Del Cioppo y Cacciatore, expulsa a 200.000 personas y literalmente las tira en el conurbano. Los cargaban en camiones y los dejaban en La Matanza, Florencio Varela, Solano. La gente se iba a lo de algún familiar o se metía adonde podía".

En 1977, la dictadura cívico-militar sacó la Ley 8.912, que cambiaba las reglas de juego a la hora de lotear, sumaba condicionamientos y cerraba definitivamente las puertas de acceso a la vivienda para los desclasados. En paralelo, descongelaron los alquileres: "Se armó una olla a presión que estalló en 1981. Gente más o menos organizada, capitaneada por un sector de la Iglesia, realiza la primera gran toma. Se la llamó Monte de los Curas y se dio en Solano. Un escenario parecido al que ves en Guernica. A diferencia de la villa, adonde van llegando de a poco y surgen los pasillos, con la toma se da algo distinto. Se busca urbanizar. Se marcan la plaza, las calles, el lugar para el comedor, para la escuela. Desde ese año hay pila de tomas. Con cada gran crisis, como la hiperinflación, el 2001 y ahora la pandemia, tenemos una nueva oleada. Como te dije, no es algo nuevo. Es histórico".

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Al final de La Lucha está La Esperanza, el comedor que pilotea Gladys. Nacida y criada en Lanús Este, tiene 49 años, cinco hijos y flor de polenta solidaria. "La mamé de mis viejos, que tenían un comedor para 300 personas en Monte Chingolo. En un barrio que se armó como este", dice Gladys, con un brillo beatífico en los ojos arrugados. Después me cuenta una historia que he escuchado en Guernica y escucharé otras veces: "Yo estaba alquilando en Claypole, pagaba 9.000 pesos. Cuido abuelos a domicilio, y con la pandemia me quedé sin trabajo. Sin plata para el alquiler, estuvimos en la calle. Nos enteramos de la toma y vinimos desde el día uno. Como verá, somos miles. Es feo tener que pelear para conseguir la tierra. Ojalá se pudiera hacer de otra forma, con el laburo. Pero nunca me alcanzó".

Gladys pica cebolla, corta tomates, prepara el tuco esta mañana gris de octubre. Setenta bocas se alimentan de la quemada olla que se calienta en una fogata frente a la casilla. "Hace 15 años que peleo por un pedazo de tierra. Me anoté en cien planes de vivienda, esperaba el llamado y nada. Hasta cuotas pagué una vez. Me estafaron. Siguen pasando los gobiernos, y nosotros en la misma, sin techo".

Carolina camina diez cuadras todas las mañanas para conseguir un poco de agua: "Nos da una vecina muy buena del Numancia. Hay otros que se aprovechan, empezaron a cobrar, hasta 100 pesos por bidón", tira la bronca la cocinera del barrio 20 de Julio. Después se acomoda el barbijo casero que la protege de la Covid. No deja de revolver con un palo el guiso de la olla popular. Pollo, cebolla y algo de calabaza: "Cada vecino pone lo que puede y también tenemos donaciones. A la tarde hacemos mate cocido y tortas fritas para los chicos".

Cuenta que es migrante paraguaya, oriunda de las rojas tierras de Encarnación. Se vino con su mamá cuando tenía diez años. Ahora anda por los 26. Fue doméstica y vendedora de ropa. Está sin una moneda. Sola cría a su hija Safira, que corretea un barrilete frente a la casilla. Hace unos días, cuenta Carolina, con alivio recibió la noticia de que se había postergado el desalojo: "Con lo puesto nos vinimos al terreno. Dormimos en una hamaca, cuando llueve nos gotea el nylon del techo. Nada tenemos, si nos sacan de acá, dónde vamos a ir".

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Desde mayo pasado, Andrés "El Cuervo" Larroque está al frente del Ministerio de Desarrollo de la Comunidad bonaerense. La cartera que conduce el histórico dirigente de La Cámpora enfrenta el desafío de dar respuestas a corto plazo ante el histórico problema habitacional y a la vez negociar soluciones urgentes para las familias de las masivas tomas que surgieron en plena pandemia. A principios de octubre, Larroque atiende el celular desde el territorio: "Sabemos que la provincia tiene un problema estructural y tiene que ver con un crecimiento demográfico que no fue claramente acompañado por políticas estatales de ampliación de la oferta habitacional durante mucho tiempo. Las crisis económicas que golpearon a la Argentina en general y al conurbano en particular generaron un déficit muy importante. ¿Cómo resolverlo? Con una fuerte inversión y la recuperación del rol del Estado en la construcción de viviendas sociales".

Políticas públicas que, por ahora, se materializaron en anuncios: un plan habitacional que proyecta la construcción de 33.000 viviendas en suelo bonaerense, la creación de 85.000 lotes con servicios, el aporte del Estado nacional con 6.000 casas más, la creación del registro de lotes estatales y otro de necesidades en materia de hábitat. "Entendemos que estamos empezando a resolver el problema. Y desde ya que la mejor política habitacional es la creación de empleo, porque el trabajo y la distribución del ingreso son los mejores desarrolladores habitacionales. Las tomas no son el camino, porque cuando el Estado tiene la vocación de dar respuesta, lo correcto y lógico es que esas demandas se canalicen por la vía institucional".

-Los vecinos de las tomas plantean que vienen de experiencias de desalojo, sin ingresos por la cuarentena, y que ocupar los terrenos es la única salida que les quedaba.

-Tenemos un plan de contingencia para resolver estas situaciones urgentes. En Guernica, por ejemplo, la mayoría, un 90% según el relevamiento que hizo el ministerio en septiembre, tuvo dificultades para pagar el alquiler, y los desalojos en los barrios populares son automáticos. También está el hacinamiento. Para resolver estos temas y lograr la desocupación voluntaria, damos subsidios para ampliar las casas de origen y otro para los que tienen dificultades para pagar el alquiler. Son políticas de transición hasta poder tener los lotes en condiciones.

-Hasta ahora solo un tercio aceptó esa salida. Muchos plantean que van a resistir el desalojo.

-Hay una situación de tensión con un sector de las organizaciones, que instalan entre los vecinos la idea de que la oferta es falsa, que se piden los datos para denunciarlos, una serie de cuestiones que no colaboran. Sabemos que la situación del desalojo es muy compleja. Son de las experiencias más tristes que se pueden vivir. Todas las partes tienen algo de razón. Quien es vulnerado en su derecho a la propiedad y las familias que, engañadas o de buena fe, para resolver su problema habitacional se suman a la toma. Estamos trabajando para lograr la desocupación voluntaria.

-Muchas veces, el foco de la propiedad de la tierra está puesto solo en las tomas y se deja de lado la discusión sobre los barrios cerrados asentados sobre terrenos en discusión. ¿Qué mirada tiene sobre ese tema?

-El problema de la regularización atraviesa a todos los sectores sociales, y claramente muchos barrios cerrados tampoco escapan a esas circunstancias. En ocasiones, la gente que vive en esos barrios paga el terreno de buena fe pero el predio no está regularizado. Son situaciones de engaño y estafa. Es un tema que también estamos trabajando con los registros, para lograr la regularización.

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En el barrio Los Ceibos, arrabal de González Catán, La Matanza, hay un monumento a la desidia estatal. Un predio repleto de esqueletos de ladrillo y cemento. Las casas que nunca fueron. "Una década tiene el plan de viviendas. Depende de Acumar y Nación, y la tierra es de la municipalidad de La Matanza. Solo entregaron algunas casas hace seis años. El resto quedó abandonado", explica Esteban, vocero vecinal. Agrega que a finales del pasado agosto, justo un mes después de la toma de Guernica, 300 familias entraron al predio ubicado a la altura del km 32 de la ruta 3. Hace casi dos meses habitan, como pueden, las viviendas truncas en el oeste del conurbano bonaerense.

Esteban construyó una casilla de madera, chapas y nylon marchito. Está erguida a pocos metros del arco de un potrero polvoriento. Sobre la base de cemento de una casita inexistente. "Por la cuarentena estamos sin un mango. No alcanza para pagar el alquiler -dice el muchacho, enfermero desocupado-, por eso entramos. Necesitábamos un techo".

Al recorrer el predio, recuerda que cuando era pibe el espacio era puro campo. Entraba con la gomera y los perros a cazar perdices: "Pero después vino el plan de viviendas y más tarde el abandono. Hasta hace poco, esto era una boca de lobo repleta de basura. Lo único que podías cazar eran las ratas. Los chorros se habían robado hasta los techos. Ni bien entramos, con los vecinos desmalezamos y limpiamos. Hace décadas que no se hacía."

Los hombres de verde de la Gendarmería custodian el predio. No dejan que los vecinos ingresen machimbre, chapas o colchones. "Acá la gente no quiere que se le regale nada -asegura Esteban-. Queremos un plan de pagos y terminar las casas. Somos albañiles, electricistas, pintores, plomeros. Podemos construir". Elevaron la voz en varias marchas. No tuvieron respuesta oficial.

María es la responsable del comedor Los Peques. La necesidad, dice, es demasiada: "Hay muchos chicos, como 700, también mayores y discapacitados". La doña confiesa que está jugada. Va a pelear para obtener un techo para sus seis hijos y siete nietos: "Nos notificaron, como si fuéramos delincuentes. Pero quiero saber dónde están los responsables de que las casas no estén terminadas".

Al fondo del barrio, Gabriel y su hijo Noah ven cómo pasan los días. Papá Gabriel tiene veintipocos y es albañil. Hasta la llegada de la peste, se ganaba el pan poniendo ladrillos en los countries de Ezeiza: "Gente que tiene tanto y nosotros nada". Antes de la toma, paraba en la casa de sus viejos: "Hacinados, vivíamos como 20, no había más lugar". Al despedirse, abraza fuerte a su crío y comparte un sueño: "A mí me gustaría tener plata y poder comprarme un terrenito. Una vez averigüé y me pedían dólares. Si cuesta conseguir una changa, decime de dónde voy a sacar un dólar".

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"Es interesante pensar que hay elementos de largo, mediano y cortísimo plazo que se conjugan para producir una nueva ola de tomas. En este momento, claramente la dificultad del acceso a recursos dinerarios de la población, con un 40% en la informalidad laboral, los cuatro años de empobrecimiento del macrismo y la crisis económica por la pandemia son determinantes. Las iniciativas estatales de contención resultaron insuficientes. Unos cuatro millones de hogares en el AMBA tienen problemas habitacionales", sostiene la socióloga María Maneiro. Es docente de la UBA, investigadora del Conicet y estudia desde hace dos décadas las luchas de los movimientos sociales por el derecho a la tierra y la vivienda. Se especializó en las experiencias que afloraron en el conurbano, principalmente en la zona sur. Contesta el celular en la localidad de Hudson, adonde vive.

-¿Podrías analizar la posición histórica que ha tenido el Estado frente a la ocupación de tierras?

-No ha habido una respuesta única en los últimos 40 años. Más bien han sido heterogéneas. La respuesta más común han sido los desalojos inmediatos en flagrancia, para no permitir la ocupación. Hay desigualdades según los municipios, con territorializaciones muy diversas. Por ejemplo, en Quilmes Oeste, muchos barrios surgieron por ocupación, y eso se replica en Lanús y Florencio Varela, en el segundo cordón del conurbano. Ahora esas experiencias se corren al tercer cordón, como es el caso de Guernica. Las ocupaciones masivas, organizadas, que perduran en los primeros días, son las que resultan más complejas de desalojar, por razones humanitarias. En estos momentos estamos viendo tensiones en el seno del Estado para abordar el tema.

-En tus trabajos, reflexionás sobre la experiencia de quienes participan en las tomas...

-Trabajamos con familias que estuvieron en tomas que luego se formalizaron, y otras que tuvieron que abandonar el terreno. Son tiempos durísimos, sin recursos. Aguantan una presión tremenda de diversas instituciones solicitando que se vayan. Vivir sin agua, sin casa, en carpas, con niños, todas las tomas son historias trágicas. En las tomas clásicas de Solano murieron 14 niños, lejos de la visión romántica que a veces se hace de un proceso de ocupación. En el caso de Guernica es novedoso el rol de las mujeres. Siempre han tenido protagonismo. Fueron la primera línea para evitar que las topadoras pasen por arriba. Lo novedoso es que en Guernica se articuló la experiencia con un lenguaje feminista de las nuevas olas. Escuchar a las madres decir que tenían que elegir si pagar el alquiler o darles de comer a los hijos marca la situación tremenda que están viviendo.

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En un rato se esperan lluvias en Guernica. Las nubes tiñen el cielo de color plomizo. Ariel y Victoria apuran el paso. Hay que llevar las donaciones hasta el comedor. Un colchón, bidones con detergente, bolsas de papa y cebolla, una caja repleta de zapatillas y ropa de segunda mano, pero primera necesidad. La morocha de los piercings milita en la agrupación Víctor Choque. Pese al "machirulismo", cuenta, por una votación a mano alzada fue elegida delegada del barrio. En las negociaciones con las autoridades del municipio y la gobernación, es la voz de los vecinos: "Desde la primera reunión, en la municipalidad nos basurearon, nos trataron de ignorantes, nos dijeron que fuéramos a laburar. Todo por reclamar un techo".

Un día, caminando por la delgada frontera que separa La Lucha de La Unión, Victoria tuvo una epifanía. "Venía escuchando las historias de los vecinos. Muchas madres solas, víctimas de violencia de género, familias enteras sin trabajo, abuelos que no tienen nada, pibes jóvenes con hijos. Esas son nuestras realidades. Nos dimos cuenta de que teníamos que organizarnos. Al principio de la toma era una lucha individual, por el pedazo de tierra de cada uno. Pero con las semanas, se transformó en colectiva. De ahí sacamos la fuerza", dice, segura, Victoria. Hace unos días, agrega, presentaron un plan de urbanización para los cuatro barrios, consensuado entre los vecinos y profesionales de la UBA y la Universidad de La Plata: "No lo tomaron en cuenta. La solución tiene que ser política. Los supuestos dueños no tienen papeles. Por eso no estamos usurpando nada, estamos recuperando un espacio que no es de nadie. ¿Por qué el country de acá al lado puede tener un lago para patos y los pobres no tenemos derecho a una casa?"

Ariel es pintor de brocha gorda. Me invita a conocer la casilla que levantó con sus manos: "La ves frágil, pero la puedo imaginar de acá a unos años. De ladrillo. Vamos a poner cloacas, agua corriente, por las calles van a pasar colectivos. Va a ser un barrio popular", pinta Ariel en voz alta el futuro deseado. Pero al toque vuelve al duro presente y dice que le da miedo el desalojo, "será pelear o volver a la calle". Después mira sereno el cielo negro que trae tormenta. A la espera de un oscuro día de justicia.

Crónica publicada en la Rolling Stone, por acá

domingo, 1 de noviembre de 2020

La vida es un bar(bijo)

 Los comercios y conventillos de la calle Olavarría madrugaron sin chistar. La mañana diáfana del martes tuvo un gustito especial en la plebeya República de La Boca. Después de una pesadilla pandémica que duró siete meses, despertó el Café Roma. “Fue durísimo, pero acá estamos de nuevo. Por nuestra historia, por el barrio, por los trabajadores y los parroquianos”, abre las puertas de su boliche Antonella Randazzo, tercera generación al frente del bar notable de la avenida Almirante Brown, esquina Olavarría.

Primero sanitiza y después invita un cortado donde entra la historia centenaria del Roma. En el 1900, hace memoria la chica, abrió en el arrabal proletario como fiambrería y despacho de bebidas. Para los ’50 se puso la pilcha de bar. En su salón apuró algún vermut Quinquela Martín, cantó Gardel y Cadícamo hasta le dedicó un poema, “El Morocho y el Oriental”, ese que dice: “En tus mesas escucharon / los reseros de Tablada / provocativas payadas / que a los tiros terminaron”.

“Primero mis abuelos, después mi viejo y mi tío. Ahora, justo en plena pandemia, nos hicimos cargo con mi hermana –dice Antonella–. No podía morir, sobre todo por lo que significa para el alma del barrio. La gente mayor viene y te cuenta historias. Recién un señor me comentó que sus abuelos llegaron a la Argentina en el mismo barco que mis bisabuelos. Somos familia y la vamos a pelear juntos”.

Roxana Gorostiaga, la moza, atendió tempranito a los primeros clientes y casi se le pianta un lagrimón: “Cuatro laburantes navales que se sientan a las 6:30 en la misma mesa hace 20 años. Nos conocemos de memoria. No hizo falta que les preguntara qué iban a tomar”. Charlas eternas, reuniones de laburo, negocios non sanctos, amores, separaciones. “Ves pasar la vida en el bar. Pensá que muchos clientes grandes acá matan su soledad. Con muchos cuidados, empezaron a salir un poco. Te aseguro que lo primero que hacen es venir al bar. Somos el único del barrio”. En la Boca, todos los caminos conducen al Roma.

Barracas al sur

Churrasco con puré, milanesas con fritas, sánguche de crudo y queso. “Minutas y café. Ni sushi, ni shawarma y menos pizza. Acá rescato la comida que hizo mi vieja toda la vida. Esa es la esencia, aunque rinda menos en estos tiempos fuleros. Es la tradición y me voy a morir con las botas puestas”, se presenta César Moreno, motor histórico de El Progreso, boliche que resiste la pandemia en la ochava de California y avenida Montes de Oca, sur de Barracas.

Los Moreno vinieron a hacerse la América en 1958. Encontraron el progreso a fuerza de trabajo en este bar parido poco antes, a principios de los ‘40: “Vivíamos toda la familia en la piecita del fondo. Este salón fue mi living, mi lugar de estudio, mi cocina, mi vida”, dice César y se recuerda andando en triciclo sobre el piso damero, entre las mesas, la barra de diez metros, el busto de Montes de Oca, la imponente boiserie. Después mira una vez más el mobiliario inmortal y vuelve al duro presente: “Si el 15 de marzo me decían lo que se venía, esto estaba cerrado hace rato. Lo aguantamos a fuerza de trabajo y porque tengo otros ingresos. Soy ingeniero y el bar me aguantó cuando estudiaba. Ahora lo tengo que bancar yo”.

En la cuarentena, Moreno y los cuatro escuderos que laburan en El Progreso ensayaron mil y un rebusques: “La entrega a domicilio, la barra improvisada en la puerta, pero no es lo mismo. Pasaban los clientes y me decían que querían entrar y tomarse un feca. Ahora abrimos el salón, con capacidad limitada. El parroquiano necesita volver al bar. Un café te lo podés tomar en un kiosco, en el supermercado, en tu casa. Pero ahí no podés tomarte el ambiente del bar”.

Pablito Coria es el hombre orquesta del local. Es bachero, barman, mozo, también ahora el encargado de pedalear para repartir las comandas. El salón, bromea, se agrandó hasta Suárez, la avenida Patricios, Martín García y más allá: “Le ponemos el hombro. Ahora estamos normalizando. Con barbijo y alcohol, a full”.

Parque Lezama

La merienda es fija en el Británico, el bar empotrado donde se besan Brasil, Defensa y el Parque Lezama. “Mirá esta pastafrola, la torta de ricota, los panes caseros. Con la pandemia, le tuvimos que meter a la pastelería y panadería al paso. Mucha comida. En la época vieja del bar, cuando lo manejaban los gallegos, el Británico era lugar más de escabio”. No se equivoca Norberto, responsable del sempiterno boliche de San Telmo, cuando evoca la fama etílica de su salón. Enrique Symns, el Indio Solari y otros artilleros mataron la sed en sus mesas. Las mismas donde Sabato escribió Sobre héroes y tumbas.

Con 92 años de historia sobre sus espaldas, tantas veces mataron al Británico. Sin embargo sigue aquí, en plena pandemia, resucitando: “Veníamos baqueteados de cuatro años muy malos, pero esta fue la gota que rebalsó el vaso. No te podés hacer una idea de la cantidad de colegas que cerraron. El microcentro es un desierto, parece el fondo de La Matanza. Nosotros zafamos gracias a la hinchada del bar”. Los parroquianos que, con la ñata contra el vidrio, preguntaban cuándo abrían, hicieron el aguante pidiendo el almuerzo a domicilio o rescatando un cortadito al paso para tomar en los bancos del parque. “Dentro de toda esta mierda del virus –cierra Norberto–, valorás lo que significa el bar. Un espacio que les da laburo a 12 personas. Un refugio para todos los vecinos”.

La del estribo

La trinchera bohemia del Varela Varelita, en Paraguay y Scalabrini Ortiz, está en una frontera difusa, donde Palermo no es ni Soho, ni Hollywood, ni Queens. Sigue siendo Viejo a secas. El boliche integra la lista de los 86 bares notables porteños que resisten estoicos sin bajar las banderas ni las persianas. “Estoy desde el ’92, arranqué como mozo y ahora tengo una parte del bar. Pasé por todas: devaluaciones, 2001, pero nada como este escenario. Fue ir a cero, muy duro. Sobrevivimos por el paliativo del ATP y la mano solidaria de los clientes. Seguimos de pie, no es poca cosa”, explica Javier Giménez mientras desinfecta una mesa a punta de rociador.

Desde el lunes pasado, la fiel clientela del Varela hizo su regreso triunfal al salón. Los protege el estricto protocolo con aforo reducido y un retrato del fallecido Héctor Libertella, parroquiano perpetuo del bar. Esta tarde, ya casi noche, otros tres escritores, Osvaldo Baigorria, Ricardo Strafacce y Ariel Idez –jugosos lomitos, generosas empanadas de cebolla morada y algún brebaje de por medio– arreglan el mundo perdido desde la mesa central.

“Te digo que en pandemia, el bar es más que nunca como un psicólogo. Compartimos penas, alegrías. Y la sesión cuesta 80 mangos, un café”, arriesga al paso Gustavo, el hijo mozo de Javier. Este año el Varela cumple 70. “Queríamos hacer la fiesta, pero por razones obvias quedó para más adelante. Igualmente hicimos vivos de Instagram, para mantener el contacto con los clientes. Se cantó, se recitó poesía, la fiesta fue virtual”.

Homero se baja el tapabocas y bebe con parsimonia su Campari. Es el primero que disfruta acodado en la barra en la inestable nueva normalidad: “Siete meses me lo tomé en la puerta, querido. Es un ritual que para mí ya tiene 21 años de historia en el Varela. El médico me dijo que con un vasito por día ando bárbaro. Con la peste dando vueltas, tengo algo de miedo, pero me cuido”. El brindis final, a la distancia, es por la vacuna. ¡Salud!  «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá