“Selva, noche, luna / pena en el yerbal. / El silencio vibra en la soledad / y el latir del monte quiebra la quietud / con el canto triste del pobre mensú”, cuenta Ramón Ayala en el “El mensú”, poema-canción-retrato de la vida desdichada del peón rural que sobrevive a duras penas en las rojas tierras de Misiones. El término “mensú” viene de mensual o mensualero. Se llama así a los jornaleros misioneros, correntinos, paraguayos y venidos de ultramar que eran –aún lo son- oprimidos por los terratenientes en las plantaciones de yerba mate, en los obrajes y otros colorados infiernos de la verde selva mesopotámica.
El pionero en denunciar la
explotación que sufrían estos hombres y mujeres fue el escritor ácrata Rafael
Barrett en esa obra máxima de la crónica clásica latinoamericana titulada con
justeza Lo que son los yerbales (1910).
Desde la ficción, lo siguió Horacio Quiroga con su cuento “Los mensú”, incluido
en el clásico sempiterno Cuentos de amor,
de locura y de muerte (1918). La santísima trinidad del denuncialismo lírico
que hizo foco en esta población siempre olvidada la completa el poeta, escritor
y novelista Alfredo Varela, más recordado por su popular novela Río oscuro (adaptada al cine en Las aguas bajan turbias), menos por sus luminosas
crónicas misioneras, publicadas en 1941 en la revista Ahora y el diario La Hora,
órgano oficial del Partido Comunista Argentino.
A principios de ese año, el
joven periodista emprendió un viaje al noreste que le cambió la vida. Cuentan
que poco antes, en la casa de Álvaro Yunque, Varela había conocido a Marcos Kaner, un
anarquista agitador que había trabajado como mensú. El relato de las luchas de
este líder sindical de los peones cautivó el espíritu andariego y
reivindicativo de Varelita, que viaja a Misiones –todavía territorio nacional-
para narra in situ la explotación
en esos pagos.
A 80 años de la
excursión, Omnívora Editora acaba de publicar ¡También en la Argentina hay
esclavos blancos! Es un volumen ideado, compilado y prologado por el
sociólogo Guillermo Korn y el historiador Javier Trímboli que reúne todas las
crónicas misioneras. Rescata también del olvido el folleto “La masacre de
Oberá”, un texto que reconstruye la represión estatal que sufrieron en 1936 los
laburantes rurales en esa ciudad pujante del Alto Paraná, con un número de
muertos y desaparecidos jamás esclarecido. Un hecho que Varela ata a la Semana
Trágica y a los asesinatos masivos en la Patagonia y La Forestal. Por último,
pero no menos importante, el libro además incluye ilustraciones alucinantes de
Delfina Estrada y Victoria Volpini.
“‘Che, cebame unos
mates’. ¡Cuántas veces al día se pronunciará en la Argentina! Millones, quizá.
Es que somos un pueblo matero. Nos gusta sorber el verdoso líquido, hasta
arrancarle un rezongo, en todo momento. A la madrugada, antes de almorzar, a la
tardecita. Pero nunca se nos ocurrió pensar que lo que nos llega por la tibia
bombilla es en realidad el sudor y la sangre de muchas generaciones de hombres
anónimos de piel oscura y brazos musculosos”, suelta amarras Varela al inicio
del libro, para meterse selva adentro y así narrar las desgracias del mensú en
los yerbales alfombrados de sangre y huesos de obrero. Pero también, las
resistencias, las grandes protestas de las mensusadas que exigen su derecho a
una vida mejor.
Al detalle Varela
retrata los oficios en el infierno verde: el tarefero que corta y quiebra la
hoja, el urú a cargo del secado en la barbacuá, el hachero, el carrero y el
jangadero de la producción maderera. Los une la miseria y la explotación
extrema. “El criollo yerbatero, con fama de haragán, trabaja 16 horas por día”.
Ganan moneditas. O ni eso: los patrones les pagan con vales que deben canjear
por mercadería en las proveedurías de los mismos explotadores. Los Herrera
Vegas, los Gramajo, los Martín, auténticos señores de horca, cuchillo y el látigo
cruel del capanga. Familias de estrecha y próspera alianza con la policía, los
jueces y los políticos de turno.
En una de sus
expediciones, Varela llega a San Ignacio y conoce el sindicato de trabajadores
agrícolas. La sede es un ranchito muy modesto. A la casita de techo de paja
peregrinan desde tierra adentro hombres, mujeres y gurises de gastadas
alpargatas, bombachas ‘archiusadas’ y sonrisas pálidas. Discuten de política y
bailan polkas. Algún sapucai salvaje suena como grito de lucha contra los
explotadores. Al cierre de la crónica, Varela los despide: “Hospitalidad
abierta, franca, la de estos trabajadores sencillos y dignos que, avergonzándose
de no poder ofrecer otra cosa, brindan al amigo su pobre rancho, el mate
cordial, el yopará humilde, y su mano grande, ruda y ajetreada, como su
vida.”
Publicada en Tiempo Argentino, por acá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario