domingo, 24 de marzo de 2019

Bienvenidos al tren

¿Importa el tamaño? Para los socios del Círculo Ferromodelista Oeste, seguro que no. No obstante, su devoción por los trencitos a escala es proporcional a las moles de metal que surcan las vías del Sarmiento, a pocas cuadras del local que les da reparo en Flores. En la calle Condarco al 500, unos 20 caballeros de cuarenta y pico para arriba se dan cita religiosamente tres veces por semana para rendir culto al diminuto material rodante, uno de los pasatiempos más apasionantes y cotizados.
"El asunto del tamaño es una lucha eterna que tenemos con los terapeutas –explica Guillermo Molina, miembro histórico de la institución–. Nos dicen que queremos ser como Gulliver, por esto de pretender manejar el destino de todos esos trenes y personas que aparecen en la maqueta. De algún modo, somos los creadores de un mundo nuevo".

Guillermo detalla que la génesis de su fidelidad ferromodelista le viene de su primera infancia, cuando su papá le obsequió una locomotora a vapor, tres vagoncitos y unos pocos metros de rieles, forjados con precisión de relojería por la casa alemana Marklin, palabra mayor con 160 años de historia en el gremio. Aquella formación se mareó sin cesar más de diez años en el óvalo del living de los Molina. Cuando alcanzó la mayoría de edad, el muchacho pudo ampliar las fronteras para su convoy con recurrentes visitas a locales especializados del centro porteño. El intercambio de conocimientos con otros fieles y las compras en el extranjero llevaron los confines mucho más allá. "Esto tiene un difuso límite entre la triple frontera del juego, el hobby y el coleccionismo. Y además el club te hace conocer gente que está en la misma y surge la amistad". La hermandad de los rieles.
El club es un espacio democrático, donde no se discrimina al prójimo por la cantidad y calidad de las piezas que atesora o sus pergaminos en el rubro: "Venimos a entretenernos, a laburar en las maquetas, que están en evolución permanente, y sobre todo a ver correr los trenes", aclara Guillermo. La construcción es colectiva: se nutre de los módulos que aportan los socios y de su mano de obra de fina factura artesanal. Pintura, carpintería, herrería, electricidad y hasta la pesquisa histórica son disciplinas que hacen florecer los pequeños paisajes.
"Es como hacer una película. Aunque todo parece fijo, para mi cabeza está en movimiento. Mire ese puente y el río que corre, con el pescador esperando que pique algo. Sí, también somos paisajistas", revela Jorge Somaschini, técnico electrónico por profesión, maquetista por elección. Heredó de su papá el oficio de hacedor de micromundos: "Tuve suerte, mi viejo me armó una maqueta de dos metros, con túneles, montañas, una pinturita". Su exploración estética es hiperrealista. Y la tecnología le da una mano en su cruzada: "Todo ha avanzado muchísimo. Desde la locomotora con sonido hasta los ronquidos que se escuchan en el vagón dormitorio. Se pueden construir escenas: los pasajeros almorzando en el comedor o el cazador disparándole a un ciervo y el destello del arma justo cuando pasa el tren. Un grado de realismo absoluto. Es nuestra búsqueda: imitar el mundo que nos rodea".
Nostalgias
El club surgió a principios de los '90, años oscuros en que los ferrocarriles comenzaron a recorrer el camino inverso al progreso que había marcado su historia en el país. La máxima menemista "ramal que para, ramal que cierra" fue el golpe de nocaut para los trenes nacionales. Quedaron en Pampa y la vía. "Los pueblos del interior que vivían a la vera del tren, las cosechas rumbo al puerto, todo eso dejaba de existir. Más allá del hobby, el club rinde homenaje a esas formaciones", asegura el tesorero Raúl Guzmán, con un tono crítico que remeda a otro gran ferrófilo, su tocayo Scalabrini Ortiz.
Esta tarde, Martín hace correr una locomotora Alstom, la primera diesel que tuvo la línea Roca. El lustroso bólido acarrea sin transpirar unos vagones ganaderos. "Los hice cuando tenía diez años, hace más de treinta. Cada varilla está cortada y pintada a mano. Les tengo mucho cariño, los vi nacer". El paciente modelista explica que a los pibes de ahora les cuesta engancharse: "Ponen un simulador y ya está". Aunque aprovecha la digitalización, la vieja escuela no arría la bandera analógica. 
Enrique picó el boleto del modelismo en 1963. El hobby, dice, le permite disfrutar un viaje mental al escenario añorado. Fija la mirada nostálgica en los rieles y regresa a su patria de la infancia: "Hurlingham, tomando la merienda con mis viejos bajo unos eucaliptus, junto a las vías. Pasa el San Martín, con sus vagones de madera gastada. El humo, el silbato, tantos recuerdos... El tren era importante y ser ferroviario, un orgullo".
Próxima estación...
Frank Sinatra, Rod Stewart y, en estos pagos, Daniel Scioli, son las figuras públicas que, comentan los asociados, pudieron materializar maquetas faraónicas sin escatimar billetes. El ferromodelismo es un hobby caro, pero no elitista: "En estas épocas de dólar por las nubes se complica acceder al material importado, pero qué es caro y qué es barato en esta vida –se pregunta Molina–. Cuatro stents son caros. ¿Qué precio se le pone a lo que te hace feliz?". Para algunos socios, el límite implica comprar un departamento para acomodar las maquetas. Cuentan que un conocido del club salió del banco con un crédito para comprar un auto pero descarriló antes de llegar a la concesionaria. Se la patinó en trencitos.
Antes de que caiga la noche tropical sobre Flores, los muchachos brindan con una cervecita helada. En la maqueta, una locomotora bufa y anuncia su próxima partida. Un pequeño gigante cansado por los años de traqueteo. Todos a bordo. ¡Bienvenidos al tren! 
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

viernes, 8 de marzo de 2019

Basquiat, el pibe radiante

La historia habla de un pibe negro de raíces haitiano-puertorriqueñas que prácticamente se crió en los barrios marginales de Nueva York. Un chico que vagabundeaba con sus despeinadas rastas a cuestas por el sórdido Soho a finales de los ’70 y principio de los ’80 -cuando los yuppies se mudaron a los suburbios de la Gran Manzana y las calles se volvieron “peligrosas”-. un adolescente que tatuaba las paredes del East Village con grafitis antisistema. Un artista cachorro que empezó a pintar de manera autodidacta y que fue “descubierto” por galeristas ávidos de “sangre joven”. Un hambriento muchacho de suburbio devenido en millonario y nuevo enfant terribledel arte moderno. Un pintor luminoso que vivió rápido y murió joven, demasiado joven. Esta acelerada biografía de Jean-Michel Basquiat evoca parte de su curriculum pero nada nos dice del secreto de su arte o, como afirma el escritor británico John Berger, sobre “la fascinante forma que tenía para desenmascarar las mentiras que nos rodean”.
La vertiginosa vida de Basquiat, su meteórico salto a la fama y su temprana muerte a los 27 años -otro miembro del club- fueron factores ideales para convertirlo en un auténtico mito del genio malogrado. Sin embargo, como explica el crítico Leonhard Emmerling en el prólogo de la exquisita biografía visual Basquiat (Taschen), más allá del vacío arquetipo del héroe marginal, este grafitero de suburbio fue el primer artista negro que quebró el siempre latente racismo del mundillo del arte moderno y logró fusionar las esferas de la cultura de élite y la popular, una experiencia que ya había comenzado a desandar Andy Warhol (mentor y compinche de Basquiat) desde las trincheras del Pop Art.
Busco mi destino
Ni parques de diversiones ni calecitas. Cuentan que Matilde Andrades, la mamá de Basquiat, solía llevarlo a los museos de Nueva York desde que el pequeño Jean-Michel comenzó a gatear. A los seis años, Basquiat ya tenía sus abonos para perderse en los salones del Museo de Brooklyn, del Metropolitan y el MOMA. Allí conoció los trazos abstractos de Kline, la pintura de acción de Pollock, las caligrafías de Cy Twombly y se deslumbró ante el Guernica de Picasso. También cuentan que al mismo tiempo, se fascinaba con las leyendas populares que le narraba su abuela haitiana Flora (a quien años después le dedicó su luminosa obra Abuelita).
Listo y algo precoz, el joven Basquiat dejó los estudios formales y la casa materna a los 15 años y decidió embarcarse en un postgrado acelerado en la universidad de la calle. “Desde que tenía 17 años, siempre pensé que sería una estrella. Pensaba en todos mis héroes: Miles Davis, Jimi Hendrix, Janis Joplin. Tengo una visión romántica de cómo la gente se ha hecho famosa”, confesaba en una entrevista a mediados de la década de 1980. Basquiat pasó varios años como un nómade urbano: sobrevivía vendiendo postales caseras con sus ilustraciones y durmiendo en callejones.
A finales de los años setenta, pateando las barriadas del Soho y el East Village conoció al grafitero Al Díaz, con quien comenzó a pintar las paredes de la Gran Manzana con tatuajes contestatarios, firmándolas con el acrónimo SAMO (SAMe Old shit –“siempre la misma mierda”-). “SAMO es una nueva forma de arte, SAMO como el fin del lavado de cerebros, nada de política y falsa filosofía. SAMO es una cláusula de escape. SAMO como alternativa al arte como juego con la secta del radical chic”, se podía leer durante aquellos años en alguna pared cerca del puente de Brooklyn o de la galería Mary Boone. 
El proyecto SAMO arremetía contra la hipocresía del materialismo y caricaturizaba los valores y creencias de la sociedad estadounidense. Basquiat no renunciaba a ofender a todos aquellos cuya atención quería despertar con sus grafitis, y como bien afirma Emmerling en la biografía, “esas personas paradójicamente eran las mismas que se paseaban por la zona de galerías en descapotables con la cartera llena de dólares de papá, las que quedaban fascinadas por el radical chic de la llamada ‘vanguardia’ y las que más tarde utilizarían al propio artista como decorado de su estilo de vida”.
De mendigo a millonario
En 1980, una pintada advertía a los siempre despistados neoyorquinos: “SAMO está muerto”. Luego de una traumática separación de su compinche Al Díaz, Basquiat decidió alejarse de la escena grafiti y comenzó a pintar. ¿Su primera exposición? El Times Square Show, una muestra que tuvo lugar en un andrajoso almacén abandonado donde se expusieron obras hechas por artistas punks y raperos. Basquiat dispuso de una pared. Su obra causó sensación.
Un año después, en la mítica exhibición New York/New Wave, Basquiat desplegó 15 obras que comenzaron a mostrar su característica frialdad y austeridad gráfica y su fascinación por rescatar malogrados héroes populares estadounidense como el boxeador Joe Luis, el beisbolista Jackie Robinson y Charlie Parker. Sus obras combinaban las visiones callejeras con las imágenes de la cultura vudú, la denuncia del racismo estadounidense con la crítica al triunfo de la sociedad de consumo, el grafiti neoyorquino con la tradición pictórica europea. Aquella muestra marcó el comienzo del éxito de Basquiat y los marchantes siempre ávidos de “sangre joven” comenzaron a pagar miles de dólares por sus cuadros. De la noche a la mañana, el East Village neoyorquino se convertía en la meca de los coleccionistas de arte y en un suspiro Basquiat se transformó en el primer artista afroamericano que ascendió al Olimpo, ahora definido por los precios de las obras, de las estrellas internacionales de la pintura.
Después vinieron las muestras individuales en las principales galerías de Europa y los Estados Unidos; los viajes por África y el Caribe para explorar sus raíces; los trabajos a cuatro manos junto a su admirado Andy Warhol (Basquiat se vanagloriaba de que había logrado que el rey del Pop Art volviera a tomar los pinceles luego de 20 años de ostracismo); los superficiales agasajos en las portadas de TimeNewsweekVanity FairVogue y el New York Times; y unas desenfrenadas jornadas de trabajo y excesos que parecían sacadas de una novela de Bret Easton Ellis. Su luz se extinguió demasiado rápido: una sobredosis la apagó de un soplido en agosto de 1988.

En los últimos años, las obras de Basquiat alcanzaron precios pantagruélicos. En 2017, su inquietante cabeza negra sin título se vendió por 110,5 millones de dólares. Así se sumó al exclusivo club que integran Warhol, Jasper Johns, Francis Bacon, Pollock y su admirado Picasso.
Al cierre de la biografía, Emmerling recuerda que en la obra Charles The First, Basquiat garabateó una frase premonitoria que anticipó su final: “La mayoría de los reyes jóvenes mueren decapitados”.  A más de tres décadas de su muerte, en algunas paredes del ahora cheto Soho todavía siguen apareciendo pintadas que rezan “SAMO no murió”.
Publicada en Tiempo Argentino, por acá

lunes, 4 de marzo de 2019

Si lo sabe cante

El insoportable canto metálico de las chicharras no altera al jilguerista Víctor Suárez. Tampoco los 30° de térmica que regala la mañana. Como buen director técnico, Suárez destila un mesurado optimismo sobre el talento melódico de su pupilo: "Un amarillo con cierre que me regaló un amigo hace dos años. Se llama Forastero, ahora lo tengo guardado en el auto, está concentrando. Es nuevito, su segunda competencia es. Hay que cuidarle la voz", confía el caballero y se toma un mate amargo. En un rato, el pichón de Pavarotti cantará ante un modesto pero exigente auditorio: "Ayer a la tarde tenía algo de nervios, ahora nada. La adrenalina en serio empieza cuando vas a colgar el pajarito en el palo".
Suárez es uno de los tantos entusiastas del bel canto del jilguero, que se arriman este domingo hasta el predio Virgen Gaucha para celebrar un nuevo encuentro de la Federación Bonaerense de Jilguericultura (FEBOJIL) de la Zona Oeste. Llegó a Luján desde Chacabuco, otro punto cardinal del gremio, acompañado por su compadre Ricardo González. Desde muy pibes comparten el fanatismo. "Era como un hobby, salir a cazar al campo con los amigos. Ahora es otra cosa: estoy siempre buscando el jilguero para competir. Ya tengo el oído afinado", dice González.
El hombre disfruta en su casa del canturreo de tres ejemplares. Pero para la competencia, no tiene dudas, trae siempre al Loco. "Es el que de verdad anda en el palo. Un pájaro que, apenas lo colgás, sale rápido. Igualmente hay que saberlo llevar. Sacarlo a varear –es decir, pasearlo– todas las mañanas y las tardes, que vea la naturaleza y se estimule. Esto tiene toda una disciplina".
Su colega Suárez tuvo varios canarios, algunos cabecitas y otros cantantes emplumados, pero asegura que la voz del jilguero no se iguala. "Algunos cantan con mucha fuerza, y entran en la competencia de repique. Son muy 'panzados' y buscan las notas. Hay otros que lo hacen muy suave, como una sinfonía de Beethoven o Vivaldi". Es correcta la analogía. El maestro veneciano dedicó el concierto Il Gardellino a la sublime voz del jilguero.
Todo un palo
Fernando Russo es un auténtico hombre orquesta. Recibe a los parroquianos, da una mano en la inscripción, vende rifas, enciende el fueguito para los chorizos, organiza la asamblea de los asociados y hasta se da tiempo para echar luz sobre la esencia de la jilguericultura: "Es muy simple: sólo se trata de escuchar. Poner el pajarito en el fondo de casa, debajo de un árbol, cebar unos buenos mates, relajarse y abrir el oído".
Hace 25 años, Russo andaba medio bajoneado. En esos días, y para levantarle al ánimo, un amigo le regaló un jilguerito radiante y le advirtió: "Esto te va a cambiar la vida. Si te gusta, no te vas a separar nunca más". Tenía razón. Russo revivió como el ave Fénix. Hoy tiene tres pajaritos, que ya son parte de la familia. No los deja solos ni de noche ni de día, hasta se los lleva de vacaciones.
Su educación sentimental hasta llegar hace seis años a la fundación de la seccional oeste de la FEBOJIL, incluyó pesquisas en Internet, visitas fijas a los encuentros de aficionados y la sabia escucha de los casetes que se comercializaban en los torneos: obras cumbres forjadas en TDK que inmortalizaban las voces más destacadas del parnaso nacional. Con una estrella rutilante: el Jíbaro, un pájaro que voló alto en los '80 y ganó mil y un torneos. Todavía son recordadas sus batallas nota a nota contra el Cerveza, su archirrival. "Era Gardel, el pájaro que todos soñamos, el que buscamos pero que nunca encontramos", resume Russo.
Luego, analiza al detalle la voz del Sicalis flaveola pelzelni, la especie de estos pagos: "Es diferente a todos. Le doy un ejemplo: si está hablando por teléfono de línea, usted de fondo puede escuchar una paloma, un bicho feo, pero nunca a un jilguero. Sus agudos son tan penetrantes que no se llegan a captar". Para el especialista, cada jilguero es un mundo, ya sea por su voz o su plumaje. Los ejemplares entonan tres notas básicas: prio, golpeo y repique. "La primera es la del pollo: pia, pia, pia, con sus variantes: pausado, marcado y fuerte. El golpeo es más de fuerza. La nota vedette es el repique, un agudo extendido, que no lo hago porque se va a reír. Un sonido largo y sostenido, que no flamee".
En las competencias, los pingos se ven en el palo, donde los aficionados cuelgan la jaula con el intérprete encerrado en el centro de una suerte de cuadrilátero. El ave tiene cinco minutos para dar rienda suelta a su arte. Hay dos categorías, amarillo –pájaro adulto que ya replumó– con cierre y sin cierre, que es un canto especial. Desde un rincón, el dueño alienta mordiéndose la lengua. Desde el otro, el jurado anota en una planilla los puntos altos y bajos de la performance: claridad, caudal de la voz y entonación. La justicia aquí no es ciega, pero tiene oído absoluto. El público acompaña con un silencio monacal, salvo algún susurro para reconocer al solista.
Desde hace algún tiempo, los encuentros reciben críticas de las asociaciones protectoras. "Alguna gente ve mal esta disciplina, pero queremos destacar que es una actividad controlada por el Estado, que garantiza el buen trato. Nosotros los llevamos al veterinario, hay tratamientos preventivos de parásitos y vitaminas. Con los agrotóxicos, un jilguero suelto puede vivir dos o tres años. Con nuestros cuidados, más de diez". Más allá de las buenas prácticas, los cantos de protesta se escuchan con más fuerza. "Al que tiene prejuicios le digo que se acerque –invita Russo antes de que empiece a sonar la música para sus oídos–. Esto es una pasión sana, familiar, cultura de la provincia de Buenos Aires".
Pipí cucú
Bajo un ceibo, como en trance, Daniel Valerio se deja llevar por las dulces melodías que flotan en el aire. El canto del pajarito dorado es su pasión. "Las mañanas son sagradas. Siempre me acomodo los horarios para escuchar a los bichos. Si tengo que llegar un poco más tarde al trabajo, no me importa. Es mi momento para disfrutar", cuenta este pintor de brocha gorda, presidente de la federación de Rojas. En la perrera –la caja para transporte–, espera su debut Franquito, jilguero joven y corajudo: "Le hablé mucho en la semana, le dije lo bien que estaba cantando. No se crea que estoy loco. También le abro la jaula, y él se va a bañar a la canilla que gotea y después vuelve solito a su casa".
Al alba, Matías Delgado le rezó a la virgencita de Luján que lleva tatuada en el antebrazo. Le hizo un pedido: "A ver si me daba una mano con el canto del Sacrificio, mi jilguerito con cierre", cuenta el pibe de 26 años, llegado al palo por los sabios consejos de su abuelo. Pero en enero no hay milagros. El Sacri dedicó los cinco minutos a otear el cielo diáfano. No dijo ni pío.
Con 60 años de aficionado, Osvaldo Aboy tiene más aventuras que el Pájaro Loco. Mientras da vuelta los choris, saca pecho y rememora su momento de gloria: "Año setenta y pico, en Barrio Seré, Castelar. Gané con el Gauchito, un jilguero que había levantado en Navarro. Enfrente tenía cantantes con remolino, estridentes, bochincheros. Pero el Gaucho era prolijo, del primer al último minuto te dejaba con la boca abierta". Si cierra los ojos y afina el oído, confiesa Aboy, todavía lo puede escuchar.
Miriam Rivelli es de las pocas mujeres que participan en las competencias. Es la presidenta de la FEBOJIL y esposa de Russo. Mientras los caballeros escuchan embelesados las finales, la dama ensaya una reflexión sobre la platea masculina: "Cuando arranca el jilguero, quedan todos embobados. Hace unos años, en una competencia en Ciudadela, durante una ronda apareció una mujer lindísima, un tremendo gato, y ninguno se dio vuelta para mirarla. Imaginate cien hombres hipnotizados". Como por el canto de las sirenas. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá

Un Illimani en Flores

Será cuestión de fe. “Si puede mover montañas, cómo no me va a ayudar a bailar cuatro horas seguidas”, arriesga Omar Mercado, devoto. Desde el centro de la pista tira unas pataditas al aire junto a otros danzarines, mientras todos hacen sonar los cascabeles que llevan zurcidos en sus pesadas botas. La inmaculada figura de la virgen del Socavón de Oruro no los deja solos, ni de noche ni de día. Es el faro que alumbra el ensayo de la fraternidad: “Algunos bailan para aparentar, otros simplemente para divertirse. Pero los caporales lo hacemos por devoción a la mamita de la mina”. Mercado no tiene dudas: la danza también puede ser una experiencia religiosa.
El joven chuquisaqueño es uno de los padres fundadores del Bloque Sambos Caporales Buenos Aires, filial local de la casa matriz orureña, una de las fraternidades de bailarines más populares de Bolivia. La génesis del proyecto se dio hace seis años. La nostalgia por el pago y la pasión por el rico folklore altiplánico reunió a una docena de entusiastas migrantes. La virgen fue el motor. Las ganas de difundir su cultura, el combustible. “Había grupos que se identificaban con la virgen de Copacabana–cuenta–, otros con la de Urkupiña… pero nosotros elegimos a la patrona de los mineros”. Con la merced de la virgencita que reina en las entrañas de los trepanados cerros y se enfrenta al Tío, endiablada deidad de las profundidades, se especializaron en la danza caporal y comenzaron a ensayar a mitad de 2014. En pocos años sumaron medio centenar de voluntades al proyecto: migrantes bolivianos, peruanos, salteños, jujeños y también algunos porteños que disfrutan moviendo el esqueleto al ritmo de bombos, platillos y trompetas.
Mercado es un eximio bailarín y estudiante atento del folklore latinoamericano. Puede dar clases magistrales sobre los secretos de las danzas bolivianas: “No sabe, hay muchísimas. Han sido una de las estrategias de los originarios para mantener vivos sus rituales. Los festejos son espacios donde triunfa la cultura popular, evitando la censura de las élites”.
El caporal es una danza relativamente joven, que lleva en su ADN parte de esa historia, hibridada con la cultura urbana. Nació en los años 70 por iniciativa de los hermanos Estrada Pacheco, dos músicos del bohemio barrio de Chijini, en La Paz: “En poco tiempo se hizo masiva y hoy en día dice presente en todas las fiestas, incluso ha traspasado las fronteras y es moda en Chile, Perú y el norte argentino”, explica Mercado, mientras coordina las piruetas de sus compañeros. El ritmo toma influencias de la cultura afroboliviana, con la saya y el tundiqui como referencias ineludibles: “La figura del caporal está inspirada en el capataz. Satiriza al traidor, que maltrataba a los esclavos con el chicote y vestía elegantes ropas que le daba el patrón”. El baile cobija, en términos borgeanos, el tema del traidor y del héroe.
En la sala de ensayo se escucha una vez más el ensordecedor repiqueteo de los cascabeles. Traen al presente las cadenas que padecieron aquellos anónimos esclavos. “De alguna manera –cierra Mercado– bailamos para recordar el sufrimiento de aquellos hombres y mujeres”. Los caporales danzan cuerpo a cuerpo con la historia silenciada. Un baile con buena memoria.
Amor de carnaval
Sombrero borsalino, largas trenzas, chaqueta rosa Dior adornada con lentejuelas, minifalda al tono y taquitos haciendo juego. Vanesa, Ximena, Marytza y Shirley hacen gala de su elegancia chola, poco antes de incorporarse al ensayo. “Los trajes se mandan a hacer a La Paz –explica Marytza–, pueden costar hasta 400 dólares”. Lejos de París y Milán, la alta costura boliviana domina el rubro. Año a año, cuentan las damas, cambian los diseños. La fiesta del Señor de Gran Poder y el Carnaval de Oruro son las pasarelas a cielo abierto que anticipan las tendencias de la temporada. En la tendencia de este año predominan las tonalidades pastel y se dieron los regresos triunfales del encaje y las transparencias en las mangas. “Los sastres paceños son muy profesionales, pero en época de fiestas se les pueden escapar detalles –resalta Marytza–. Por ahí llega el vestido a último momento y descubrís que te queda enorme. Me ha pasado de estar costurando toda la noche en vela, y terminar antes de salir a bailar”.
Ximena todavía recuerda la primera vez que vio a unas muchachas bailando caporal. Quedó fascinada: “Yo tenía seis años y mis papás nos llevaron a pasar los carnavales a Tupiza, donde tenemos familia. Ahí predominan otros bailes, como la tonada chicheña. Pero había un grupo chiquito de caporales, que bailaban re tarde. No sé si eran las mejores, pero les admiré la actitud”. Cuando baila, confiesa, a veces se le viene a la mente la imagen de aquellas estoicas damas tupizeñas.
Carnavaleando en Villazón, la ciudad que limita con La Quiaca, Vanesa se enamoró del caporal… mejor dicho, de un caporal. “Ahí lo tiene, mire qué guapo y lo bien que baila. Cómo no me iba a conquistar”, dice, al tiempo que señala a su marido César. Tienen un hijo, son comerciantes, viven felices en Ciudad Evita y se confiesan, obviamente, evistas de la primera hora. “Le debo demasiado al caporal –se despide Vanesa–. Trato de devolverlo bailando”.
Lejana tierra mía
Con tres décadas a cuesta en la mochila de la vida, Emanuel Calisaya dice que empezó a bailar tarde el caporal. Pero en el fondo, sabe bien que nunca es demasiado tarde. “Sentía un vacío enorme por mi patria. Se extraña la comida, las costumbres, la familia, y acá lo llené. Esta es mi casa. Un pedacito de los Andes en Buenos Aires”, confiesa el morocho.
Dice también que con los años y el filoso entrenamiento, dejó en el pasado su historial de patadura. ¿La clave? Dejarse llevar. Igual se pone el chip profesional y detalla algunos consejos para los novatos: “Siempre hay que estar atento a los rebotes, marcar los hombros, mirar al frente, el cruce de las piernas es básico. Hacer de morenos, amigo”. Lo que importa es la actitud.
Cuando se calza el traje, Emanuel se transforma en un superhéroe. Lo lleva personalizado con una furiosa serpiente en la espalda, piedras fantasía por doquier y una bandera argenta cruzada con la boliviana. Más chiquito, también un parche con la mamita de Oruro.
Antes de seguir con su faena bailable, saca chapa de su corazoncito tricolor. Aunque es más paceño que el chuño, con nostálgico tono tanguero reflexiona: “Sabe, nosotros hicimos nuestra vida de nuevo acá. Estoy muy agradecido a la Argentina, pero a veces siento que a los gauchos les gusta ver más la cultura italiana, rusa… y al boliviano se lo deja un poquito de lado. Cuando bailo, se me vienen a la mente nuestros padres, que llegaron con una mano atrás y otra adelante. Se mataron trabajando en costura y verdura. Ahora sus hijos estudian, tienen títulos universitarios. Pero nunca olvidan su historia, su cultura. Por eso bailo”.
Lo primero es la familia
Hace cuatro años, los Sambos porteños tocaron el cielo con las manos. Ese verano debutaron en el Carnaval de Oruro, la meca del ritmo. “En Buenos Aires tenemos tres grandes festejos: las entradas de Luján, Avenida de Mayo y la del barrio Charrúa, en el Bajo Flores. Pero Oruro es otro planeta. Es como jugar en La Bombonera”, resalta Erik, el “Julio Bocca” de la fraternidad. “Nos ha ido muy bien –reconoce–, la gente delira cuando hacemos la pasada. Se sorprenden cuando gritamos que somos de Buenos Aires. Pese a ser bolivianos, para ellos somos los gauchitos. Y acá somos los bolitas”.
De su experiencia orureña, Erik no pudo olvidar el aliento ensordecedor de las tribunas, durante las cinco horas del recorrido. “Se baila hasta casi desfallecer –asegura–. Cuando se llega a la iglesia donde espera la virgen, es como entrar en el paraíso”.
Casi al cierre del ensayo, los pesos pesados de la fraternidad muestran toda su destreza. Los apodan los “Sambosos”, por sus generosas barrigas. Los comanda Luis Fernando, un pediatra orureño con muy buen pie. “Los chicos son el pulmón; las chicas, la belleza; y nosotros, la sabiduría”, saca chapa el hombre. Cuando era pibe y pesaba 60 kilos, llegó a bailar 13 kilómetros en un día. Dice que ahora está medio achanchado, pero todas las presentaciones las termina con la frente en alto. “Le cuento que de Bolivia no extraño ni el clima, ni la comida… La familia es mi patria. Bailamos todos juntos acá”.
Domingo de Flores
Ni el diluvio mañanero, ni el infierno húmedo de la tarde, mucho menos el ch’aki fulero del domingo. Nada detiene a los paisanos. Aunque lleguen un poquito demorados, con la lengua afuera, todos quieren estar presentes para el Segundo Encuentro Mundial de Caporales Cien por Ciento Boliviano. “Arrancaba a las 14, pero las fraternidades vienen como en cámara lenta. Hora boliviana, caballero”, se presenta cordial Miguel Sandalio, comunicador y locutor de fina garganta. Integra la Organización Boliviana de Defensa y Difusión del Folklore (Obdefo), la institución encargada de coordinar y darle forma al evento bailable. Un encuentro que invita a mover la patita, mejor dicho los cascabeles, pero que sobre todo intenta plantar la bandera tricolor en la soberanía del caporal.
Suena raro, porque bailar no tiene fronteras. “Totalmente de acuerdo, pero queremos informar sobre la raíz de esta danza, muchos países se la apropian, y desinforman”, asegura el defensor, a capa y espada, de la identificación boliviana del pasito.
El evento es global. En 72 ciudades del planeta, miles de bailarines le sacan brillo al asfalto con sus botas. De Japón a España, sin olvidar Perú, Estados Unidos y, por supuesto, la Argentina. En Buenos Aires participan seis fraternidades, tres bandas y decenas de paisanos. “La ciudad donde habitan más bolivianos en el mundo no puede quedarse afuera de esta fiesta”, asegura Sandalio, migrante paceño que llegó a estos pagos hace casi dos décadas.
En sus 37 años de vida, Sandalio sólo una vez se puso las botas cascabeladas. Prefiere bailar con las palabras, asegura el conductor del programa de radio Añorando mi Bolivia. ¿Y qué añora? “El chairito, el choclo, nosotros somos muy querenciosos de nuestros manjares”, dice con voz melosa.
 Su debut y despedida en el gremio caporal se dio en la fastuosa entrada del Gran Poder, hace ya más de una década. No, nada de promesas. Bailó como invitado de una fraternidad de Viacha: “Ahí se vive la tradición, señor. El barrio de Chijini es el Olimpo, lugar de dioses del ritmo”. Recuerda que aquel día bajó por las empinadas calles paceñas como en éxtasis místico. Al estadio Hernando Siles llegó con la lengua afuera. “La alegría y el corazón de la gente te ayudan a terminar. Y no, no le metí a la cerveza Paceña ese día. No quería perder el paso y descoordinar. Yaaaaaaaaaa”.
La elección de la escenografía porteña para el encuentro mundial de caporales no es azarosa. El barrio de Flores es punto de reunión, recreación y sobre todo de trabajo para los paisanos radicados en estos pagos. Costureros, vendedores, diseñadores y compradores inundan los mil y un locales de lunes a sábado. Esta tarde de domingo, la avenida Avellaneda luce una tranquilidad monacal. Obvio, hasta que las bandas hacen estallar los primeros platillos.
Vladimir es diseñador de indumentaria. Por las prendas que lleva puestas, se le nota el buen gusto. Saco blanco y violeta impoluto, pantalón haciendo juego y las lustrosas botas prestas para salir al ruedo. Es paceño, radicado en Argentina desde el lejano 1989. Juega de local. Tiene un comercio de venta de ropa aquicito, a poco más de dos cuadras. “Es fuerte que este festejo se haga en Flores. No olvide que acá nos ganamos el pan, cumpliendo con la ley. Pero este día no quiero olvidarme de mis paisanos que son explotados en los talleres clandestinos. Ellos también tienen que tener el derecho a bailar”, puntualiza el joven. Caporal memorioso. Trae al presente las desdichas de sus hermanos. Como los que murieron hace 13 años en el incendio del taller de la calle Luis Viale cuando el fuego iluminó cómo son explotados los migrantes por textileros argentinos.
Antes de despedirse –en pocos minutos comienza el acto oficial–, el fundador de la fraternidad Unión y Poder cuenta que con sus colegas se prepara día y noche, a todo motor, para llegar afilados a la cita máxima del año: el Carnaval de Oruro. “Somos más de 50 caporales y estamos entrenando a full. No me vengan con Río de Janeiro y su sambódromo. Mucho menos con Venecia, que es una ciudad que hace agua. La fiesta es en Oruro. Es una locura hermosa y con la venia de la virgencita”, saluda y luego se pierde entre sus fieles escuderos. Le sobra elegancia.
Sin fronteras
A Jackeline y a Estela les importa poco y nada la soberanía. Ellas bailan. ¡Y cómo! “Que sea boliviano, peruano o de Marte el caporal, a mí lo que me importa es bailar con mis amigos”, dice Estela, cochala llegada a Baires cuando era wawita. Su patria es su barrio. Y no le gustan los límites. Por eso integra la fraternidad Caporales sin Fronteras del vecindario de Retiro. Su compinche, vecina y confidente Jackeline es peruana. Elegante como un balcón limeño. Le encanta horrores maquillarse y usar toneladas de glitter. Antes de que comience la fiesta, las amigas se abrazan y posan para la foto en una imagen que remite a la eterna alianza peruano-boliviana. Un ejemplo para la diplomacia.
José Quintana lubrica su garganta con una Coca bien helada. Es el director de la banda Acuario, una formación con tres décadas de historia en este palo. Su documento dice que es argentino. “Pero a quién le importa lo que dice un papelito. Yo me siento boliviano. Tengo que pedir la nacionalidad”, bromea el veterano músico, con su fiel trompeta a mano. Bueno, en el fútbol es otro cantar. No hincha por Bolívar y menos por The Strongest. “Soy cuervo, San Lorenzo es mi equipo. Que de paso es el club con más hinchas paisanos, porque el estadio está en el Bajo Flores. Todo está relacionado”, se ríe el trompetista y deja ver una sonrisa blanca como la de Miles Davis.
En Acuario toca con sus hijos y nietos. Y con una docena de amigos que le regaló la vida: “Muchos paisanos y algunos bolivianos adoptivos. Ya le dije, con la malaria que hay en Argentina, me hago la ciudadanía y me voy para allá. A mi querida Bolivia”.
A eso de las cuatro de la tarde, desde el escenario piden silencio. Suenan los himnos y luego las pocas autoridades –el embajador está de viaje– dan su mecánico discurso de honor. Los bailarines calientan las piernas, dan saltitos, se preparan para el momento del éxtasis.
De repente, estallan las trompetas, los bombos y los platillos. Entonces, las fraternidades salen despedidas hacia la avenida Nazca. Y como por arte de magia, o de un conjuro de un chamán o algún yatiri, los cascabeles borran las nubes pesadas y finalmente sale el sol tremendo. Incluso, si uno afina la vista, en el horizonte se puede ver también la figura de una montaña fastuosa en pleno barrio de Flores. Un Illimani púrpura. Inalcanzable.
Crónica publicada en la revista Rascacielos, del paceño Página Siete, por acá