Albañiles, obreros, changarines, cartoneros, amas de casa. Laburantes que llegan a fin de mes contando las monedas viven en Puerta 8. “Nos discriminan igual. Desde que llegó la droga al barrio es peor. Pero acá somos trabajadores. Gente que se levanta a las 6 de la mañana para ganarnos el pan”, dice Silvia Suárez, con la frente bien alta junto a un busto de santa Evita Perón. El monumento de la abanderada de los humildes se erige en el cruce de una plaza y Catamarca, el acceso a la barriada popular del municipio de Tres de Febrero. Un patrullero de la Policía Bonaerense hace presencia pasiva a unos pasitos.
Puerta 8 fue dramática noticia hace un mes, cuando en sus angostos pasillos se vendió la cocaína adulterada que ocasionó 24 muertes y provocó la internación de 80 personas. Los flashes ya se fueron. “El barrio quedó como herido y ahora nos estamos recuperando –desliza Suárez mientras cruza la canchita de fútbol desolada–. Metieron policía en un par de esquinas, pero tenemos miedo de que pase el tiempo y todo vuelva a ser igual. Ya pasó otras veces.”
El barrio luce en la mañana refulgente del jueves una tranquilidad ejemplar. Hace semanas que no se ve a los dealers, a la jauría de periodistas, a los funcionarios de turno que no funcionan. Eso sí, quedó el parche de la custodia policial. Los vecinos temen al abandono y el olvido. Esos venenos sempiternos que escupen las autoridades. Suárez suspira en la cocina de su enjaulada casa: “No queremos que vuelva a pasar, tener el barrio copado por la droga, vivir encerrados. Hay que tener memoria. Eso le pido a los políticos.”
La memoriosa señora es militante del Movimiento Evita, una de las agrupaciones que da una mano a los vecinos. Tiene 55 años, cinco perros y una polenta envidiable. Pone el cuerpo y las cacerolas en un comedor que da alimento a más de 50 bocas. La miserable pandemia fue un mazazo para la barriada: “Mucha gente se quedó sin trabajo, muchos abuelos y abuelas se murieron, tuvimos muchas más bocas para alimentar en el comedor”. En ese tiempo, otra peste se extendió por Puerta 8: “La droga era una problemática que estaba en todos lados, pero acá creció mucho. Hace meses esto era un desfile. Mañana, tarde, noche; no había horarios. No se podía pasar por los pasillos ni salir de las casas. Mire si la policía no iba a saber. Así terminamos.”
Como un quiste
Puerta 8 es uno de los 4416 barrios vulnerables y asentamientos alistados en el Registro de Barrios Populares (Renabap), que depende del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Sus fronteras difusas están demarcadas por el cruce de las transitadas Ruta 8 y el Camino del Buen Ayre, un matadero, el arroyo Morón y más allá los basurales del Ceamse. La barriada de 200 modestas casitas de ladrillo, material y chapa nació a principios de los años ochenta. Jamás fue urbanizada. Viven unas 170 familias. El pavimento, el agua potable y las cloacas son bienes escasos.
Hace cinco años que el padre Adolfo Benassi da misa en el barrio. Pilotea la capilla Virgen de Itatí. El cura villero repasa la genealogía del asentamiento: “Puerta 8 surge cuando llegaron muchos migrantes desde el Litoral, después de una gran inundación en los ’80. Encontraron trabajo en el frigorífico que está acá al lado. Gente humilde, sacrificada, de trabajo. Pero desde hace añares, como en otros barrios de la zona, por las necesidades, por la dejadez del Estado, por la complicidad de las fuerzas policiales, se instaló la droga como un quiste”.
La falta de futuro, la desocupación, las desgracias familiares. Un rosario de penurias hundió a muchos jóvenes del barrio en la droga: “Hay como dos mundos. Pibes muy cuidados por las familias y otros que quedaron tirados en la esquina. Nosotros desde la Iglesia, las organizaciones y los vecinos podemos estar atajando penales, salvando a alguno, pero por otro lado te meten mil goles. En realidad, sabemos que el partido en serio para terminar con este problema se juega en otro lado. La política, la policía y la justicia tienen que dejar de hacer la vista gorda. Son cómplices.”
El pequeño templo del padre Adolfo está a metros del pasillo donde aquella noche de terror del 2 de febrero empezaron a caer los primeros fulminados después de aspirar la cocaína cortada con carfentanilo, un opioide usado para anestesiar elefantes. Antes de despedirse, el sacerdote confiesa: “Hay mucho para hacer para que no se repitan estas tragedias. La Pastoral tuvo una reunión con representantes de Tres de Febrero y San Martín, además de las organizaciones. Pero queremos soluciones concretas, que se responda a las necesidades de los vecinos. Que no se cajonee la Emergencia Nacional. El mes pasado se ensañaron con Puerta 8, pero la droga es una realidad que está en todos los barrios.”
Diálogos de pasillo
El pasillo abre su boca sobre la calle Miramar. La fila de casitas parece cosida al frigorífico. El cielo está cubierto por cables tendidos a la marchanta. El suelo, por las aguas servidas de las zanjas. Pablo dobla plásticos en un recodo. Se gana la vida reciclando. El morocho es nacido y criado en Puerta 8. “Para lo que era, está tranquilo. Esto era tierra de nadie”, se sincera el hombre de 45 años. Y sigue su faena plástica con parsimonia. Muy cerca, a metros de una casilla abandonada donde se vendía merca, Germán le da duro y parejo con la lija al cuadro de su bicicleta. La compró por 200 pesos esta mañana, con lo que rescató de una changa: “También saco metal y comida del cinturón del Ceamse. Los vendo y pongo plata para la casa de mis viejos. Voy tirando con la mía, no me cabe meterme en lo de la droga para vivir”.
Sandra cuelga la ropa en el patio. La custodia su bravo perro Juanfer, que no para de ladrar. La piba vive encerrada en su búnker. No abre la puerta ni para que entre el aire fresco. “Acá no se acercó nadie de la municipalidad. Ni por la droga, ni para que deje de inundarse el pasillo. Si lo tengo al intendente adelante, le diría que se ponga a trabajar”, dispara Sandra, broches en la mano.
María tiene una verdulería en el corazón profundo del barrio. Saca lo justo para alimentar a sus cuatro hijos. Los dos varones andan desocupados: “Estaban en el frigorífico, ahora embotellan aceite para hacerse unos pesos. El Estado no da una mano, vienen sólo para ganar unos votos”. El cartel con el rostro del intendente cambiemita Diego Valenzuela que está tirado en el pasillo es un botón de muestra. Lleva tatuada la frase “Tres de Febrero está mejor”.
Cuando se vaya el patrullero
José Antonio Spinelli está vivo de milagro. “Tony” es el mecánico del barrio. Tiene 53 años. Mientras mete las manos engrasadas en las fauces de un herido Gol, empieza el relato: “Esa noche fui a comprar porquería y nos dieron veneno. La tomé y caí redondo en el pasillo. Estuve internado, me desperté al otro día a las 10 de la noche todo intubado. Se murieron conocidos, una vecina que era mamá de dos pibes. Me lo dijeron los médicos, yo salí vivo de milagro.” Desde aquel día, Tony se juró no volver a consumir: “Me lo prometí a mí, no a mis siete hijos, esto lo hago por mí. Está la tentación, pero voy a ser fuerte”. ¿Sus temores? Que no vuelva todo a la vieja normalidad. “Ese es el miedo del barrio. Que vuelva a ser todo una mierda.”
Juan Carlos López regresa al barrio después de una eterna jornada de trabajo. Es seguridad en el Hospital Bocalandro. “Seguro gano menos que los dealers y los policías corruptos, pero hago las cosas bien.” A López le da bronca que Puerta 8 quedó marcado como «el lugar de la falopa”. “Nadie habla de los que nos rompemos el lomo trabajando, de los comedores, de que estamos a punto de abrir un club. Es injusto”. Se despide amable y sigue camino en silencio digno hasta su casa. Es mediodía y en la esquina de Catamarca ya no está el patrullero de la Bonaerense que custodiaba el acceso a Puerta 8. Solo queda el busto de santa Evita. Ella nunca deja solos a los olvidados.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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