Contra viento y marea. Así han peleado durante décadas los trabajadores del Astillero Río Santiago. “Mirá que han tratado de hundirnos: los militares, Menem, Macri… Llegamos a estar con el agua al cuello, pero siempre seguimos laburando. Sin duda sabemos un poco de mantenernos a flote”, explica, pícaro, Santiago Villarreal, bajo el sol tremendo de octubre, que castiga sin piedad el predio naval anclado en Ensenada.
Con 68 años de combativas memorias paridas desde las postrimerías del primer peronismo, el Río Santiago pasó épocas buenas, regulares, malas y también muy malas. Si se quiere, la historia del astillero puede ser leída como una alegoría de la Argentina: glorias, crisis, masacres, cracs, vaciamientos y otra vez volver a remar. Sin embargo, nunca se fue a pique. Atravesó demasiados temporales, capeados siempre por la lucha sempiterna de sus trabajadores.
“Los primeros combatieron el golpe gorila, en la dictadura fuimos la empresa estatal con más desaparecidos; después sufrimos el vaciamiento menemista y las miserias del macrismo. Nosotros tomamos la posta, esa herencia de lucha. Tenemos que estar siempre a la altura”, reflexiona Villarreal, laburante con casi 20 años en el gremio. Cuenta que lleva al astillero en la sangre por línea paterna. De su viejo Felipe, jubilado del taller de cobrería, aprendió el oficio de fabricar barcos desde cero. El morocho mira las gradas, esos planos inclinados que son el útero donde crecen las embarcaciones. En la Nº 2 descansa el petrolero “Juana Azurduy”, dócil mastodonte de doble casco, 182 metros de eslora y 47 mil toneladas de porte bruto: “Esto funciona como un rompecabezas. Hay que ir armándolo pieza por pieza. Diseñar, cortar, montar, alistar, probar y llegar a la botadura, que es la fiesta nuestra. Cuando ves la grada vacía, pucha, es una alegría. Misión cumplida”. Al agua, barco.
La casa, la fábrica
Más que un astillero, el Río Santiago es una ciudad. Pegado a un brazo manso y tranquilo del río Santiago, a minutos de La Plata, ocupa más de 100 hectáreas, tiene decenas de áreas de trabajo y siete kilómetros de vías férreas por donde se mueven monumentales grúas, también muchos galpones y talleres, un museo, una escuela técnica y hasta un jardín de infantes. “Pero más que nada es una casa, la de 3300 familias trabajadoras”, dice Villarreal con la frente bien alta y sus ojos tostados por el sol. No es casual que la palabra “atarazana” sea sinónimo de astillero. Es de origen árabe (ad-dar as-sina’a). Significa “la casa de la fabricación”.
El Río Santiago es la factoría naval más grande de América Latina. Depende de la provincia de Buenos Aires y su actual presidente es el ingeniero Pedro Wasiejko. Nació en 1953 para dotar al país con una marina mercante y de guerra propia. Símbolo de soberanía, en sus talleres nacieron naves emblemáticas, como la veloz Fragata Libertad y el fastuoso petrolero “Ingeniero Huergo”. Pero no solo del agua vive el astillero. Los trabajadores han confeccionado grandes motores, equipos de bombeo para la industria petrolera, maquinarias para ferrocarriles, el techo del Estadio Único de La Plata y hasta las columnas de iluminación de la cancha de Gimnasia y Esgrima.
“En los primeros años llegamos a tener 8000 empleados en doble turno, y todo el proceso era 100% industria nacional –cuenta Romina Magnoni, apuntadora del sector Pruebas y Garantías-. Acá se fabricaban desde las anclas hasta las hélices de los barcos. Pero después llegó el menemismo y el desguace. Por suerte ahora tenemos mucho trabajo, gracias a Dios”.
En la oficina donde cumple tareas administrativas, Magnoni dice que nació acunada por los barcos: “Mi viejo laburó 50 años. Salía tres o cuatro meses embarcado en el mar para las pruebas. Era mágico escucharlo por walkie-talkie. Hoy me gano la vida acá y mi hijo estudia en nuestra escuela técnica naval. Más allá de ingenieros, laburantes, técnicos, somos historias familiares que se fueron soldando en el astillero”.
Aníbal Calvimonte y Héctor Chávez son los hombres a cargo de las pruebas mecánicas de las naves. “Damos garantías –dicen a coro–. Un barco no es joda. Si nos equivocamos en una junta, en un apriete, puede perder combustible, aceite. Es mucha responsabilidad. Ponemos nuestro granito de arena en el trabajo colectivo, que es construir estos bichos”.
“Todavía no nació el mal parido que dinamite al Astillero Río Santiago”, advierte la bandera que cuelga en el taller de Estructuras. “Es un saludito para Macri, que nos quiso hundir como el Titanic”, explica con tono afable Sandro Ramón Ponce, encargado del Pañol, el espacio que cobija herramientas livianas. Custodiado por posters de San Cayetano y del Negro Olmedo, entrega mazas, llaves, tortuguitas para oxicorte. Al detalle, anota cada préstamo en un cuadernito. Advierte que tiene pocas pulgas, levanta temperatura si las herramientas no vuelven en tiempo y forma: “Tengo 18 años en la empresa, las pasé todas. Estuve en la permanencia en 2018. Verlo vivo de nuevo te llena de energía”.
Evita flota y dignifica
En Carpintería de Ribera trabaja Leonardo Virostek. A los mazazos acomoda los tacos de madera pesada –virapiré o marmolero– que sostienen al Azurduy en la grada. “Llueva, truene, con frío o calor estamos acá, al pie de los barcos”, dice “Pocho” –ni hay que aclarar si es peronista– y da otro mazazo preciso. La semana pasada lagrimeó de emoción en la botadura de la LICA (Lancha de Instrucción de Cadetes de la Armada) “Ciudad de Ensenada”. Sí, los fornidos obreros navales también lloran. “Fue muy emotivo. Veníamos del vaciamiento. No tuvimos herramientas ni insumos en los años de Macri. Pasamos marchas, tomas, peleas con la policía. Fuimos siempre al frente con los compañeros”, se despide Pocho y mira el mural tatuado sobre la grada. El mensaje es clarito: “Acá no se rinde nadie”.
Cerca del “Eva Perón”, el petrolero que flota plácido en el río, trabaja Úrsula Reynoso. Es oficial mecánica y encargada del mantenimiento de las grúas Elyma. Los brazos de las moles bailan a 51 metros de altura. La joven forma parte del minoritario 10% de la planta femenina del astillero: “Es todavía un universo masculino. Somos 300 mujeres y solo 20 en producción. Pero vamos ganando espacios. Hasta hace poco no había ni baños para nosotras. Hay que seguir peleando”. La colorada obrera mira una vez más al Evita, sonríe y dice: “Ya está alistado en un 90 y pico por ciento, queremos que vaya al mar. Lo veo, pienso en nuestro trabajo, y dignifica”.
Miguel Esteche y Ezequiel García dos Santos laburan espalda con espalda. Son jefes de mantenimiento técnico. Estuvieron a cargo del sistema de disparo en la botadura de la LICA: “Es el momento en que empieza a moverse hacia el agua. Hay que soltarla, dejarla ir. El gran final a toda orquesta –se despiden–. Acá, la batuta la llevamos los trabajadores”. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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