miércoles, 11 de noviembre de 2020

Rebelión en la verdulería

 “Yo elijo la lechuga”. La frase está pegada en la pared de la sala de reuniones. Desentona entre tanta formalidad minimalista del Centro Administrativo del Mercado Central. El cartel muestra también una planta de variedad criolla junto a un hashtag combativo: #Verdurazo. Recuerda la tórrida jornada del miércoles 27 de febrero de 2019. Ese día, pequeños productores hermanados en la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) realizaron movilizaciones en distintos puntos de la Argentina contra las políticas impulsadas por el gobierno del entonces presidente Mauricio Macri. La más multitudinaria recorrió el frígido corazón de la Ciudad de Buenos Aires. Los productores llegaron a pie y en sus tractores. Con cajones de frutas y verduras. Con cartulinas escritas a mano. Hacían flamear acelgas, apios y generosas lechugas como banderas. Eran cientos. Florecieron en la Plaza de Mayo. 

Diez días antes, la brava Policía de la Ciudad los había reprimido en Plaza Constitución, cuando vendían el fruto del trabajo de sus manos a precios populares. Con un “Feriazo” protestaban por la baja de la gratuidad del monotributo social agropecuario y los recortes asfixiantes en la Secretaría de Agricultura Familiar. Bastonazos, balas de goma y gas pimienta cosecharon los agricultores en sus puestos. También los vecinos con sus críos en brazos, los laburantes empobrecidos y los jubilados de billeteras flacas que hacían cola para conseguir unas pocas papas, algunos tomates, unas ramitas de perejil. La cruda imagen capturada por el fotorreportero Bernardino Ávila fue la síntesis brutal del mediodía: una jubilada, Ángela Teresa, recogía a las apuradas berenjenas del pavimento entre las botas pesadas de la infantería.

Aquel 27F, la opulenta capital pudo ver en primerísimo primer plano los curtidos rostros de los agricultores que producen lo que devora la cabeza de Goliat. El subsuelo del campo sublevado hizo visible en el prime time de los noticieros su precarización eterna, la falta de tierra, la usura en los alquileres, las cadenas de comercialización infames, el daño irreversible de los agrotóxicos. Pero también –aun más desconocida– sus voces daban cuenta de la otra cara de la taba: producción agroecológica en pila de hectárea libres de veneno químico, redes alternativas de venta para garantizar precios justos, propuestas para el postergado acceso a la tierra, discusión de la soberanía alimentaria, agenda ambiental y en salud, autonomía de las trasnacionales, creación de colonias agrícolas en los cinturones urbanos, empoderamiento de las mujeres campesinas y respeto de los saberes de las comunidades originarias. Una titánica faena de organización con una década de historia, a la cual le ponían cuerpo e ideas desde la UTT miles de campesinos de todo el país. Nahuel Levaggi era uno de ellos. Esa tarde, desde el acoplado de un camión que había traído 20 toneladas de hortalizas para repartir, el joven dirigente preguntó a la multitud: “¡La lechuga le gana al palo, ¿sí o no?!” Nadie tuvo dudas.

En la sala de reuniones, Levaggi recuerda las palabras que le repetían como mantra aquella tarde en la plaza: “‘Gracias, gracias por la comida, muchas gracias’. Transformamos un problema en una solución. Sólo se habla de alimentación cuando es un problema, cuando falta la comida y hay hambre. En los Feriazos, hablaba el alimento con una acción concreta. Un puente entre el campo y la ciudad. La UTT venía con una propuesta integral para cambiar la realidad. Alimento sano, seguro y soberano”. 

El 24 de marzo pasado, cuatro días después de que el gobierno del presidente Alberto Fernández decretara el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio por la llegada del coronavirus a estas pampas, Levaggi fue designado al frente del Mercado Central de Buenos Aires, el centro comercializador de frutas y hortalizas más grande de la Argentina. El espacio abastece  a 13 millones de personas que viven en el AMBA (Área Metropolitana de Buenos Aires). Por primera vez desde su apertura en octubre de 1984, durante la primavera alfonsinista, la pantagruélica estructura alimenticia sería piloteada por un joven dirigente que venía del palo de la agricultura familiar y los movimientos campesinos.

La propuesta de su nombramiento fue acompañada con una misión estratégica: que la gente coma más barato. Tarea esencial en el contexto de crisis económica que trajo la peste. En dos días de gestión, logró algo inédito: el compromiso social de abastecimiento. Una iniciativa con precios de referencia para cuidar los castigados bolsillos populares: “Es una propuesta racional y de consenso, que nace del diálogo, y no tiene antecedentes. No es algo impuesto, es voluntario, un acuerdo justo que renovamos todas las semanas, los precios se conversan con los puesteros y se publican. No es la Secretaría de Comercio que fija y te dice que el kilo de papa sale $ 10 y es solo para la foto. Y cuando la vas a buscar no existe y sale el doble”, explica Levaggi, recarga el mate sin prisa; sin pausa agrega: “Luchamos para garantizar alimento sano a precio justo, para atender las necesidades del pueblo. Estar acá implica que no me desprendo de quién soy, de dónde vengo. Ayer estuve con los compañeros en una jornada de limpieza en unos terrenos. No es calzarse el traje y olvidarse de las bases. Mi concepción es que uno manda obedeciendo, cumpliendo el mandato por el que llegamos a este lugar. Eso lo tengo muy claro. Acá no está Nahuel Levaggi, acá está la lucha de la UTT.”

El joven echa un poco más de agua caliente en el mate. A su espalda cuelga el cartel del Verdurazo: “Llegamos para proponer y hacer. Todos los días nos levantamos y pensamos qué paso damos, a quién ayudar, a quién más escuchar. Queremos transformar en serio la realidad porque las cosas no están bien… lo que comemos, lo que producimos.” Hace cuatro meses, su designación en el Central plantó una semilla de cambio. El primer desafío es que crezca desde el pie.   

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Todavía es de madrugada en Tapiales, pero el Mercado Central está despierto hace rato. Un gentío engordado por camioneros, vendedores, operadores, changarines y clientes atan la luna con el sol: “Hoy arranqué a laburar a las 5, tranqui. Mañana me toca a la 1, acá todo la vida es así, de noche”, explica “Marito” Bustos, “changa libre” oriundo de Merlo. Tiene 37 años, más de 25 dedicados al Central. Los changas ponen sangre, sudor y músculo para mover las 106 mil toneladas de frutas y verduras que pasan al mes por el predio. Carga, descarga y acarreo tracción a changa. Es el trabajador más precarizado: gana su jornal a destajo. Cobra por bulto. Heredero del estibador, del peón rural, también del gaucho. Changa es una palabra que viene del quechua. Significa ganancia ocasional. “Nosotros seríamos la clase baja. Vivimos al día, carreteando a todo ritmo. Yo arranqué a los 12. Me escapaba de la escuela para ayudar a mi viejo, que está acá de toda la vida. Lo llevo en las venas”, Marito saca pecho, cubierto por un largo delantal que deja ver abajo la camiseta de su amado River Plate. Reposa sobre un carrito estacionado en el playón de descarga hasta que caiga el próximo conchabo: “Si me metés en una fábrica me muero –asegura desde atrás del barbijo que lo protege de la Covid-. Ahí tenés algunos beneficios, pero nunca esta libertad.”

A la conversa se suman Ovidio y Jonny, dos colegas del gremio. Juntos levantan rascacielos hechos de cajones de madera y bolsones de verdura que dan vértigo: “Pasan los años y el cuerpo te pasa factura. En el carro llevamos 30 cajones de mandarinas, bolsas de papa, de 30 kilos cada una. En verano se derrite el asfalto y se hunden las ruedas. En invierno te cagás de frío. Pero te acostumbrás, no queda otra, son las reglas de este mundo.”

El predio enclavado en el partido de La Matanza, zona oeste del Conurbano Bonaerense, es grande como un planeta. Desde la Autopista Ricchieri hasta el cenagoso Riachuelo, frontera con la General Paz, el Camino de Cintura y más allá. Quince años demoró su construcción. Se planificó en los ’60, se construyó en los ’70 y se inauguró en los ’80. Fue la primera gran obra pública del retorno de la democracia. Sus 570 hectáreas cobijan 854 puntos de comercialización mayorista distribuidos en 18 naves. También tiene un paseo minorista con más de 700 locales y otros 100 en la llamada Feria del Reloj: dan techo a almacenes, verdulerías, carnicerías y otros rubros dedicados al arte del mercadeo.

Cruce de geografías humanas, de deseos, de sobrevivencias. Más de 10 mil personas transitan diariamente por el Central. Unas 100 grandes empresas componen el polo agroalimentario y logístico del mercado. Hasta un cacho de historia guarda: la chacra Los Tapiales, que perteneció a la familia Ramos Mejía por más de 150 años. En su casco se filmó el dramón Camila. Es monumento histórico nacional. En una de sus piezas, cuentan, durmió una siesta Juan Pablo II la tarde del 10 de abril de 1987. Un rato después, el Papa polaco dio misa para 300 mil fieles. La capilla del mercado lleva su nombre.

“Mi viejo debe haber ido a esa misa, yo era muy pibe –cuenta Marito-. Ya te dijimos, esto es un mundo, hay mil historias.” Antes de volver a la faena cotidiana con su fiel carro, el changarín toma impulso y narra alguna de la nueva normalidad: “No paramos ni un día de cuarentena, pero hay menos trabajo, mucha gente se quedó sin laburo. Tengo cuatro pibes, y hay que darles de comer. Quiero que estudien, que tengan un oficio. Que no tengan que venir acá a burrear. Quiero que tengan vida.”

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Levaggi cuenta que hace unos días, caminando por las naves del mercado, recordó los años en que venía al Central con un carrito a buscar mercadería de descarte. Eran los tiempos en que el modelo neoliberal instaurado por el menemato descartaba a la mayoría de los argentinos. Sobraban miseria y hambre. Nahuel llevaba la comida recuperada a un comedor de la Villa 20, donde militaba. “Ponerle el nombre militancia le da un cariz político –aclara–, pero en realidad todavía era más una cuestión de empatía con el sufrimiento ajeno y de radicalidad de laburo para cambiar la realidad.”

El joven nació durante la dictadura, en 1979, y creció en Palermo, en una familia de clase media. En la adolescencia fue voluntario de la ONG Vida Silvestre. Durante los veranos daba una mano en escuelas rurales de comunidades mapuches. A los 18 años, el trabajo social lo llevó a Lugano: “Sentía que tenía que vivir en la villa, compartiendo el cotidiano. Todavía era una práctica personal de transformación. Pero ahí me crucé con el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) Aníbal Verón. Me sentí contenido por un proyecto político-social más grande, más allá de lo personal.” Vivió dos años y medio en la Villa 20, después estuvo por Lanús, con el Frente Darío Santillán.

-¿Cómo se conecta esa militancia en barrios populares con el mundo rural?

-Cuando estaba en la villa, me decía: ‘hay que salir de acá’. Del hacinamiento, de construir un quinto piso de un metro cuadrado, pensaba en avanzar en la tierra, producir alimentos. Que la gente del barrio pueda ir a trabajar al campo. Armamos una cooperativa en San Vicente con esa idea. En un encuentro con quinteros del cinturón frutihortícola de La Plata, nos damos cuenta que ahí había una base social organizada, muy precaria todavía. Nos fuimos a vivir al Parque Pereyra y empezamos a laburar con los vecinos.

Las reuniones germinales de la UTT en el 2010 eran de cuatro o cinco productores, sentados en ronda sobre cajones. Se propusieron construir una organización gremial, lejos del corporativismo, cerca del bien común. La lucha por la tierra como bandera. “Mi vinculación con lo agrario viene de la función social que tiene la agricultura. A veces no encuentro diferencia entre el que vive encerrado en un country o la comunidad hippie en San Marcos Sierra. Mi elección es la transformación colectiva. Yo estoy adonde puedo aportar a ese proceso. Ahora estoy construyendo acá, con política públicas”. 

-¿Cuáles están impulsando desde tu llegada?

-El rol que tiene que jugar el Mercado Central es garantizar alimentos sanos a precios justos. Eso implica trasparentar la cadena de valores, por ejemplo. Por otro lado, impulsar la producción agroecológica. No es ni el 0,1% de lo que llega al mercado. Darle espacio en una nave y también dialogar con los operadores, muchos son productores. Hoy justo tenemos una reunión, quieren escuchar las propuestas.

-Están también pendientes de la pata educativa, en referencia a la alimentación.

-Sí, creamos el Área de Alimentación Sana, Segura y Soberana. Es uno de los roles que venimos a fortalecer. Educación y formación con propuestas sobre cómo alimentarnos. Entender que hay estacionalidad de frutas y verduras. Cómo comer de forma más nutritiva. Hacemos talleres con cocineros famosos y populares, y se filman. También, reforzamos el contacto del Mercado y los comedores. Que las ollas no sean pura papa y fideo, que llegue verdura de hoja y fruta.

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“La crisis social y económica que trajo la pandemia puso sobre el tapete, como hace mucho no pasaba, la problemática de la alimentación. Son tiempos en que se necesitan alimentos, y sale a la luz los mecanismos que participan en la producción, el rol del Estado, la comercialización, los negociados. Se discuten la calidad y los precios”, monologa por teléfono Agustín Suárez, ingeniero agrónomo. Es coordinador nacional de la UTT, el gremio que nuclea a 16 mil familias de pequeños productores de todo el país. Reflexiona: “No se entiende por qué está tan alta la canasta básica, y a la vez decimos que producimos alimentos para 400 millones de personas. En realidad producimos granos para exportar, no alimentos. Ahora se necesitan alimentos en volumen y en escala. Desde la UTT tenemos la fuerza para ponerlos en las mesas.”

El Grito de Alcorta a principios del siglo XX, las Ligas Agrarias del Nordeste en los ’70, el Mocase en los ’90. Raíces de lucha campesina que hace crecer la UTT en el presente. Según el último censo agropecuario, en la Argentina el 1% de las explotaciones controla el 36% de la tierra. El 55% de las chacras más pequeñas tiene sólo el 2 por ciento. “Nos reconocemos campesinos, aunque producimos verduras a 50 kilómetros del Obelisco. El cinturón que le da de comer a la ciudad. También en Mendoza, Córdoba, Corrientes y Jujuy”, dice Suárez. Cuentan con una ejemplar colonia agroecológica cerca de Luján. Estas épocas de aislamiento obligado, suma, han sido todo un desafío para articular las tareas en el territorio. Igual siguen ayudando: “Armamos una red con comedores de organizaciones sociales. Llegamos con zapallos, mandiocas y batatas a las ollas populares.”

Para el agrónomo, el arribo de Levaggi al Mercado Central marca un reconocimiento y a la vez un desafío: “Es un rol muy importante para el país y tiene la capacidad. El gobierno podría haber puesto a un agrónomo de traje y mantenía el statu quo, como sucedió siempre. Igualmente la UTT fue y será independiente de los gobiernos, porque somos un gremio. Es todo una apuesta, y estamos buscándole la vuelta para acercar al Mercado propuestas con consenso desde nuestra organización.”

Hace unas semanas, la autonomía de la UTT se hizo visible frente a la Cancillería. Hicieron una olla popular para advertir sobre el riesgo de que se lleve adelante un acuerdo productivo con China, mediante el cual se busca aumentar la exportación de cerdos al país asiático: “Es la profundización del modelo agroexportador –cierra Suárez-. Ya lo vivimos con la soja transgénica: dependencia, concentración, contaminación, trae empleo a corto plazo y las consecuencias se ven después. Entendemos que en este contexto hay que generar laburo y traer dólares, pero ese no es el camino.”

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El ajo perfuma la nave 10. Con un escobillón, Patricio Garcete les saca brillo a las cabezas blancas y radiantes que se apilan en su puesto. “Acá vampiros no encontrás ni a palos. No hay desgracias en este sector”, bromea el vendedor de cortitas rastas ensortijadas como ristras. Trabaja en el Central hace siete años. Arrancó de abajo como cajero, pero su labia y dotes para el mercadeo lo llevaron a las cumbres de encargado. Dice, quizás nos chamuya, que puede dar cátedra sobre el bulbo. Sin transpirar describe las cualidades del ajo colorado y de su primo chino. Sabe cuál tiene dientes más generosos, cuál es más fuerte, cuál guarda el mejor sabor.

Garcete, fana del rock nacional, derrumba mitos sobre la fama pesada que tiene el Central: “Mirá, yo era un pibe de departamento de Belgrano. ‘Un pseudo punkito, de acento finito’. Vine a laburar con esa idea de la mafia, el ambiente rudo, los barras bravas y la crónica policial. Se dice cualquier verdura. Acá la gente es macanuda, desde los puesteros hasta los changas, no es muy distinto al afuera.” Con la pandemia, agrega, la clientela bajó mal: “Ya venía así de antes. Los cuatro últimos años invirtieron mucho en la estética, pero la nave estaba vacía, no había un mango. Ahora no repunta.”

Del otro lado del mostrador está Guadalupe Fernández, minorista. Con local a la calle en Ramos Mejía. Es boliviana, oriunda de la Villa Imperial de Potosí. Ahora radica en Villa Celina. Con ojo clínico analiza la calidad de la mercadería: “Busco y busco, caballero, al final siempre encuentro. A buen precio”. A propósito, se queja por la inflación: “mucho acuerdo de precios, pero no se respeta. Las últimas semanas harto han subido, por las nubes están.”

En sus 36 años de historia, el Central sólo tuvo dos jefas de nave: “Re-machista. Es un territorio de varones, por eso está bueno que ganemos espacios, enriquece”, asegura Vanesa Herceg, la dama a cargo del galpón 10. Vanesa dice que no le tiembla el pulso para garantizar el bienestar en sus dominios. Le ha cantado la justa a los más machos del mercado. Durante la pandemia, agrega, le toca controlar que se cumplan al pie de la letra los estricticos protocolos. La gestión de Levaggi la entusiasma: “se lo ve comprometido. Antes no se veía al presidente caminando a la madrugada por las naves. Lo veo como un par y está bueno que le den bola a las cuestiones de género.” La jefa se despide porque tiene que seguir con la recorrida: “Alguno ya te habrá dicho que esto es una ciudad, un mundo… Mi viejo, también trabajador del mercado, me enseñó que es una familia. Te lo digo y se me pone la piel de gallina.” 

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Fría mañana en Abasto. La localidad está en el cinturón hortícola platense. Sus quintas y colonias alimentan las bocas de expendio mayoristas del Mercado Central. A 300 metros del cruce de la Ruta 36 y la calle 502 vive Carolina Rodríguez.

Mamá de seis hijos, quintera, referente de género de la UTT y promotora de salud. Así, en ese orden, se presenta. Tiene raíces jujeñas, sus abuelos eran de Puesto Viejo, cerca de Perico, donde creció. Fue víctima de violencia familiar: “A los 14 años me escapé, me fui a trabajar al tabacal. Después me vine para Buenos Aires, me dijeron que iba a estar mejor, que me iban a ayudar, pero todo fue distinto.” Trabajó en “las flores” como medianera. Cultivaba claveles, clavelinas, fresias. Le pagaban monedas. Se pareja la oprimía: “Me separé, algo que estaba muy mal visto. Me discriminaron. Por ser mujer, por ser campesina.”

Hace diez años alquiló media hectárea acá, en el cruce de la 36 y 502. El dueño, recuerda, le dijo que era tierra muerta. La usaban para hace ladrillos. “Mi hijo, que iba a la escuela agraria, me decía: ‘se la puede hacer vivir de vuelta, mamá’. Pusimos choclo. Se elegían los más grandes. El resto se trituraba y se daba vuelta en la tierra. Eso la alimenta. Empezó a cambiar de color. Era roja, ahora la ve, negrita, negrita”. Resucitó.

Carolina cuenta que la última helada fue brava. Quemó casi completo un cuadro de lechuga que había plantado: “No tengo invernáculo, trabajamos a campo. Hay que tener platita para trabajar la tierra”, cuenta, mientras camina por los senderos que se bifurcan y trifurcan entre cebollitas de verdeo y diminutas criollas. Ahora, dice, cruza los dedos para que la tormenta de Santa Rosa no inunde. En septiembre quiere poner acelga y zapallito. Sus hijos -Marcos, Juliana, Guillermo y Beatriz- la van a ayudar. 

Hace cinco años, harta de que camioneros e intermediarios le metieran la mano en el bolsillo al vender los frutos de su trabajo, Carolina se acercó a la UTT: “Ahí entendí que la lucha es colectiva. Tenemos una comercializadora, que nos garantiza un precio justo. Antes no tenía ni para comer. Todo era para el alquiler. Ahora pude terminar la casita y sigo produciendo.” También terminó la secundaria y se capacitó en salud. Defiende a ultranza la agroecología y la comida sin químicos: “En carne propia viví lo que son los agroquímicos. Mi hijo tiene problemas del corazón por ese veneno.”

Orgullosa. Así se siente Carolina con la llegada de su compañero de lucha a la presidencia del Mercado Central. Al despedirnos, deja un mensaje para otro presidente, el que conduce la Argentina: “Más derechos para las quinteras, que siempre estamos olvidadas, y acceso a la tierra. Si soy dueña de la tierra, ni te imaginás, puedo plantar todo lo que quiero.”

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Mandarinas, naranjas y pomelos. “Puro cítrico. También cebolla y papa, que es lo que más sale. Lo más barato en la cuarentena”, asegura Paulino Salazar, veterano comerciante de la nave 5. A principios de los años ochenta llegó a Buenos Aires desde Presidencia De la Plaza, Chaco, con una mano adelante y otra tras: “En el mercado había posibilidades. No me fui más”, dice don Salazar, acodado sobre unos cajones desbordados de hinojos.

En su trinchera del puesto 4, Paulino sobrevivió a la híper del ’89, al crac del 2001, a los sube y baja de la “década ganada”, a la debacle cambiemita: “Ahora, con esta pandemia, estamos peor. Otra vez se ve a la gente buscando en los conteiner de descarte. Revolviendo la basura. Ya lo vi en el pasado. No me gusta que pase otra vez.”

Elvira Gallo lleva 35 años al frente del puesto 38. La custodian montañas de zapallos y calabazas: “Somos productores, alquilamos tierra en Salta, en la zona de Embarcación. También traemos de Río Negro, depende la temporada. El negocio lo arrancó mi finado marido”. Navidad, Año Nuevo, cumpleaños, doña Elvira dice que no importa la fecha, la van a encontrar al pie de los bolsones. Llega al Central a la 1 de la matina y regresa a su casa extenuada a las 5 de la tarde. Se tira una siestita, después se hace un purecito y a la cama de nuevo hasta que suene el despertador: “Sacrificada es la vida del puestero.” 

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Caminamos por las naves. Levaggi no deja de abrazar el termo. Cada tanto se acomoda el barbijo para chupar la bombilla del mate. Reflexiona sobre la agroecología, hasta el presente casi sin espacio en el mercado: “Hace diez años, no entraba en la agenda. Pero ahora es distinto, hay una condena social a los agroquímicos. Las secuelas del agronegocio están a la vista: enfermedades, cáncer, tierra devastada, pobreza. El Estado tuvo un rol activo en ese cambio al modelo de siembra directa. El consenso social dice ahora que hay que ir para otro lado, el Estado no se puede hacer el distraído. Vamos a impulsar políticas desde este pedacito que nos toca.”

La agenda del presidente del Central está apretada. En un rato tiene un compromiso por Zoom y más tarde una reunión con puesteros. Antes del adiós, enfático sostiene: “Hay que desterrar la idea de que el alimento agroecológico es carísimo, que se tiene que pagar más. No, flaco, no es sólo producir sano para el que tiene plata, y con veneno para el pobre. Hay que producir sano para todo el pueblo.”

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“¡¡¡Mire, mire, señora, el tomate, el tomate baratito, tres kilos cieeeen peeeeesoooos!!!”. El verdulero Jonathan Palacios tiene dotes de tenor. Así se gana a la audiencia que pulula buscando precio y calidad en la nave minorista del Central, la más concurrida en la mañana del martes. El escenario que trajina el cantante es tecnicolor. Platea y palcos repletos de cajones de bananas, peras, manzanas y puerros.

Después de lubricar su cansada garganta con un poco de agua, Palacios cuenta que es migrante peruano. Busca incansable, su gruesa voz le dio de comer desde la adolescencia, cuando vendía caramelos y muñequitos en la siempre nublada Lima. “Esto tiene mucho de atrapar al cliente, endulzarle el oído. Hay palabras que ayudan. Las estiro. Gritás ‘baraaaaato’ y algunos vienen corriendo. En cuarentena mucho más. Hasta me dejan propina, bacán.” Palacios debe volver a los tablones del puesto. Toma aire. El cierre es a toda orquesta: “¡¡¡Ya la atiendo, señora, regalado el tomate, baraaaato, tres kilos cieeeen peeeeesoooos!!!”.

Crónica publicada en la revista Rolling Stone. 

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