“Yo elijo la lechuga”. La frase está pegada en la pared de la sala de reuniones. Desentona entre tanta formalidad minimalista del Centro Administrativo del Mercado Central. El cartel muestra también una planta de variedad criolla junto a un hashtag combativo: #Verdurazo. Recuerda la tórrida jornada del miércoles 27 de febrero de 2019. Ese día, pequeños productores hermanados en la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT) realizaron movilizaciones en distintos puntos de la Argentina contra las políticas impulsadas por el gobierno del entonces presidente Mauricio Macri. La más multitudinaria recorrió el frígido corazón de la Ciudad de Buenos Aires. Los productores llegaron a pie y en sus tractores. Con cajones de frutas y verduras. Con cartulinas escritas a mano. Hacían flamear acelgas, apios y generosas lechugas como banderas. Eran cientos. Florecieron en la Plaza de Mayo.
Diez días antes, la brava Policía de la
Ciudad los había reprimido en Plaza Constitución, cuando vendían el fruto del
trabajo de sus manos a precios populares. Con un “Feriazo” protestaban por la
baja de la gratuidad del monotributo social agropecuario y los recortes
asfixiantes en la Secretaría de Agricultura Familiar. Bastonazos, balas de goma
y gas pimienta cosecharon los agricultores en sus puestos. También los vecinos
con sus críos en brazos, los laburantes empobrecidos y los jubilados de
billeteras flacas que hacían cola para conseguir unas pocas papas, algunos
tomates, unas ramitas de perejil. La cruda imagen capturada por el
fotorreportero Bernardino Ávila fue la síntesis brutal del mediodía: una
jubilada, Ángela Teresa, recogía a las apuradas berenjenas del pavimento entre
las botas pesadas de la infantería.
Aquel 27F, la opulenta capital pudo ver en
primerísimo primer plano los curtidos rostros de los agricultores que producen
lo que devora la cabeza de Goliat. El subsuelo del campo sublevado hizo visible
en el prime time de los noticieros su precarización eterna, la falta de tierra,
la usura en los alquileres, las cadenas de comercialización infames, el daño
irreversible de los agrotóxicos. Pero también –aun más desconocida– sus voces
daban cuenta de la otra cara de la taba: producción agroecológica en pila de
hectárea libres de veneno químico, redes alternativas de venta para garantizar
precios justos, propuestas para el postergado acceso a la tierra, discusión de
la soberanía alimentaria, agenda ambiental y en salud, autonomía de las
trasnacionales, creación de colonias agrícolas en los cinturones urbanos,
empoderamiento de las mujeres campesinas y respeto de los saberes de las
comunidades originarias. Una titánica faena de organización con una década de
historia, a la cual le ponían cuerpo e ideas desde la UTT miles de campesinos
de todo el país. Nahuel Levaggi era uno de ellos. Esa tarde, desde el acoplado
de un camión que había traído 20 toneladas de hortalizas para repartir, el
joven dirigente preguntó a la multitud: “¡La
lechuga le gana al palo, ¿sí o no?!” Nadie tuvo dudas.
En la sala de reuniones,
Levaggi recuerda las palabras que le repetían como mantra aquella tarde en la
plaza: “‘Gracias, gracias por la comida, muchas gracias’. Transformamos un
problema en una solución. Sólo se habla de alimentación cuando es un problema,
cuando falta la comida y hay hambre. En los Feriazos, hablaba el alimento con
una acción concreta. Un puente entre el campo y la ciudad. La UTT venía con una
propuesta integral para cambiar la realidad. Alimento sano, seguro y
soberano”.
El 24 de marzo pasado, cuatro días después de
que el gobierno del presidente Alberto Fernández decretara el Aislamiento
Social Preventivo y Obligatorio por la llegada del coronavirus a estas pampas,
Levaggi fue designado al frente del Mercado Central de Buenos Aires, el centro
comercializador de frutas y hortalizas más grande de la Argentina. El espacio
abastece a 13 millones de personas que
viven en el AMBA (Área Metropolitana de Buenos Aires). Por primera vez desde su
apertura en octubre de 1984, durante la primavera alfonsinista, la
pantagruélica estructura alimenticia sería piloteada por un joven dirigente que
venía del palo de la agricultura familiar y los movimientos campesinos.
La propuesta de su nombramiento fue
acompañada con una misión estratégica: que la gente coma más barato. Tarea
esencial en el contexto de crisis económica que trajo la peste. En dos días de
gestión, logró algo inédito: el compromiso social de abastecimiento. Una
iniciativa con precios de referencia para cuidar los castigados bolsillos
populares: “Es una propuesta racional y de consenso, que nace del diálogo, y no
tiene antecedentes. No es algo impuesto, es voluntario, un acuerdo justo que
renovamos todas las semanas, los precios se conversan con los puesteros y se
publican. No es la Secretaría de Comercio que fija y te dice que el kilo de
papa sale $ 10 y es solo para la foto. Y cuando la vas a buscar no existe y
sale el doble”, explica Levaggi, recarga el mate sin prisa; sin pausa agrega:
“Luchamos para garantizar alimento sano a precio justo, para atender las
necesidades del pueblo. Estar acá implica que no me desprendo de quién soy, de
dónde vengo. Ayer estuve con los compañeros en una jornada de limpieza en unos
terrenos. No es calzarse el traje y olvidarse de las bases. Mi concepción es
que uno manda obedeciendo, cumpliendo el mandato por el que llegamos a este
lugar. Eso lo tengo muy claro. Acá no está Nahuel Levaggi, acá está la lucha de
la UTT.”
El joven echa un poco más de agua caliente en
el mate. A su espalda cuelga el cartel del Verdurazo: “Llegamos para proponer y
hacer. Todos los días nos levantamos y pensamos qué paso damos, a quién ayudar,
a quién más escuchar. Queremos transformar en serio la realidad porque las
cosas no están bien… lo que comemos, lo que producimos.” Hace cuatro meses, su
designación en el Central plantó una semilla de cambio. El primer desafío es
que crezca desde el pie.
*********
Todavía es de madrugada en Tapiales, pero el
Mercado Central está despierto hace rato. Un gentío engordado por camioneros,
vendedores, operadores, changarines y clientes atan la luna con el sol: “Hoy
arranqué a laburar a las 5, tranqui. Mañana me toca a la 1, acá todo la vida es
así, de noche”, explica “Marito” Bustos, “changa libre” oriundo de Merlo. Tiene
37 años, más de 25 dedicados al Central. Los changas ponen sangre, sudor y
músculo para mover las 106 mil toneladas de frutas y verduras que pasan al mes
por el predio. Carga, descarga y acarreo tracción a changa. Es el trabajador
más precarizado: gana su jornal a destajo. Cobra por bulto. Heredero del
estibador, del peón rural, también del gaucho. Changa es una palabra que viene
del quechua. Significa ganancia ocasional. “Nosotros seríamos la clase baja.
Vivimos al día, carreteando a todo ritmo. Yo arranqué a los 12. Me escapaba de
la escuela para ayudar a mi viejo, que está acá de toda la vida. Lo llevo en
las venas”, Marito saca pecho, cubierto por un largo delantal que deja ver
abajo la camiseta de su amado River Plate. Reposa sobre un carrito estacionado
en el playón de descarga hasta que caiga el próximo conchabo: “Si me metés en
una fábrica me muero –asegura desde atrás del barbijo que lo protege de la
Covid-. Ahí tenés algunos beneficios, pero nunca esta libertad.”
A la conversa se suman Ovidio y Jonny, dos
colegas del gremio. Juntos levantan rascacielos hechos de cajones de madera y bolsones
de verdura que dan vértigo: “Pasan los años y el cuerpo te pasa factura. En el
carro llevamos 30 cajones de mandarinas, bolsas de papa, de 30 kilos cada una.
En verano se derrite el asfalto y se hunden las ruedas. En invierno te cagás de
frío. Pero te acostumbrás, no queda otra, son las reglas de este mundo.”
El predio enclavado en el partido de La
Matanza, zona oeste del Conurbano Bonaerense, es grande como un planeta. Desde
la Autopista Ricchieri hasta el cenagoso Riachuelo, frontera con la General
Paz, el Camino de Cintura y más allá. Quince años demoró su construcción. Se
planificó en los ’60, se construyó en los ’70 y se inauguró en los ’80. Fue la
primera gran obra pública del retorno de la democracia. Sus 570 hectáreas
cobijan 854 puntos de comercialización mayorista distribuidos en 18 naves.
También tiene un paseo minorista con más de 700 locales y otros 100 en la llamada
Feria del Reloj: dan techo a almacenes, verdulerías, carnicerías y otros rubros
dedicados al arte del mercadeo.
Cruce de
geografías humanas, de deseos, de sobrevivencias. Más de 10 mil personas
transitan diariamente por el Central. Unas 100 grandes empresas componen el
polo agroalimentario y logístico del mercado. Hasta un cacho de historia
guarda: la chacra Los Tapiales, que perteneció a la familia Ramos Mejía por más
de 150 años. En su casco se filmó el dramón Camila.
Es monumento histórico nacional. En una de sus piezas, cuentan, durmió una
siesta Juan Pablo II la tarde del 10 de abril de 1987. Un rato después, el Papa
polaco dio misa para 300 mil fieles. La capilla del mercado lleva su nombre.
“Mi viejo debe haber ido a esa misa, yo era
muy pibe –cuenta Marito-. Ya te dijimos, esto es un mundo, hay mil historias.”
Antes de volver a la faena cotidiana con su fiel carro, el changarín toma
impulso y narra alguna de la nueva normalidad: “No paramos ni un día de cuarentena,
pero hay menos trabajo, mucha gente se quedó sin laburo. Tengo cuatro pibes, y
hay que darles de comer. Quiero que estudien, que tengan un oficio. Que no
tengan que venir acá a burrear. Quiero que tengan vida.”
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Levaggi cuenta que hace unos días, caminando
por las naves del mercado, recordó los años en que venía al Central con un
carrito a buscar mercadería de descarte. Eran los tiempos en que el modelo
neoliberal instaurado por el menemato descartaba a la mayoría de los argentinos.
Sobraban miseria y hambre. Nahuel llevaba la comida recuperada a un comedor de
la Villa 20, donde militaba. “Ponerle el nombre militancia le da un cariz
político –aclara–, pero en realidad todavía era más una cuestión de empatía con
el sufrimiento ajeno y de radicalidad de laburo para cambiar la realidad.”
El joven nació durante la dictadura, en 1979,
y creció en Palermo, en una familia de clase media. En la adolescencia fue
voluntario de la ONG Vida Silvestre. Durante los veranos daba una mano en
escuelas rurales de comunidades mapuches. A los 18 años, el trabajo social lo
llevó a Lugano: “Sentía que tenía que vivir en la villa, compartiendo el
cotidiano. Todavía era una práctica personal de transformación. Pero ahí me
crucé con el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) Aníbal Verón. Me
sentí contenido por un proyecto político-social más grande, más allá de lo
personal.” Vivió dos años y medio en la Villa 20, después estuvo por Lanús, con
el Frente Darío Santillán.
-¿Cómo
se conecta esa militancia en barrios populares con el mundo rural?
-Cuando estaba en la villa, me decía: ‘hay
que salir de acá’. Del hacinamiento, de construir un quinto piso de un metro
cuadrado, pensaba en avanzar en la tierra, producir alimentos. Que la gente del
barrio pueda ir a trabajar al campo. Armamos una cooperativa en San Vicente con
esa idea. En un encuentro con quinteros del cinturón frutihortícola de La
Plata, nos damos cuenta que ahí había una base social organizada, muy precaria
todavía. Nos fuimos a vivir al Parque Pereyra y empezamos a laburar con los
vecinos.
Las reuniones germinales de la UTT en el 2010
eran de cuatro o cinco productores, sentados en ronda sobre cajones. Se
propusieron construir una organización gremial, lejos del corporativismo, cerca
del bien común. La lucha por la tierra como bandera. “Mi vinculación con lo
agrario viene de la función social que tiene la agricultura. A veces no
encuentro diferencia entre el que vive encerrado en un country o la comunidad
hippie en San Marcos Sierra. Mi elección es la transformación colectiva. Yo
estoy adonde puedo aportar a ese proceso. Ahora estoy construyendo acá, con
política públicas”.
-¿Cuáles están
impulsando desde tu llegada?
-El rol
que tiene que jugar el Mercado Central es garantizar alimentos sanos a precios
justos. Eso implica trasparentar la cadena de valores, por ejemplo. Por otro
lado, impulsar la producción agroecológica. No es ni el 0,1% de lo que llega al
mercado. Darle espacio en una nave y también dialogar con los operadores,
muchos son productores. Hoy justo tenemos una reunión, quieren escuchar las
propuestas.
-Están
también pendientes de la pata educativa, en referencia a la alimentación.
-Sí, creamos el Área de Alimentación Sana,
Segura y Soberana. Es uno de los roles que venimos a fortalecer. Educación y
formación con propuestas sobre cómo alimentarnos. Entender que hay
estacionalidad de frutas y verduras. Cómo comer de forma más nutritiva. Hacemos
talleres con cocineros famosos y populares, y se filman. También, reforzamos el
contacto del Mercado y los comedores. Que las ollas no sean pura papa y fideo,
que llegue verdura de hoja y fruta.
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“La crisis social y económica que trajo la
pandemia puso sobre el tapete, como hace mucho no pasaba, la problemática de la
alimentación. Son tiempos en que se necesitan alimentos, y sale a la luz los
mecanismos que participan en la producción, el rol del Estado, la
comercialización, los negociados. Se discuten la calidad y los precios”,
monologa por teléfono Agustín Suárez, ingeniero agrónomo. Es coordinador
nacional de la UTT, el gremio que nuclea a 16 mil familias de pequeños
productores de todo el país. Reflexiona: “No se entiende por qué está tan alta
la canasta básica, y a la vez decimos que producimos alimentos para 400
millones de personas. En realidad producimos granos para exportar, no
alimentos. Ahora se necesitan alimentos en volumen y en escala. Desde la UTT
tenemos la fuerza para ponerlos en las mesas.”
El Grito de Alcorta a principios del siglo
XX, las Ligas Agrarias del Nordeste en los ’70, el Mocase en los ’90. Raíces de
lucha campesina que hace crecer la UTT en el presente. Según el último censo
agropecuario, en la Argentina el 1% de las explotaciones controla el 36% de la
tierra. El 55% de las chacras más pequeñas tiene sólo el 2 por ciento. “Nos
reconocemos campesinos, aunque producimos verduras a 50 kilómetros del
Obelisco. El cinturón que le da de comer a la ciudad. También en Mendoza,
Córdoba, Corrientes y Jujuy”, dice Suárez. Cuentan con una ejemplar colonia
agroecológica cerca de Luján. Estas épocas de aislamiento obligado, suma, han
sido todo un desafío para articular las tareas en el territorio. Igual siguen
ayudando: “Armamos una red con comedores de organizaciones sociales. Llegamos
con zapallos, mandiocas y batatas a las ollas populares.”
Para el agrónomo, el arribo de Levaggi al
Mercado Central marca un reconocimiento y a la vez un desafío: “Es un rol muy
importante para el país y tiene la capacidad. El gobierno podría haber puesto a
un agrónomo de traje y mantenía el statu quo, como sucedió siempre. Igualmente
la UTT fue y será independiente de los gobiernos, porque somos un gremio. Es
todo una apuesta, y estamos buscándole la vuelta para acercar al Mercado
propuestas con consenso desde nuestra organización.”
Hace unas semanas, la autonomía de la UTT se
hizo visible frente a la Cancillería. Hicieron una olla popular para advertir sobre el riesgo de que se lleve adelante un
acuerdo productivo con China, mediante el cual se busca aumentar la exportación
de cerdos al país asiático: “Es la profundización del modelo agroexportador
–cierra Suárez-. Ya lo vivimos con la soja transgénica: dependencia,
concentración, contaminación, trae empleo a corto plazo y las consecuencias se
ven después. Entendemos que en este contexto hay que generar laburo y traer
dólares, pero ese no es el camino.”
**********
El ajo perfuma la nave 10. Con un escobillón,
Patricio Garcete les saca brillo a las cabezas blancas y radiantes que se
apilan en su puesto. “Acá vampiros no encontrás ni a palos. No hay desgracias
en este sector”, bromea el vendedor de cortitas rastas ensortijadas como
ristras. Trabaja en el Central hace siete años. Arrancó de abajo como cajero,
pero su labia y dotes para el mercadeo lo llevaron a las cumbres de encargado.
Dice, quizás nos chamuya, que puede dar cátedra sobre el bulbo. Sin transpirar
describe las cualidades del ajo colorado y de su primo chino. Sabe cuál tiene
dientes más generosos, cuál es más fuerte, cuál guarda el mejor sabor.
Garcete, fana del rock nacional, derrumba
mitos sobre la fama pesada que tiene el Central: “Mirá, yo era un pibe de
departamento de Belgrano. ‘Un pseudo punkito, de acento finito’. Vine a laburar
con esa idea de la mafia, el ambiente rudo, los barras bravas y la crónica
policial. Se dice cualquier verdura. Acá la gente es macanuda, desde los
puesteros hasta los changas, no es muy distinto al afuera.” Con la pandemia,
agrega, la clientela bajó mal: “Ya venía así de antes. Los cuatro últimos años
invirtieron mucho en la estética, pero la nave estaba vacía, no había un mango.
Ahora no repunta.”
Del otro lado del mostrador está Guadalupe
Fernández, minorista. Con local a la calle en Ramos Mejía. Es boliviana,
oriunda de la Villa Imperial de Potosí. Ahora radica en Villa Celina. Con ojo
clínico analiza la calidad de la mercadería: “Busco y busco, caballero, al
final siempre encuentro. A buen precio”. A propósito, se queja por la
inflación: “mucho acuerdo de precios, pero no se respeta. Las últimas semanas harto
han subido, por las nubes están.”
En sus 36 años de historia, el Central sólo
tuvo dos jefas de nave: “Re-machista. Es un territorio de varones, por eso está
bueno que ganemos espacios, enriquece”, asegura Vanesa Herceg, la dama a cargo
del galpón 10. Vanesa dice que no le tiembla el pulso para garantizar el
bienestar en sus dominios. Le ha cantado la justa a los más machos del mercado.
Durante la pandemia, agrega, le toca controlar que se cumplan al pie de la
letra los estricticos protocolos. La gestión de Levaggi la entusiasma: “se lo
ve comprometido. Antes no se veía al presidente caminando a la madrugada por las
naves. Lo veo como un par y está bueno que le den bola a las cuestiones de
género.” La jefa se despide porque tiene que seguir con la recorrida: “Alguno
ya te habrá dicho que esto es una ciudad, un mundo… Mi viejo, también
trabajador del mercado, me enseñó que es una familia. Te lo digo y se me pone
la piel de gallina.”
**********
Fría mañana en Abasto. La localidad está en
el cinturón hortícola platense. Sus quintas y colonias alimentan las bocas de
expendio mayoristas del Mercado Central. A 300 metros del cruce de la Ruta 36 y
la calle 502 vive Carolina Rodríguez.
Mamá de seis hijos, quintera, referente de
género de la UTT y promotora de salud. Así, en ese orden, se presenta. Tiene
raíces jujeñas, sus abuelos eran de Puesto Viejo, cerca de Perico, donde
creció. Fue víctima de violencia familiar: “A los 14 años me escapé, me fui a
trabajar al tabacal. Después me vine para Buenos Aires, me dijeron que iba a
estar mejor, que me iban a ayudar, pero todo fue distinto.” Trabajó en “las
flores” como medianera. Cultivaba claveles, clavelinas, fresias. Le pagaban
monedas. Se pareja la oprimía: “Me separé, algo que estaba muy mal visto. Me
discriminaron. Por ser mujer, por ser campesina.”
Hace diez años alquiló media hectárea acá, en
el cruce de la 36 y 502. El dueño, recuerda, le dijo que era tierra muerta. La
usaban para hace ladrillos. “Mi hijo, que iba a la escuela agraria, me decía:
‘se la puede hacer vivir de vuelta, mamá’. Pusimos choclo. Se elegían los más
grandes. El resto se trituraba y se daba vuelta en la tierra. Eso la alimenta.
Empezó a cambiar de color. Era roja, ahora la ve, negrita, negrita”. Resucitó.
Carolina cuenta que la última helada fue
brava. Quemó casi completo un cuadro de lechuga que había plantado: “No tengo
invernáculo, trabajamos a campo. Hay que tener platita para trabajar la
tierra”, cuenta, mientras camina por los
senderos que se bifurcan y trifurcan entre cebollitas de verdeo y diminutas
criollas. Ahora, dice, cruza los dedos para que la tormenta de Santa
Rosa no inunde. En septiembre quiere poner acelga y zapallito. Sus hijos
-Marcos, Juliana, Guillermo y Beatriz- la van a ayudar.
Hace cinco años, harta de
que camioneros e intermediarios le metieran la mano en el bolsillo al vender
los frutos de su trabajo, Carolina se acercó a la UTT: “Ahí entendí que la
lucha es colectiva. Tenemos una comercializadora, que nos garantiza un precio justo.
Antes no tenía ni para comer. Todo era para el alquiler. Ahora pude terminar la
casita y sigo produciendo.” También terminó la secundaria y se capacitó en
salud. Defiende a ultranza la agroecología y la comida sin químicos: “En carne
propia viví lo que son los agroquímicos. Mi hijo tiene problemas del corazón
por ese veneno.”
Orgullosa. Así se siente Carolina con la
llegada de su compañero de lucha a la presidencia del Mercado Central. Al
despedirnos, deja un mensaje para otro presidente, el que conduce la Argentina:
“Más derechos para las quinteras, que siempre estamos olvidadas, y acceso a la
tierra. Si soy dueña de la tierra, ni te imaginás, puedo plantar todo lo que
quiero.”
**********
Mandarinas, naranjas y pomelos. “Puro
cítrico. También cebolla y papa, que es lo que más sale. Lo más barato en la
cuarentena”, asegura Paulino Salazar, veterano comerciante de la nave 5. A
principios de los años ochenta llegó a Buenos Aires desde Presidencia De la
Plaza, Chaco, con una mano adelante y otra tras: “En el mercado había
posibilidades. No me fui más”, dice don Salazar, acodado sobre unos cajones desbordados
de hinojos.
En su trinchera del puesto 4, Paulino
sobrevivió a la híper del ’89, al crac del 2001, a los sube y baja de la “década
ganada”, a la debacle cambiemita: “Ahora, con esta pandemia, estamos peor. Otra
vez se ve a la gente buscando en los conteiner de descarte. Revolviendo la
basura. Ya lo vi en el pasado. No me gusta que pase otra vez.”
Elvira Gallo lleva 35 años al frente del
puesto 38. La custodian montañas de zapallos y calabazas: “Somos productores,
alquilamos tierra en Salta, en la zona de Embarcación. También traemos de Río
Negro, depende la temporada. El negocio lo arrancó mi finado marido”. Navidad,
Año Nuevo, cumpleaños, doña Elvira dice que no importa la fecha, la van a
encontrar al pie de los bolsones. Llega al Central a la 1 de la matina y
regresa a su casa extenuada a las 5 de la tarde. Se tira una siestita, después
se hace un purecito y a la cama de nuevo hasta que suene el despertador: “Sacrificada
es la vida del puestero.”
*********
Caminamos
por las naves. Levaggi no deja de abrazar el termo. Cada tanto se acomoda el
barbijo para chupar la bombilla del mate. Reflexiona sobre la agroecología,
hasta el presente casi sin espacio en el mercado: “Hace diez años, no entraba
en la agenda. Pero ahora es distinto, hay una condena social a los
agroquímicos. Las secuelas del agronegocio están a la vista: enfermedades,
cáncer, tierra devastada, pobreza. El Estado tuvo un rol activo en ese cambio
al modelo de siembra directa. El consenso social dice ahora que hay que ir para
otro lado, el Estado no se puede hacer el distraído. Vamos a impulsar políticas
desde este pedacito que nos toca.”
La
agenda del presidente del Central está apretada. En un rato tiene un compromiso
por Zoom y más tarde una reunión con puesteros. Antes del adiós, enfático sostiene:
“Hay que desterrar la idea de que el alimento agroecológico es carísimo, que se
tiene que pagar más. No, flaco, no es sólo producir sano para el que tiene
plata, y con veneno para el pobre. Hay que producir sano para todo el pueblo.”
*********
“¡¡¡Mire,
mire, señora, el tomate, el tomate baratito, tres kilos cieeeen
peeeeesoooos!!!”. El verdulero Jonathan Palacios tiene dotes de tenor. Así se
gana a la audiencia que pulula buscando precio y calidad en la nave minorista
del Central, la más concurrida en la mañana del martes. El escenario que
trajina el cantante es tecnicolor. Platea y palcos repletos de cajones de
bananas, peras, manzanas y puerros.
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