Desde el centro de la lustrosa pista de La Confitería, un coqueto centro cultural del barrio de Colegiales, a Mariano Ballesteros le importan un pito las definiciones del diccionario. De hecho, entre volteretas, sonrisas, saltitos y balanceos escribe la propia con su cuerpo. Cuando en los parlantes deja de sonar un clásico de la big band de Glenn Miller nadie tiene dudas. El muchacho sabe de qué hablamos cuando hablamos de swing. Lo cuenta bailando.
Desde hace varios años, Ballesteros es el maestro de ceremonias de La Swinguería, punto cardinal de la movida porteña de este estilo. Religiosamente todos los martes, los fieles de este baile nacido y criado hace casi cien años en los Estados Unidos se congregan para sacarle viruta al parqué del primer piso de la vieja casona ubicada sobre la calle Federico Lacroze.
El muchacho cuenta que dio sus primeros pasos en las pistas hace una década. En ese tiempo trabajaba como ingeniero en sistemas, estaba en pareja y no bailaba ni "El Meneaito". Pero un día su existencia dio una voltereta digna de Fred Astaire: se cansó de ver pasar su vida frente a una pantalla, se separó y en la danza encontró un mundo nuevo. Primero exploró el abrazo del tango, pero lo sintió algo nostálgico. Después el zarandeo del rock and roll, demasiado sucio y desprolijo. Antes de dar otro paso en falso, se cruzó con la elegancia y la alegría contagiosa del swing. Fue un flechazo que le dura hasta el presente.
Hace un tiempo colgó el mouse para siempre. Decidió formarse con los mejores. Viajó y conoció de primera mano las catedrales del ritmo. Entonces empezó a ganarse el pan dictando clases del baile que ama.
Como toda moda, el swing tuvo una existencia efímera y murió sin pena ni gloria en los '40. Resucitó recién en los '80 en las pistas europeas –Suecia y España son potencia– y goza de buena salud global hasta el presente, con miles de festivales y fanáticos. A la Argentina llegó a finales de los '90 y desde entonces no deja de ganar adeptos.
Hay academias, encuentros semanales y hasta un famoso bailongo: el Frankie BA, que celebra en mayo el cumpleaños del legendario bailarín.
Antes de volver al ruedo, Ballesteros se acomoda el pantalón tiro alto, también el corbatín y el sombrero Big Apple. Luego confiesa: "Cuando bailo la música me lleva a los dibujitos animados de mi infancia, las aventuras de Tom y Jerry. También estas eran las canciones que escuchaba mi abuelo Julio, marino mercante y gran bailarín. Por eso lo llevo en la sangre".
A eso de las 10 la pequeña big band sube al escenario y los primeros acordes del contrabajo prenden fuego la pista. Ballesteros, Sívori y una docena de valientes patinan la madera como en trance. El cronista patadura no puede esquivar el convite y termina moviendo el esqueleto. Preferiría no hacerlo. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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