En la Argentina se sabe poco y nada sobre la muy rica cinematografía boliviana. Lo que sí se sabe, no tengan dudas, es que son contadísimas, a cuentagotas, las películas producidas en el país andino-amazónico que logran su merecido estreno comercial en las salas porteñas. O su exhibición en festivales y ciclos. O, siquiera, su copia pirata ofrecida por caseritas y caseritos de las ferias del Bajo Flores o de Liniers. ¡Por suerte tenemos internet!
Más allá de la producción clásica que logró saltar fronteras en el pasado, con la obra de Jorge Sanjinés como resplandeciente faro solitario, hay que resaltar que la cinematografía boliviana ha vivido (y sufrido) un verdadero proceso de cambio en la última década ganada. Mayor cantidad de films que salen a la luz, la emergencia con rasgos propios de las cinematografías regionales y la irrupción de nuevos cineastas que retoman senderos ya transitados y que -con buenos criterios e inevitablemente con buenos tropiezos- se animan a explorar nuevos territorios.
“El cine boliviano nunca ha logrado exceder las glorias y desgracias de su sistema artesanal de producción. Aquí cada cual hace su película como puede y según los modos que las condiciones y los auspicios le permiten. En parte, estas fragilidades de la práctica explican que el cine boliviano sea un ‘cine de autor’: es decir, cine en que el autor decide casi todo, aunque esa libertad la ejerza en circunstancias que no son de su elección.” El fragmento citado pertenece al libro Después de Sanjinés. Una década de cine boliviano (2009-2018), de Mauricio Souza Crespo, uno de los mayores investigadores, historiadores y críticos de la literatura y la cinematografía bolivianas. Una obra publicada recientemente bajo los auspicios editoriales conjuntos de la editorial paceña Plural y del blog Tres Tristes Críticos del tridente Rodrigo Ayala, Fernando Molina y el propio Souza Crespo.
Después de Sanjinés resulta una obra fundamental para entender el presente de la cinematografía boliviana. Un cine, según el crítico, que sin gran público en las contadas salas y de esporádico ingenio formal, es capaz en la actualidad de hallazgos parciales, secuencias memorables, y posibilidades no menos presentes y actuantes por ser apenas intuitivas. Características que acercan a la boliviana a “casi cualquier otra cinematografía nacional”. Y con las dificultades que ha atravesado la cinematografía boliviana en su dilatada historia, no es poca cosa.
El grueso volumen de 307 páginas está organizado en tres apartados. El primero y más generoso reúne 40 reseñas de películas bolivianas –o relacionadas con Bolivia- del período histórico marcado por la hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS) y su giro “radical”. Souza Crespo traza una cartografía crítica de los últimos diez años del cine parido en la Bolivia de los tiempos de Evo Morales. En su radar crítico aparecen films conocidos pero no reconocidos en estas pampas, como Zona Sur (recuerdo una proyección hace pocos años en la TV Pública), YvyMaraey y Søren de Juan Carlos Valdivia; Viejo Calavera, de Kiro Russo; Ciudadela, de Diego Mondaca; y Perfidia, de Rodrigo Bellot. Pero también analiza obras fascinantes y casi desconocidas en Argentina, como Pandillas en El Alto, el potente cortometraje de tópico minero Juku de Socavón Cine y Eugenia de Martín Boulocq. Un mapa que invita a la exploración por varios senderos que se bifurcan y trifurcan.
En el segundo apartado, Souza Crespo cambia de aire y se concentra en los cambios, mutaciones y transformaciones en las maneras de “Ver y hacer cine en Bolivia”. Lectura obligatoria para trabajadores del gremio. La reflexión sobre la labor del crítico tiene su espacio en este capítulo. En uno de los textos, el autor arriesga que “acostumbrados a insistir en que hacer cine en Bolivia cuesta muchísimo (habría que averiguar pronto el nombre de esos lugares en los que hacer cine es hacer un paseo de parque), se espera en ocasiones que la crítica discuta el valor de una película a partir del esfuerzo invertido en hacerla. Esta expectativa solo se aplica al cine boliviano, ese que hace ‘gente que conozco’ y a la que ‘he visto esforzándose mucho’. Un posible equivalente hollywoodense de esta costumbre sería la de pedir que juzguemos el valor de una película por la cantidad de plata invertida en ella. Sin verla, podríamos decir así que Ragnarok es la mejor película de 2017. ¿Acaso 180 millones de dólares pueden equivocarse?”
La última parte del libro, íntegramente integrada por el ensayo de más largo aliento, medita sobre el concepto del “regreso” en diversos films a esta altura ya icónicos. El clásico Vuelve Sebastiana de Jorge Ruiz y el más reciente documental El corral y el vientode Miguel Hilari. En este diálogo reflexivo también aparecen road movies como Mi socioy Cuestión de fe. Pero en realidad, el texto también, y sobre todo, es una excusa perfecta para hacer foco en dos obras del maestro Sanjinés: el clásico de clásicos La nación clandestina y el magnum opus paraestatal Insurgentes.Es que la cinematografía boliviana vive un sempiterno “regreso” a la obra de Sanjinés. En su libro, Souza Crespo nos da indicios de lo que, quizás, vino después.
Publicada en Tiempo Argentino, por acá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario