En la Colonia Infantil Mi Esperanza, Juan Antonio Aguilar era un número. 1184. El hombre, hoy de 56 años, camina en una tarde diáfana de abril por el predio enclavado en Isidro Casanova. Allá afuera para la mayoría es un día más. Acá adentro se respira el aire pesado de los recuerdos que duelen. Juan frena su andar para observar los pabellones abandonados donde creció durante la década del setenta. Respira hondo. Cuenta que jamás pudo borrar la cifra de su cabeza. Interno 1184.
La Colonia ubicada en La Matanza, a 22 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, fue el establecimiento en el que el Estado argentino confinó por la fuerza a los hijos de padres afectados por la lepra. La institución de encierro estuvo abierta por cuatro décadas, entre los años cuarenta y los ochenta, invisible para la sociedad, para los medios, para la historia.
Aguilar sigue andando, busca respuestas en el paisaje arbolado, contempla unas curtidas cruces de madera que cuelgan de unos postes de luz, vuelve ya canoso al pasado, a su infancia, que retrata sin rastros de esperanza: “En vez de nenes, éramos números. Cuando te daban la ropa, todo estaba bordado con esas cifras. Esa era nuestra identidad. Nunca jamás nos explicaron por qué estábamos acá, qué les había pasado a nuestros viejos. Éramos abandonados en nuestro imaginario. Huérfanos de padres vivos. Nos borraban nuestra historia. Durante más de diez años, yo fui 1184”.
El paradigma eugenésico
En esta historia, que combina en dosis desparejas la segregación, el desarraigo y el maltrato, hay otros números. El 17 de septiembre de 1926, el Congreso aprobó la Ley 11.359 de profilaxis contra la lepra, a partir de un proyecto del doctor Maximiliano Aberastury. La normativa fue sancionada en el contexto de profundas discusiones sobre el rol sanitario que debía asumir el Estado para combatir la endemia del “Mal de Hansen”, la enfermedad infecciosa causada por la bacteria mycobacterium leprae.
Frente al paradigma médico y científico se impuso el sesgo eugenésico como marco ideológico: aislamiento obligatorio de los “enfermos peligrosos” en colonias, la prohibición de contraer matrimonio entre contagiados, la denuncia a quien portara el estigma visible de la enfermedad en su piel, y hasta la separación obligatoria de los hijos de sus madres y padres afectados por la lepra. Ese fue el lóbrego marco normativo en el que se inscribió el tratamiento de los hansenianos (y sus familias) en la Argentina.
Durante la “Década Infame”, el giro conservador y represivo en el país acompañó a las políticas “antileprosos”. En esos años surgió el Patronato de Leprosos, una institución privada autodenominada “filantrópica”, creada para realizar obras benéficas de asistencia a los afectados por la enfermedad. Abrazado a las familias poderosas de la Argentina y a la Iglesia Católica, el Patronato accedió a suculentos subsidios, asignados para la lucha contra la lepra, y a tierras fiscales. Su presupuesto se engordaba también con campañas masivas de colecta y las donaciones de las damas de caridad de la alta sociedad, con doña Hersilia Mercedes Casares de Blaquier a la cabeza.
En los años cuarenta funcionaban en la Argentina siete “leprocomios”. La Colonia Buenos Aires (hoy Hospital Baldomero Sommer), en General Rodríguez; la Colonia Pedro Baliña, en Misiones; la Colonia Juan José Puente, en Córdoba; la Colonia Enrique Fidanza, en Entre Ríos; el Leprosario Manuel Rodríguez, en Santa Fe; y la Colonia Maximiliano Aberastury, en la chaqueña isla del Cerrito. Allí derivaban a las personas enfermas, estigmatizadas por y para la sociedad. Entrando a esos sitios de encierro dejaban de ser padres, madres o esposos. Pasaban a ser internos.
Rodolfo Walsh escribió una crónica ejemplar y demoledora sobre el día a día de los enfermos confinados en la colonia del Chaco. ¿Las víctimas? Invariablemente pertenecían a un mismo sector social, la gente más desamparada de las provincias del norte. El texto fue publicado en la revista Panorama en 1966 con el título “La isla de los resucitados”. Las palabras de Walsh llegan al presente como un rayo que no cesa: “Durante siglos la lepra fue tenida por castigo divino. Hoy no se puede ignorar que es un castigo humano. Su agente natural es el bacilo de Hansen. Su co-agente es el hombre, y específicamente cierta clase de hombre, que es también el responsable de la anquilostamiasis que parasita el setenta por ciento de la población correntina; del analfabetismo para el que ni siquiera hay estadísticas ciertas; de las migraciones que nadie se molesta en estudiar; de la miseria que roe a todo el noreste argentino.”
Vigilar y castigar
Desde el norte siempre pisoteado de nuestro país llegó Juan Aguilar a la Colonia Infantil Mi Esperanza en 1969. “A mi padre, Irineo Aguilar, le detectan lepra en Formosa. En orden a lo que decretaba la ley, nos traen a la fuerza a toda la familia a Buenos Aires. A mis tres hermanas las encierran en La Plata y a mi viejo en el Sommer. Mi hermano Casimiro Filomeno y yo terminamos en la colonia. Es como que nací acá, tenía 2 años, me destetaron de mi vieja, que era una señora muy humilde que apenas sabía hablar guaraní y quedó a la deriva en Capital. Así empieza la pesadilla”.
El nuevo hogar de los hermanitos Aguilar y de muchos otros niños que tuvieron la desdicha de ser hijos de leprosos había sido inaugurado con pompa y circunstancia en 1941. Treinta y siete hectáreas encajadas entre la Ruta 3, la avenida Cristianía y las vías del Belgrano Sur, en el barrio obrero San Alberto de Isidro Casanova. Contaba con un Hogar Cuna, una clínica, una escuela-taller y una capilla. También, con cuatro modernos pabellones: Ana Bernal de Justo, Eduardo Zuberbühler, Ángel Devoto y Virgilio Etcheverry. Todos bautizados con los apellidos de las familias patricias que dieron el diezmo para la causa.
Según los registros oficiales, más de 2000 pibes pasaron por la colonia. Muchos bebés murieron al poco tiempo de ingresar. Frente al hoy desértico edificio del Hogar Cuna, Aguilar explica que el ojo del Estado estaba puesto en separar a las familias de clase baja: “La gente acomodada que tenía lepra no era enviada a las colonias. Había obispos, políticos, hijos de policías contagiados, pero no corrían nuestra suerte”.
Con la cruz y la vara de madera sobre el lomo. Así crecieron los internos de la colonia matancera. Aguilar pasó once años allí. Los resume con una palabra: opresión. “Estaba todo regimentado. La educación, las relaciones personales, todo regido por personas con un sadismo enorme. Muchos eran religiosos, como las monjas que estaban a cargo. Situaciones de violencia, palizas cotidianas”. En Mi Esperanza reinaba un orden monástico: antes del desayuno venía la obligada misa, las procesiones periódicas, el machaque cotidiano de la fe católica: “Nos hacían rezar hasta por la conversión de los comunistas.”
Aguilar repite que las autoridades jamás les hablaron de la enfermedad que afectaba a sus padres, ni siquiera cuando eran más “mayorcitos”: “Si tenías a tus viejos internados cerca, te llevaban a visitarlos. Pero nunca explicaban nada. Salía un micro para el Sommer, por ejemplo. Los podías ver a la distancia, metros y alambrado de por medio. Ni soñar con tocarlos. Así crecimos, sin un beso o una caricia de nuestros viejos”.
Afuera de la capilla hay una placa que lleva la firma de la familia Blaquier. Adentro del pequeño templo reina un silencio sempiterno. Juan recuerda que fue monaguillo en mil y una misas. Ese rol le abrió la posibilidad de seguir sus estudios secundarios en una escuela agropecuaria de la localidad bonaerense de 25 de Mayo: “Pero la mayoría de mis compañeros no tuvieron esa suerte. A los 14 te abrían la puerta y era ‘arreglate como puedas’. Muchos terminaron en la calle, solos, sin poder revincularse con sus familias y sin la contención del Estado. Con el estigma social de la lepra en el ADN. Yo pude reconstruir mi historia muchos años después. Por eso nos estamos agrupando con excompañeros. Queremos que este espacio nos integre como minoría segregada que somos. Que haya memoria”.
Cuando se borra la mente
Elba, Miriam, Eduardo y Marta son hermanos. Después de varios años se reencuentran en el predio donde funcionaba la Colonia. Comparten milanesas caseras en unas mesas pegadas al Hogar Cuna. Su madre, Luisa Gamarra, se contagió la lepra a mediados de los ‘60, cuando la humilde familia vivía en San Fernando. “La mamá se enfermó y nosotros no sabíamos qué era. De un día para el otro nos separaron y terminamos acá. Pero mucho no me acuerdo, a veces siento que mi mente se borró; como que no quiero recordar, para seguir viviendo”, reflexiona Marta, la hermana mayor, de sonrisa blanca como la luz del sol de otoño.
Niños número. Marta recuerda que era el 949, su hermano Eduardo, 946. Miriam y Elba bucean en la memoria, pero sus números de registro no aparecen. Confiesa Elba: “Es terrible que te separen de tus papás. Es escarbar en una parte de la historia de una que no es linda. A veces pienso que fuimos felices acá, pero salen cosas que no son buenas. Cómo se separó la familia… porque nosotros éramos seis hermanos de distintos padres. Miño, Gamarra y Alegre. A una hermana la reencontramos recién hace 15 días, y salimos de acá en los setenta”.
Al maltrato cotidiano y al régimen estricto, los hermanos suman el flagelo del trabajo infantil: “Hacíamos bujías, chapitas de sidra, muñequitos, espirales, portalámparas. Era para juntar plata para los viajes del verano y para aprender a trabajar, pero nunca nos dieron ni un peso… diez años teníamos. Andá a saber quién se quedó con esa plata”.
Cuando dejaron Mi Esperanza, los cuatro hermanos se ganaron el pan como pudieron. Limpieza, changas, cama adentro. Siempre ocultando su pasado ligado al Mal de Hansen por temor a la discriminación. Añade Miriam: “Para mí, la lepra es una enfermedad más, pero afuera era mala palabra. Te rajaban del trabajo, mejor era no contar”. En el presente, Eduardo vive en Quilmes; las mujeres, cerca del Sommer, donde murió “la mamá ya de muy viejita, a los setenta y pico”.
De la Colonia, Elba conserva las heridas en sus rodillas –cuenta–, de cuando la obligaban a arrodillarse sobre maíz como castigo por hacerse pis en la cama. También la bronca por no tener a su vieja cerca cuando la necesitaba: “Era mi sueño, vivir con ella. Una vez se escapó del Sommer y me vino a buscar. Estaba feliz. Estuvimos unos días en lo de una tía, no teníamos nada afuera de las colonias. Tuvimos que volver, separadas. Se me cayó el mundo. Quisieron desmembrar a las familias. Pero miranos ahora, unidos”.
Don Eduardo deja un mensaje postrero antes de ingresar a la capilla en la que lo esperan sus hermanas, sentadas frente al altar: “A nosotros no nos abandonó la mamá. Nos abandonó el Estado. Nunca nos explicaron por qué estábamos acá. Al enfermo lo aislaban; al hijo, igual”.
Construir memoria
Desde los años ‘70 la colonia también albergó a niños judicializados. Así arribaron a los pabellones desde un Juzgado de menores los hermanos Patricia y Alejandro Guardia. Forman parte del grupo de exinternos que reclaman memoria: “Lo que rescato de este espacio es la solidaridad de los compañeros. Nos conteníamos, porque había gente que la pasaba muy mal. Les pegaban a los vulnerables, a los que no tenían a nadie”, sentencia Patricia, recicladora urbana de José C. Paz. Su hermano acota: “Si hay una enfermedad, la solución no es separar. Toda madre y padre tiene derecho a estar con sus hijos”.
Después del golpe de Estado del ’76, la relación de la colonia y el poder de turno llegó al paroxismo. Los niños fueron desalojados del pabellón Zuberbühler y allí se estableció, según recuerdan los exinternos, una guarnición militar. “Había movimientos de jeeps, soldados por todas partes, en plena época de la dictadura. Andá a saber si no salían a matar y a secuestrar gente”, arriesga Juan Aguilar y señala el espacio que ocupaba el pabellón, que en la actualidad se encuentra fuera del predio. En esos tiempos, suman los exinternos, Alicia Hartridge, la esposa del dictador Jorge Videla, realizaba visitas de propaganda a Mi Esperanza, siempre acompañada por una guardia pretoriana de uniformados. Desde el Obispado de San Justo, que actualmente interviene el lugar, lo niegan.
A principios de los ’80, en las últimas semanas de la dictadura, la Ley 22.964 reemplazó la vetusta normativa de profilaxis de la lepra. Fue sancionada por decreto del presidente de facto Reinaldo Bignone, cuya hermana era parte de la comisión directiva del Patronato del Enfermo de Lepra de la Argentina. Luego vinieron otros tiempos oscuros, cuando el espacio fue administrado por la Fundación Felices los Niños, comandada por Julio César Grassi, el sacerdote condenado por abuso sexual de menores, acoso y malversación de fondos.
Después llegó la intervención del predio bajo el ala del Obispado de San Justo, con el cura villero Basílico Brítez a la cabeza, quien abrió las puertas de la colonia a los exinternos. El “Padre Bachi” murió durante la pandemia. Actualmente el enorme terreno cobija una casa de encuentro comunitario para los niños del barrio, un refugio para abuelos y abuelas, un espacio dedicado a la recuperación de adictos a las drogas, un espacio de reciclaje, un jardín de infantes y una escuela. Ni un metro cuadrado, ni una placa, ni un cartel están dedicados a recordar el paso de los hijos e hijas de leprosos segregados por el Estado argentino. Sí, en cambio, una de la familia Blaquier.
Juan, Elba, Marta, Miriam, Eduardo, Patricia y Alejandro posan abrazados para el fotógrafo de Tiempo frente al edificio del Hogar Cuna antes de que caiga pesado el telón de la noche. A coro elevan su voz: “Queremos ser integrados a este espacio, que se asista a los compañeros abandonados, revincular a las familias. Construir memoria para que esta historia no se repita”. Nunca más. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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