En el principio era el verbo… dominar. “Dios hizo los animales domésticos, los animales salvajes, y todos los reptiles, según su especie. Y Dios consideró que esto era bueno, y dijo: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo’. Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó”.
La cita es del Génesis, el libro de la Creación. No se discute: los animales fueron creados para ser dominados. Explotados, abusados, diezmados, devorados por los seres humanos. Es palabra de Dios. Amén.
“Es como un pecado dejar de comer carne en Argentina. Cuando le dije a mi vieja que no iba a consumir más leche y carne, ella pensaba que había entrado a una secta. Rezaba por mí, porque me había convertido en un diablo”, explica la activista santafesina Alexia Dean. Tiene 41 años y hace diez que es vegana. Pone el cuerpo en el activismo desde 2017. En Santa Fe capital pilotea Animal Libre Argentina, una ONG internacionalista que promueve el veganismo y los derechos animales. “Tenemos una postura ética que busca dejar de tratar a los animales como objetos, no cosificarlos, verlos como personas con derechos. Así como el racismo es la discriminación por raza y el sexismo, por sexo, el especismo es la discriminación por especies; es proteger a unos animales y comer a otros, creernos más, superiores a ellos, esclavizarlos. Ni alimento, ni vestimenta, ni trabajo, ni recreación. Son muchos frentes para pelear porque el mundo gira con los principios de la explotación animal”, precisa Dean, una rebelde con causa.
En 2012, mientras miraba un capítulo de CSI: Las Vegas, Alexia tuvo una epifanía. “Mostraban cómo se mataban gorilas en pruebas y ensayos de laboratorio. Eso me generó empatía, hacerme preguntas que nunca me había hecho”, recuerda. Al toque, salió disparada a buscar respuestas en Internet. Se encontró con información que la dejó nocaut.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, cada segundo son sacrificados 2.000 animales en el mundo, unos 345 millones por jornada. Los peces se cuentan por peso: 140 millones de toneladas a diario. Una operación masacre en el reino animal. Dean suspira, toma envión y confiesa: “Pensá que vengo de una familia de campo, alimentada a base de asado. Los animales se criaban para después alimentarnos. Siempre me preocuparon estos temas, no me gustaba matar ni a una hormiga. Pero en paralelo me encantaba comer salamín, acá cerca se hacen carneadas. Me di cuenta de que alimentaba esas matanzas. Ser vegana implica romper mandatos muy fuertes. Es todo un proceso entender que vivís en un mundo donde la economía, la cultura, las tradiciones están paradas sobre el abuso animal”.
Al inicio de su conversión al veganismo, en su Santo Tomé natal, Alexia se sentía una rara avis ante la bandada carnívora. Tuvo que aprender a comer desde cero: “Arranqué con el tofu, pero la primera vez que quise prepararlo lo corté con vinagre, un asco. Era fracaso tras fracaso. Al final aprendí, soy mandada”. Pastas caseras, leche de coco y hasta –ahora sí- tofu a la naranja. Alexia devino en chef verde sin pergaminos. “Muchos dicen que es caro ser vegano. Sin embargo, la realidad dice otra cosa. Un informe del Programa de Alimentación Saludable del Ministerio de Salud concluyó en que el costo de la comida vegana es un 20% más económico que la especista. Hay que informarse y buscar dónde comprar. En el interior es todo más difícil. Por eso con Animal Libre impulsamos un veganismo popular y federal. Este es un tema que no es mainstream en toda la Argentina”.
A veces, confiesa, siente saudade de clavarse un sanguchito de miga de jamón crudo. Pero al rato se le pasa. Hace poco descubrió el jamón crudo vegano. Un manjar hecho a base de vegetales sin componentes cárnicos: “Ya te dije, no decidí dejar de comer animales porque no me guste, sino por una cuestión ética. Atrás de mis cinco minutos de disfrute con el sanguchito de miga había vidas que morían y no resucitaban”.
Temblando, exhaustas, aterradas. Sin derecho a decir ni “mu”. Con sus penas a cuestas. Así llegan al porteño mercado de Liniers las vaquitas que siempre son ajenas. Es una mañana tórrida de finales de verano. El sol bien alto en el cielo diáfano invita a prender el fuego para un asadito en mi casa de Barracas. Pero no tengo un mango y cada vez como menos carne. Entonces queda el consumo simbólico. Zapping por programas de cocina antes de trabajar. Puro postre. No me llenan. Cambio. En el canal de noticias, el cronista agropecuario informa que ingresaron 7.299 vacunos al mercado. Fueron descargados de 208 camiones. El periodista mira fijo a la cámara y después aclara que en las subastas se evidenció un mayor interés de los compradores por las categorías livianas y, comparativamente, menor firmeza para los novillos. Parece el mercader de Venecia. Liquida el informe: el Índice General del Mercado de Liniers fue de $222,368, mientras que el peso promedio general resultó de 422 kilos. En el país de las vacas sagradas, precio y peso de sus cadáveres exquisitos.
Hace unos años estuve en las entrañas de un matadero. Un frigorífico cosido a la Ruta 3, barrio de Virrey del Pino, en La Matanza profunda. Fui a hacer una nota sobre su reapertura. Recuerdo que, con el bolsito al hombro, iban cayendo los muchachos y las muchachas para comenzar la faena. Del otro lado del mostrador estaban las vacas en los corrales. A pasitos, la manga que las iba a llevar sin rodeos hasta el cadalso. Corredor de la muerte.
Esa tarde hablé con el capo de la empresa, una recuperada que había tocado fondo entre los años duros del menemato y el estallido de la Alianza. Era un laburante grandote como un toro. Un veterano del gremio. Cuarenta y tres años bien llevados sobre el lomo. Me contó que arrancó lavando y emprolijando las medias reses, y con el tiempo fue ganando confianza con el cuchillo y la chaira. A esa altura del partido eran casi la extensión de sus manos. Sin embargo, si era necesario pelaba las vacas con los dientes. “Hay que llevar el pan a casa”, me dijo antes de comenzar la faena.
Bañadores, guincheros, rajadores de pecho, sierristas: son las especialidades alineadas a lo largo de la noria que convierten la res en carne de gancho. Oficios que suelen heredarse. La escena es llena de vapores, ruidos mecánicos, metal pesado, hormigueo de trabajadores y las reses peso muerto que se deslizan desnudas hacia las cámaras.
Pintura gore: chinchulines, tripas, cueros, rojo shocking. Llueve sangre como en un tema de Slayer. ¿Huelen la muerte? El frigorífico devora todo en una pantagruélica digestión. Nada se pierde. Todo se aprovecha. Al final, los sellos de calidad. Argentina for export.
Animales que son productos. Su vida y su muerte han sido mecanizadas. Escribe el sociólogo Christian Ferrer en su ensayo La mecanización del cadáver: “Transformado en el árbitro de todas las especies, el hombre las sometió a su arbitrio. Es un acontecimiento que no puede ser revertido, ni redimido, y quizás tampoco pueda ser detenido. La progresión de la historia humana, y el rango de sus necesidades, así lo exigen. Es un experimento inmenso y cruel diseñado para antedatar la llegada del Apocalipsis, comenzando con el de los animales. Se trataría de la remoción de la orden dada a Noé: no la conservación y cuidado de la vida, sino su holocausto”.
Desde hace demasiados años, muchos han dicho basta, paremos esto, no más. En 1987 fue Jennifer Graham, una adolescente yanqui que se negó a realizar una vivisección en su clase de biología. Dijo “no”. Por la osadía, las autoridades le bajaron la nota. La piba le hizo juicio al estado de California. Lo ganó. La disección in situ nunca más fue obligatoria en ese estado. Desde ese caso, miles de alumnos han optado por estudiar biología de una manera más humana, libre de violencia. Luchar garpa.
Vayamos más atrás en el tiempo. El naturismo, alimentado por los anarquistas, fue una doctrina muy popular a finales del siglo XIX. El padre ácrata de Borges estuvo entre sus cultores. Recuerda el escritor en su autobiografía que una vez, caminando por las calles, su papá le dijo que se fijara en las carnicerías, ya que en el futuro iban a desaparecer y algún día podría contarles a sus hijos que había visto alguna. La profecía borgeana sigue sin cumplirse.
El naturismo buscaba, sin eufemismos, mejorar la calidad de vida de las clases trabajadoras. Eran tiempos del capitalismo tracción a sangre de caballos, burros, mulas y, por supuesto, humanos. Entonces surgían las primeras sociedades protectoras de animales. Decimonónica también es la Ley Sarmiento, sancionada en 1891, que establecía penas– mínimas– a quienes maltrataran animales.
El menú naturista incluía principios como “la buena vida” en la naturaleza, la alimentación “proteínica-racional”, el nudismo y, obviamente, el vegetarianismo. Hermandad entre la política y la cultura popular. Una suerte de “ecología social de los pobres”, que siempre se han nutrido de vegetales. Se sabe, la carne es un privilegio de ricos. Suma más claridad Ferrer en su ensayo: “En China y en India hace miles de años que la comida está confeccionada con base de vegetales. Por cierto, los hindúes reverencian a las vacas, pero no dejan de ordeñarlas. Sin embargo, la necedad no deja de expandirse: el ganado necesita de alimento proveniente de tierras de cultivos que podrían ser usadas para nutrir a la especie humana con proteína vegetal; se destruyen bosques para hacer lugar a tierras de pastoreo; y las flotas pesqueras capturan un cincuenta por ciento de pesca inservible que sucumbe en el buque-factoría. Si se considera que los vegetales producen diez veces más proteínas que la carne, cabe concluir que la industria de la proteína animal colabora en el aumento del hambre en el mundo. Solo un boicot podría detener esta trituradora.” ¿Lo veremos con nuestros ojos?
La doctora en Derecho Silvina Pezzetta usa las herramientas de su disciplina para cuidar a los animales. Investigadora del Conicet y docente de la UBA, la jurista tiene a su cargo, junto a su colega Pablo Suárez, un curso de Ética Animal en la casa de estudios pública. Escribió decenas de artículos sobre el derecho animal, los fundamentos teóricos existentes y el vasto universo que falta explorar: “No es algo nuevo. Hace siglos que el Derecho dentro de sus estudios y la Filosofía se hacen preguntas sobre las relaciones inter-especies. Si pensamos en las historias de las segregaciones de grupos humanos por género, color de piel, nacionalidad, no hace falta mucho esfuerzo para sumar en ese marco a la especie”.
El concepto “especismo” fue la contribución de Peter Singer a la historia de las ideas. En su libro Liberación animal (1975), el filósofo utilitarista australiano afirma que, si nos guiamos por principios éticos que buscan la disminución del sufrimiento y la ampliación del bienestar, no sería aceptable inducir dolor a una especie en función de los intereses de un colectivo definido por su estatuto superior. Y en el supuesto de que los animales tengan intereses, el primero de ellos sería no sufrir. Pezzetta clarifica: “La segregación por especie es la única y última discriminación jurídica socialmente aceptada. Frente a una discriminación racista o de género se alzan voces, hay tribunales; después, uno puede ver si funcionan, pero hay herramientas para luchar después de siglos de disputas. Pero con los animales está totalmente naturalizado”.
Para Pezzetta es interesante desentrañar esa naturalización: “Su fundamento es la debilidad o pretendida inferioridad de los animales. Algo muy impresionante y peligroso. El argumento es que los animales no razonan, no tienen cultura, no son como nosotros. Obviamente están en inferioridad, por eso el dominio humano. Por eso se les puede hacer cualquier cosa”.
A la hora de combatir el especismo, Pezzetta afirma que hay que tener una mirada matizada sobre las herramientas que brinda el Derecho para la ampliación del campo de batalla: “Es una herramienta social, hay que mirarlo sin caer en extremos, ni tampoco con total escepticismo. Hubo causas resonantes en Argentina que han reconocido que los animales son sujetos de derecho”. Una de las más relevantes data de 2014, cuando Elena Liberatori, jueza en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad de Buenos Aires, consideró a la orangutana Sandra persona no humana, sujeto de derechos y ser sintiente. Sandra dejó atrás su cautiverio en el zoológico porteño y fue enviada a un santuario en Estados Unidos. El fin de las carreras de galgos y los fallos en los que se consideró que los animales son parte de una familia también marcaron hitos en este campo. En paralelo, el presente sigue siendo oscuro para Pezzetta: “El Estado incentiva la producción ganadera o la cría intensiva, que implican empeorar muchísimo la situación de millones de animales. Las próximas generaciones van a ver con espanto cómo los tratábamos”.
Manuel Martí dejó de comer carne a principios de los 80. Eran los años de la dictadura, cuando la Argentina era un matadero a cielo abierto. Mientras cocina unas papas, hace arqueología de la decisión que le cambió la vida: “Era un pibe, tenía 18 años. En ese tiempo era muy raro cruzarte con un vegetariano. Es más, era un acontecimiento. No había nada de información y menos grupos de vegetarianos locales. Solo algún libro naturista y lo que llegaba por organizaciones como la Gran Fraternidad Universal y la Fundación Hastinapura. Medio hippie y contracultural. Sumale el cerrojo de los milicos y sus condimentos. En esos primeros tiempos me sentía como un lobo estepario”.
Martí hoy se gana la vida como periodista. En esos años iniciáticos, se la rebuscaba como artesano. Tenía un puesto en la plaza San Martín. En la feria, vio que un colega no se despegaba de un libro gordísimo: “Una obra del doctor Eduardo Alfonso, un médico español. Manual de 40 lecciones de medicina naturista. Me llamó la atención y lo compré. Me atrapó, sobre todo la parte que hablaba de carnivorismo”. La lectura lo hizo dejar el churrasco para siempre: “Me bajó la ficha de que era una vaquita. No comí más carne. No quería ser más cómplice. Ni me preguntes si extraño. Cuando siento olor a carne, me viene una repulsión terrible”.
Martí es un pionero, con los retos que eso significa. En el año 2000, fundó la Unión Vegana Argentina (UVA). “Estábamos atrasadísimos acá. Tuvimos algunos antecedentes, como la Asociación Naturista de Buenos Aires, en 1900, que eran vegetarianos. Cuando llegó Internet, descubrí la International Vegeterian Union, que tenía más de 100 años de vida. Les escribí y me propusieron hacer unas traducciones. Me convertí en activista. Así nació la UVA y fuimos creciendo. Mucho”.
Los números hablan. En 2019, precisa Martí, hicieron una encuesta con la prestigiosa consultora Kantar, que repitieron en el pandémico 2020, sobre la cantidad de vegetarianos en nuestro país. Los guarismos dicen que el 12% de la población argentina es vegetariana: “Casi cinco millones de personas sin sumar a los flexivegetarianos, que comen poca o nula carne por semanas. ¡Una bocha! Por eso te digo, necesitamos políticas de Estado”.
Las autoridades van a contramano. El decano de la UVA reflexiona: “Supongamos que les importa un carajo el bienestar de los animales. ¿Pero no ven la relación que tienen las matanzas con las enfermedades? Accidentes cerebrovasculares, cáncer, diabetes, todas relacionadas con el consumo de proteínas de origen animal. Bueno, pensemos entonces que tampoco les interesa la salud. ¿No les importa el cambio climático? Las Naciones Unidas, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y el Acuerdo de París dicen que la industria cárnica es la que más contamina el planeta. Hay miles de científicos avisando que nos queda menos de una década para tomar decisiones radicales para mitigar el cambio climático que destruye el lugar donde vivimos. Ni los animales, ni la salud, ni el planeta que habitamos. Estamos frente a una patología importante. Son malas personas, solo les interesa el gustito que sienten cuando comen animales. Estamos en el horno”.
Según Martí, tomar el carril de la política es un viaje directo al abismo: “Si pienso en los legisladores, todos tienen intereses agropecuarios atrás. Muchos son dueños de criaderos de pollos, cerdos, vacas o tienen campos de soja. ¿Cómo van a votar leyes que reconocen a los animales como personas no humanas?”.
Con el Poder Ejecutivo no le fue mucho mejor. En pandemia visitó al presidente Alberto Fernández. Almorzaron, obviamente, viandas veganas. Martí le manifestó su preocupación por el acuerdo porcino con China, un megaproyecto millonario que implica la instalación de 25 granjas industriales, con el objetivo de exportar 900.000 toneladas de carne de cerdo. “Ecocidio y fábricas de nuevas pandemias”, aseguran a dos voces ambientalistas y proteccionistas. Martí le dejó al Presidente un documento muy crítico firmado por más de 500.000 personas. También mencionó la posibilidad de impulsar políticas como el “Lunes sin carne” (Meat Free Monday) en las dependencias públicas, una iniciativa, que Paul McCartney apoya desde 2009, para crear conciencia sobre el impacto ambiental de la industria y reducir el consumo. Con voz serena y tono pedagógico de profesor universitario, el Presidente fan de los Beatles redobló la apuesta: “Me dijo que si le traía a Paul y le tocaba ‘Blackbird’, se hacía vegano. Le dije que era imposible, pero que algo íbamos a hacer. Paul es de los nuestros, igual que Morrissey, que es más denso. Ni se te ocurra vender un chori de cerdo en sus recitales. Bueno, al final pudimos hablar con la productora de Paul y logramos que le mandara una carta. Ni te molestes en preguntarme cómo terminó la historia”. Otra vez sopa.
“¿Te acordás de cuando comíamos asado?”. La pregunta se escucha como al pasar frente a una carnicería de barrio, en el corazón del casco histórico porteño. Con la ñata contra el vidrio, a una jubilada se le saltan los ojos al apreciar las pilas de churrascos, tiritas de asado, colitas de cuadril. Una obra de arte. Por lo caros. Es que con la última sangría económica que dejó la miserable pandemia y la deuda impagable con el FMI, sin lugar a dudas una época de vacas flacas, no es extraño que la carne se haya convertido en objeto digno de museo. Y aunque todavía conserve el primer puesto en el podio culinario nacional, cada vez pasta más lejos de la mesa de los argentinos.
Hay que repensar la relación que enlaza a las mansas vacas, su carne y derivados con el metafísico ser nacional. Argentina, país de generosas tierras que mataron el hambre de los conquistadores españoles llegados con sus vacas sagradas en el siglo XVI. Desde entonces, los regordetes animales se convirtieron en el pan de cada día –bife, albóndigas, guiso, milanesas, empanadas y siguen los platos– de los habitantes de este suelo. No hay dudas: con 46,1 kilos per cápita por año, la Argentina ostenta uno de los mayores consumos de carne bovina del planeta. Mal provecho.
Se sabe, la letra con sangre entra. La literatura nacional no es la excepción. Nace al calor de una violación en un matarife: “El matadero” del romántico Esteban Echeverría, escrito entre 1838 y 1840. Aunque su “Apología del matambre” es una pieza deliciosa anterior, acaso algo más empalagosa para el lector contemporáneo. Del Martín Fierro, gaucho matrero por antonomasia, no hay que olvidar la vaquería. Épocas en que los cueros, y no las carnes, eran el bien preciado en las pampas. Más acá, en el cine, la Coca Sarli en un frigorífico donde la carne era débil. No olvidemos a Moris y su joya “Pato trabaja en una carnicería”, filosa poesía sobre el aburguesamiento argento hecho canción.
Vaquerías, saladeros, mataderos, frigoríficos: la industria de la carne marcó a fuego el modelo de país. Quizá lo sigue haciendo hasta nuestros días. ¿Acaso los gurúes del subdesarrollo no dicen que el futuro está atado a la patagónica Vaca Muerta?
Nahuel Peña Ayala curtió la vieja escuela del movimiento animalista vegano. Fanzines, ferias alternativas, recitales de hardcore antifascista. En los años noventa la información pasaba de boca en boca cuando tocaban Fun People o Animadversión, se leía en las publicaciones fotocopiadas que se vendían en la Feria de los Dos Congresos, se gritaba a los cuatro vientos en las protestas frente a circos, frigoríficos y peleterías. “No había Internet, era todo callejero. En las protestas contra McDonald’s y en las puertas de los mataderos hacíamos volanteadas y regalábamos comida vegana”, recuerda el muchacho de dreadlocks.
Con aires de historiador, Peña Ayala destaca los puentes que unen el veganismo con la contracultura: “Hay raíces que vienen desde el anarquista Severino Di Giovanni, que propuso el vegetarianismo estricto. El veganismo es más reciente, de la década del 40. Acá llega de la mano del punk, en los años ochenta, con bandas como Cadáveres de Niños. En 1987 fue la primera protesta frente al McDonald’s de la calle Florida. Después viene el palo straight edge y los fanzines”. Un folleto de la Unión Vegana Española le partió la cabeza en mil pedazos a Nahuel. “Hablaba del Frente de Liberación Animal (FLA), de que si queríamos vivir en una sociedad justa, libertaria, no podíamos dejar afuera a los animales. Bien radicalizado. Eso me abrió un mundo nuevo. El veganismo tiene un trasfondo político contra la explotación, no es solo una cuestión de alimentación”, deja clarito.
El Frente de Liberación Animal es una organización internacional de células independientes que nació en los años setenta. Para formar parte alcanza con cumplir una única regla: causar el mayor daño posible a la empresa o explotador y no lastimar a humanos u otras “especies animales”. Así, cualquiera puede ayudar a rescatar un cobayo de un laboratorio o escribir “carne = muerte” en el frente de una carnicería. Opera en más de 40 países. Los activistas del FLA argumentan que los animales no deben ser vistos como propiedad, y que los científicos y la industria no tienen derecho a asumir la propiedad de seres vivos que son “sujetos de una vida”.
“En la Argentina el veganismo tuvo olas. La de los 90 fue importante. Pero hace años que viene creciendo aún más: una década atrás hacíamos encuentros para veinte personas y ahora juntamos 3.000”, destaca el muchacho, fundador de La ReVeldía, un colectivo que activa en la zona noroeste del conurbano. Pegatinas, volanteadas, ferias, muralismo, charlas con eje en la educación son sus armas: “Hace un mes y medio nos invitaron a un evento en una fábrica cooperativa, bien popular. Llevamos el buffet y los laburantes comieron choripanes veganos a pleno. Cuando uno habló desde el escenario, dijo que eran riquísimos, que estaba bueno pensar en cuidar a los animales, el medio ambiente. Esa es una transformación social. Está al alcance de todos y es imparable”.
Un cuchillito de madera contra la guadaña del sistema. Así grafica su lucha Lorena Bilicic, abogada penalista y directora del Observatorio de Derecho Animal Argentina, un espacio ad honórem –y a pulmón- que litiga por la causa. La doctora Bilicic se define como una vegana en eterna transición: “Porque en realidad no tendría que usar ni electricidad, ni celular, ni medicamentos, porque la mayoría están relacionados con la explotación, la muerte o el testeo en animales”.
Para la letrada, estamos viendo el nacimiento de renovadores paradigmas. “No es nuevo, pero fijate con lo de las familias multiespecie. En la base está la relación con el otro”, afirma. Mientras la escucho por el celular, siento la cabeza de mi perro Ringo, forzudo bóxer atigrado, apoyada sobre mis patas. Compañero, familia, amigo. Sí, Ringo es un amigo. Vivimos en manada.
El tratamiento de los animales familiares ha hecho replantear el universo jurídico, como eco de las transformaciones sociales. Bilicic dice que puede parecer una “moda” hablar en la actualidad de los derechos de los animales, pero todo es historia. A la Ley Sarmiento de finales del siglo XIX le siguió la Ley 14.346, alumbrada durante el primer peronismo. “Lo interesante es que en esa ley se ponen en jaque el Código Penal y el Civil, porque da trato de objeto al animal. Un objeto no puede ser víctima y eso abre las puertas a la protección, algo totalmente vanguardista”, explica.
Desde la perspectiva del derecho animal y de los activistas, resulta incorrecto decir “mascota”, porque esta palabra se asocia a su sinónimo: “talismán”, algo que da suerte, que se puede poseer. Mejor: “animal conviviente”, “animal familiar”, “animal del afecto”. Tampoco se habla de “dueños” de los animales, sino más bien de “tutores o cuidadores responsables”. El principal argumento de los expertos en derecho animal es que los animales son personas no humanas. Detalla Bilicic: “La familia multiespecie todavía no está volcada en la jurisprudencia argentina. Pero hubo un leading case hace poco. En Chubut, un tema de violencia institucional de un policía que mató a una perrita llamada Rita, parte de una familia multiespecie. El juicio se llevó a cabo tratando a Rita como víctima, como persona no humana. Eso marca un camino”. El policía fue condenado a un año de prisión en suspenso y a dos de inhabilitación en su cargo. “Son cambios lentos, pero significativos. La educación es la otra pata, la herramienta fundamental, que debe impulsar como base el respeto a la vida, sin adoctrinamientos. Romper con la violencia sobre los animales que aprendemos desde chicos. Tenemos que liberarnos de esas cadenas”.
Cuando corto el llamado, me quedo pensando. Mejor salir a caminar con Ringo para ordenar las ideas. Antes de ponerle la correa, esa libertad que mide metro y medio, veo que está echado justo por donde se cuelan algunos tibios rayos del sol. La escena me hace acordar a la historia del encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes, el filósofo de la escuela cínica al que apodaban El Perro. Cínico es una palabra que viene del griego, del adjetivo kynikos, perruno. Cuentan que después de un intercambio picante, el rey todopoderoso de Macedonia le dijo al cínico Diógenes que le pidiera lo que quisiera. Ringo me mira con cara de filósofo. Sé que sabe la respuesta. Me corro del sol. Perro sabio.
El grano que alimenta el ganado podría terminar con el hambre en el mundo. Hasta que la última jaula esté vacía. ¿Quiénes somos, la pandemia?. Violencia es comer animales. La primavera cartelista vegana puede verse desde hace algunos años en mil y una paredes de la Argentina y más allá. Son obras paridas por el movimiento artístico Voicot, un colectivo fundado en 2014 por Malena Blanco y Federico Callegari, dos publicistas. “Trabajábamos para empresas que destruían el planeta. Un día nos preguntamos, por qué no usar nuestras herramientas para luchar contra ellos, contra la explotación animal – explica Blanco-. La publicidad nos hace pensar que elegimos, pero no elegimos nada. El sistema nos da las opciones: pollo, cerdo, vaca, y no elegimos, nos impone miseria en masa, que enriquece a una pequeña parte de la población y al resto nos enferma”.
Las vigilias en las bocas de los mataderos y en otros centros de explotación animal han marcado a fuego la historia de Voicot. También ponen el cuerpo en las investigaciones: entrar y registrar en video o fotos el proceso de convertir a un ser vivo en comida. “Son momentos espantosos, donde hay que ser fríos. Me tocó filmar en mataderos de cerdos. Tenemos un link especial con ellos. Vi animales golpeándose contra los barrotes, chillando. Tienen conciencia de adónde van. Todos quieren escapar”.
Fruto de las investigaciones, Voicot presentó en febrero pasado Heterotopía matadero en el Centro Cultural Kirchner (CCK), una inmersión sensorial que permite recorrer las tripas del monstruo. Heterotopía es un concepto que trabajó el filósofo Michel Foucault. Blanco deja una reflexión postrera: “Con ese concepto repensamos los espacios que están construidos en los márgenes de la ciudad, como los basurales, las cloacas y obviamente los mataderos. Espacios que no se quieren ver. De alguna manera, en el matadero se matan animales, pero también se intenta matar nuestra propia animalidad.”
Si en el principio de esta crónica era el verbo dominar, al final solo nos queda otro, extinguir. ¿Alguien duda a esta altura de la historia de que somos la especie en peligro de extinguirlo todo? Cantaba el Indio Solari sobre una solitaria vaca: “salvada del motor eterno, justo a tiempo. La civilización la amaba, justo a tiempo”.
Crónica publicada en la revista Rolling Stone, por acá.