La extensa fila de visitantes era una serpiente emplumada frente a las puertas del museo. Los controles de seguridad nos demoraban más de lo esperado para entrar a un edificio de estilo minimalista e indiferente, que hizo museo para siempre, y cerca del lugar del crimen, al 11-S. A pasitos del Ground Zero, en el corazón más frígido del Distrito Financiero neoyorquino.
Corría septiembre de 2014. En la fila había hipsters del Japón, empresarios de la India y muchas familias latinas. Mataban el tiempo de la espera comentando las proezas sin vértigo de los limpiavidrios sobre la alta fachada del One World Trade Center. Espejada mole, erigida por el arquitecto David Childs, que es el nuevo tótem de la Gran Manzana. Desde la base hasta la punta de su antena espigada, la también llamada Freedom Tower alcanza una altura de 1776 pies (541 metros), numerológico homenaje al año de la independencia de los Estados Unidos.
Después de los largos años que marcaron la llamada “Guerra al Terror”, el dolor de las familias de las víctimas del ataque terrorista de Al Qaeda, las disputas políticas, el despilfarro financiero y la especulación inmobiliaria, el National September 11 Memorial Museum había abierto sus puertas en mayo de 2014. Ajeno a las polémicas de su construcción, se transformó en tiempo récord en un must de las guías turísticas. No fueron pocas las voces que criticaron la mercantilización de un “lugar de la memoria”, donde más de 3000 personas perdieron la vida en 2001. Algunos hablaron, incluso, de la necrofilia y del “culto a la muerte de los latinos”, el grupo más afectado por el ataque de Al Qaeda, apenas después de los ciudadanos estadounidenses con sus papeles en regla.
En el Ground Zero, el dispositivo de seguridad lucía como una instalación museística más. En cada uno de los salones, pero también en el espacio abierto del Memorial –dos grandes espejos con cascadas que renuevan sus aguas sobre las huellas de las Torres Gemelas–, los policías vigilaban obsesivos. Paradoja, o no tanto, en un espacio originariamente pensado para recordar a las víctimas del ataque y resucitar la “renovada” libertad estadounidense post 11-S. Que ha de ser una libertad severamente vigilada.
La construcción del museo había abierto un nuevo capítulo en la extensa saga de batallas culturales norteamericanas. Un espacio dedicado a la memoria que había tomado muy poco en cuenta las opiniones de los familiares de las víctimas. Un miniestado tapiado e hipervigilado. Un cementerio –en el museo se conservan restos de víctimas aún no identificadas– que medra a la sombra del comercio. No faltan en su interior, siquiera, una elegante cafetería y una tienda con recuerdos funerarios de buen gusto.
En la recepción había una pared tatuada con los nombres de los donantes que financiaron la construcción. Nos daban la bienvenida, y nos recordaban que recordar sale caro. Un variopinto seleccionado de altruistas, corporaciones y particulares: desde el Bank of America hasta la Fundación Walt Disney, sin olvidar a la JP Morgan Chase, el Deutsche Bank, David Rockefeller y los New York Yankees.
Recuerdo que los recintos del museo eran subterráneos. Luego de una escueta narración del ataque, el descenso estaba copado por un ambiente opresivo y tenebroso. Fotos y más fotos, proyectadas sobre lienzos colgantes, exhibían, con la monotonía del horror, el asombro y la incredulidad y el espanto en rostros y más rostros anónimos, que miraban todos hacia arriba, siempre hacia las alturas. En una pared se proyectaban, evanescentes, los carteles hechos a mano que pegaban los familiares de las personas desaparecidas durante los días que siguieron al atentado. En otro ambiente eran recuperados, uno por uno, los rostros conocidos de 2977 víctimas. También se evocaban pequeños detalles de sus vidas, con videos breves, narrados por sus familiares. En el salón dedicado a la historia del atentado también podían observarse otros rostros, más pequeños y más difusos, de los 19 militantes que secuestraron los aviones. Un video también narraba otra historia en este ambiente, más amplia y ramificada, la de la red militante islámica Al Qaeda. Un documental que resultaba, acaso inevitablemente, tendencioso, incompleto y poco profundo. Los buenos contra los malos. Más allá, estaba la tienda con souvenirs. Todo enfáticamente Made in USA.
En el cierre, esperaba la estoica última columna. Erecta en el centro del salón principal: una ruina noble, oxidada, rayada y algo grafiteada. Colocada en la construcción de la Torre Sur a finales de los ’60, fue la última en ser retirada del Ground Zero. Algunos ven en esta columna un símbolo de la fortaleza de los estadounidenses, un pueblo que, pese a todo, sigue de pie. Otros encuentran en ella el último bastión de la filosofía que sostenía a las Torres Gemelas.
Pocos meses antes de la apertura del museo, el periodista Gay Talese tuvo la oportunidad de conversar con los obreros que levantaron las Torres. Cuando les consultó lo que sintieron al ver que el resultado de su trabajo se había desvanecido en apenas unas horas, sus respuestas lo demolieron. Los obreros dijeron que las Torres no valían nada, no tenían una estructura sólida, estaban hechas de aire, eran “jaulas para pájaros”. Para Talese, la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del World Trade Center era “maximizar el espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie posible”. Cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, las atravesaron de lado a lado. Antes de ponerse el sol, eran columnas de ceniza y humo. Así se derrumban las glorias del mundo capitalista.
Una crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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