Más de un año y medio sin volar. Ese es el tiempo que lleva Antonio Pereira sin hamacarse en las alturas con su compañero de vida y herramienta de trabajo, el trapecio. “Nunca estuve tantos meses con los pies en la tierra, querido. Mirá que me subo desde que tengo seis años. Ahora ando por los 83, imaginate cómo extraño estar allá arriba”, dice Antonio, señala la plataforma suspendida a ocho metros de altura y se le iluminan los ojos claritos como el cielo limpio de agosto. Después, el viejo trapecista sigue concentrado en la faena de montar la red de seguridad en el galpón del Circo Criollo, en el barrio de Monserrat, donde dicta clases magistrales del arte circense que cultiva hace añares.
Risueño, canoso, patilludo y siempre elegante, ataviado de estricta etiqueta negra –calza ceñida y polera al tono–, Pereira, con la “i” latina heredada de un ancestro brasileño, encara las escaleras al cielo del depósito. Antes, el ajuste de las muñequeras y un poco de resina en las manos para asegurar el agarre. Antonio sube el primer peldaño y dispara: “A volar”.
Bienvenidos al circo, entonces. Función privada para los lectores de Tiempo. Con ustedes, la historia del fabuloso Anthony, “El Loco” Antonio, el auténtico “Águila Humana”, ícono sempiterno y estrella rutilante en el universo del circo nacional.
Hijo del circo
Antonio Pereira aterrizó en este mundo el 9 de noviembre de 1937, en plena década infame. Como buen hijo de cirqueros nómades, fue parido donde habían puesto la carpa, en el entonces territorio nacional del Chaco: “Puro monte, un pueblito llamado Pampa del Infierno. Unos calores que Dios me libre”, recuerda. Su papá, Manuel Pereira, era payaso. Su mamá, Nicolasa Rolón, acróbata. De su vieja heredó los ojos color de cielo y la pasión por el trapecio: “Volaba conmigo en la panza. De ahí debe venir el don, lo llevo en la sangre”.
Su infancia fue a la deriva. Para donde rumbeaban los carretones del circo, allá iba Antonito. Así conoció mil y un pueblos del Norte argentino, Bolivia, el infinito y más allá. Era una empresa familiar, modesta, hecha a pulmón, distante de la pompa y circunstancia de las grandes compañías internacionales. No tenían elefantes ni leones. Apenas gallos, gallinas, perros. La atracción principal era una chiva que hacía equilibro en una cornisa. “Me acuerdo de unas funciones en La Tigra, un pueblito donde tenía casa mi abuela, también mujer de circo. Era una desolación, pero viernes y sábados, arrancaba a tocar la banda y bajaban del monte los sulkys, los carros, las familias a caballo. Eran como hormigas y el circo explotaba”.
De muy pibito, Antonio soñaba con emular a su viejo. Pero, se sabe, payaso se nace, no se hace. “Me resigné rápido –confiesa–. ‘Boquerón’ era su nombre artístico. Entraba con sus chalupas lustradas, un bastón de quebracho todo doblado. Un tony bárbaro, medio inocentón. La gente se mataba de la risa. Para ser payaso, hay que tener algo de psicólogo, porque tenés que meterte en la cabeza de cada público. Él tenía repertorio familiar y algo más picante para los paisanos. Piñón Fijo no duraba ni una entrada en aquella época”.
Una tarde, doña Nicolasa agarró a su pichón y le dijo que subiera a los trapecios. Aquella primera vez, dice Antonio, tuvo un poco de vértigo: “Me cagué en las patas. Ni red había, se usaba el cinturón para quedar colgado. Pero de a poco me fui soltando. Era como la hamaca de la plaza, pero en el techo de la carpa. Aprendí a los golpes, como se hacen los hombres”.
Su bautismo de vuelo fue a lo grande. A los siete años, en el mítico Sarrasani, frente al mítico Luna Park. “Era un circo gigante, tenía tres cuadras de frente. Yo era el querubín de los trapecistas”. Antonito volaba, volaba alto, se dejaba caer en la red y al final recibía el premio del público: “Esos primeros aplausos, ufff, cómo explicarte, la alegría en el cuerpo. Salimos buenos artistas en esa época. La familia del circo”.
Ballet aéreo
A los veintipico, ya casado, obviamente, con una trapecista, Antonio decidió abrir las alas y volar por temporadas al exterior. Experto en saltos mortales dobles, triples, planchados, no le costó nada ser conchabado por compañías de renombre. En 1962 migró a Sudáfrica y poco después hizo nido en Chile. Fue parte del dream team de Los Trapecios Volantes. Las célebres Águilas Humanas, una bandada conformada por los mejores trapecistas del planeta. “Estuvimos dos meses ensayando ballet, para aprender la elegancia de los movimientos. Arriba tenés que ser una bailarina”.
Debutaron en el legendario Teatro Caupolicán, en Santiago, con los trapecios rozando el espacio exterior a más de 20 metros de altura. El salario del miedo era alto, 1500 dólares por semana. Se fueron de gira por toda Sudamérica. Salieron 20 trapecistas, volvieron 17. “Ver morir a un compañero no me daba miedo. Lo único que me daba miedo era dejar solas a mis hijas, que también son trapecistas. Antes de saltar siempre pienso en ellas, en que tengo que volver porque me necesitan”.
Muerte y resurrección
Don Antonio dice que figura en el Guinness como el trapecista más longevo de la Tierra. Saca más chapa y cuenta que laburó con los grandes del gremio. Desde Papelito hasta Tihany, sin olvidar a Pepitito Marrone, Carlitos Balá, Piluso y Coquito: “Olmedo fue un gran compañero. Un día tuve flor de accidente, caí en la unión de las sogas con la red, las patas de gallo, y me la di contra el cemento. No me quebré nada pero me dolió hasta el apellido. El Negro pasó la noche conmigo en la clínica, un buen tipo”.
En La Carlota, Córdoba, sufrió la caída más fuerte de su carrera. “Ahí me morí y resucité. Tiré triple vuelta, hubo una mano corta, no aguanté la presión y salí disparado, ni toqué la red. Choqué con el techo de la carpa, reboté, pasé por arriba del público y caí al piso. En el medio pensaba: ‘Soné’. En serio se te pasa la película de tu vida en segundos. Me hice bolita y eso amortiguó el golpe. Fue como tirar un vaso de cristal y que estalle. Así quedó mi cuerpo. Estuve muerto tres minutos, me resucitó un policía. Me desperté tres días después en un hospital”. El diagnóstico era muy fulero: se partió el cráneo, la nariz, la clavícula, la rótula, la cadera y varios huesos más. Los médicos le dijeron que no iba a volver a caminar, que había que operarlo. Pero Antonio es cabeza dura y aprende a los golpes. Se mandó a mudar. Se curó solo. “Son las ganas de vivir, de hacer lo que amo, aprendí a volar de nuevo”, dice y muestra las cicatrices de viejo guerrero del aire. “Dos años después volví a La Carlota a dar función. Invité a los médicos al circo. No lo podían creer. Me aplaudieron llorando, de pie”.
Antes de lanzarse al vacío desde las alturas del galpón, Pereira recita el primer mandamiento de su arte: “Hay que sentir el trapecio. Esto es como en el amor, lo sentís y te mandás. Si no, retirate”. El viejo artista suspira hondo, piensa en sus hijas y dice: “Presten atención, porque la historia vuelve a repetirse. ¡A volar!”. Son unos pocos segundos eternos en que don Antonio muestra todo su oficio, coronados con una voltereta osada, y termina planchado en la red. Cuando baja, regala una sonrisa digna de un pibe de ocho décadas.
–¿Cómo se siente, Antonio?
–Contento de volar. Pero te soy franco, estoy repesado. Hay que entrenar, trabajar. Quiero volver a ser una pluma. «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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