¿Gay Talese, Fran Lebowitz, Tom Wolfe? No me jodan. No hubo, hay, ni habrá otro cronista de la talla de Joseph Mitchell a la hora de escribir sobre Nueva York. La isla de Manhattan, esa “Gran Puta de Babilonia y madre de todos los engendros”, como la apodaba el reverendo James Jefferson Davis Hall, uno de los personajes retratados por el periodista decano de la revista The New Yorker.
Mitchell nació en 1908 en Fairmont, un pueblito perdido de Carolina del Norte. Sin un peso ni estudios, llegó a la Gran Manzana justo a tiempo para ver el crac del ’29 y el inicio de la Gran Depresión. Ganarse el mango estaba duro en esos años miserables, y ni que hablar en el gremio del periodismo, donde el muchacho quería hacer carrera. Sus primeros morlacos los hizo como cronista todoterreno y corrector de estilo en las redacciones de pasquines ya desaparecidos como el Morning World, el Herald Tribune y el World Telegram.
Fina pluma, oído absoluto y energía descomunal eran su sello. Cuentan que podía pasarse días enteros buscando por los márgenes a los ear-benders: borrachos, vagabundos, predicadores, malandras, impostores, chantas y sus vecinos. Anónimos hombres y mujeres de a pie con historias de vida excepcionales. La “gente importante” no merecía la atención de nuestro joven cronista. Cuánta sabiduría.
Con estos pergaminos, en 1938 pasó a las ligas mayores. Fue conchabado por la revista The New Yorker, donde pulió el estilo que lo haría eterno. Era lector atento de Joyce. En sus crónicas encadenaba datos y largos monólogos con la destreza de un gran novelista. Su año más prolífico fue 1939, con 13 perfiles firmados. “El profesor Gaviota”, de 1942, es su pieza cumbre. Narra la historia de Joe Gould, un croto andariego que vivía de las monedas que rascaba en el día a día. Gould decía estar escribiendo la Historia oral del mundo, un libro de la vida de los hombres errantes. Un manuscrito de nueve millones de palabras, once veces más gordo que la Biblia. Años después, Mitchell descubrió lo que todos sabían, Gould era un estricto charlatán. En 1964, siete años después de la muerte del profesor Gaviota, publicó El secreto de Joe Gould (Anagrama), donde desenmascara al parlanchín escritor. Fue su último trabajo. Pasó más de 30 años sin escribir ni una sola línea. El temor a la página en blanco y a un nuevo mundo pavoroso lo dejaron seco, hibernando en su oficina eterna en la redacción del New Yorker en la calle 43, hasta que lo alcanzó la parca en 1996. Uno de los bloqueos creativos más célebres de la literatura norteamericana.
La fabulosa taberna de McSorley (Jus) es un libro brillante que recupera en castellano buena parte de su trabajo como cronista colosal de Nueva York. La antología cuenta con traducción de Marcelo Cohen, Alejandro Gibert Abós y Martín Schifino. Y un prefacio luminoso del mencionado Gibert Abós.
Hay crónicas sobre bohemios, visionarios, impostores, reyes gitanos, freaks de circo, trabajadores del bajo fondo y buscavidas de las alturas, mujeres barbudas, trotamundos y crápulas. Los rincones más ocultos de la ciudad y las almas de sus habitantes. Hay humor negro, sensibilidad y una capacidad de escuchar y ver más allá de la cáscara de los personajes que deja sin palabras.
La crónica sobre la taberna McSorley, la más longeva de Nueva York, es una clase magistral de periodismo narrativo. Mitchell repasa desde la historia de sus dueños hasta el último milímetro del antro, decorado con recortes del diarios, como esa tapa del Times de Londres del 22 de junio de 1815, con una mención al estallido de la batalla de Waterloo.
Lean a Mitchell. Su obra no es periodismo del bueno. Es arte.
Publicado en Tiempo Argentino, por acá.
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