Un reflector dibujaba serpentinas en el cielo del Altiplano. Custodiada por la Cordillera Real y un millón de estrellas, la ciudadela de Tiwanaku estaba de festejo groso. Recuerdo el tornillo. La escarcha en las manos, en los botas, en la gorrita de lana. Éramos cubitos de hielo, emponchados para sobrevivir a la noche más larga del año. La madrugada del 21 de junio iba a ser extra large. El año nuevo de los pueblos originarios, una fiesta.
Era mediados de 2008 y faltaba una eternidad para que la peste se extendiera por el planeta. Nosotros, un grupito de flacos periodistas de billeteras aún más flacas, habíamos llegado a la milenaria ciudadela desde la hoyada de La Paz, la capital aymara del mundo. Un amigo, el escrito Roberto Cáceres, nos había invitado a festejar el Willkakuti, el “retorno del sol”. ¡Se te extraño Roberto! También las largas noches de singani y baile con cholitas en los bares bohemios de El Alto. “Borracho estaba, pero me acuerdo”, diría Víctor Hugo Viscarra, el cronista máximo del margen boliviano.
Hago memoria. Desde esta noche porteña vuelvo a aquella altiplánica. La luz del reflector nacía de la boca de un escenario montado en la plaza del pueblo. Una marea de pibes bailaba al ritmo de una banda metalera. Nada que envidiarle al Loolapalooza. Había globos gigantes con publicidades de teléfonos celulares y cervezas apunadas. “Es nuestro Woodstock bolita, hermano”, me dijo Roberto y después pasó un trago de ardiente té con té frente a una fogata. Mil fogatas había. Teníamos que ganarle la partida a una sensación térmica menos que cero.
Roberto me contó que hasta hacía muy poco, las ceremonias por el solsticio de invierno no eran demasiado multitudinarias. Pero desde la llegada de Evo Morales al gobierno algo había cambiado. Ya no había que esconderse para rendirle culto a la Pachamama. Volvía y era para millones.
En aymara, Tiwanaku quiere decir “piedras paradas”. La ciudadela enclavada a más de 3500 metros de altura sobre el nivel del mar fue la antigua capital de la cultura tiwanakota, un pueblo preincaico que supo habitar el Altiplano desde el año 1500 a. C. al 1200 d. C. Al inicio de la conquista –el genocidio-, el Willkakuti fue tolerado por los españoles. Luego, declarado como acto de herejía en el siglo XVI. Los años pasaron y la prohibición de los conquistadores fue finalmente derrotada. “La conquista terminó, hermano, vivimos el Pachakuti. La revolución, pero no una revolución Made in USA, Made in Europa o Made in China, o sea Made in fuera del Tawantinsuyu. La revolución viene de nuestra tierra”, me explicó Roberto.
Esa noche, el paisaje sonoro lo ponían las rondas de sikuris. Las melodías de las quenas venían desde un pasado no muy lejano. Dicen que el tiempo de los pueblos andinos no es el mismo que el del resto del planeta. El pasado es lo que está por delante. Los andinos viven siempre de cara a un pasado conocido, al que eternamente se retorna. El Pachakuti es la vuelta a ese pasado glorioso. El mundo que se da vuelta: el final de un tiempo y el inicio de un nuevo ciclo. El sol que vuelve.
La fila para llegar al Templo de Kalasasaya, el centro neurálgico del festejo, era de casi diez cuadras a las cinco de la madrugada. “Hay que unirse, apoyar al pueblo. ¡Evoooooooo presidenteeeee!”, gritaban pibes y pibas. “¿Vendrá Evo?”, le pregunté a Roberto. “Como todos los años, hermano, tenga paciencia. Cerca del amanecer, sólo hay que esperar por el helicóptero que bajará del cielo”.
Recuerdo que la Puerta del Sol estaba en una pequeña pampa en el corazón de Kalasasaya. Las marchas castrenses de la banda musical de la desaguada Armada boliviana se mezclaban con la suave brisa de las cañas. En el centro de la meseta, los amautas y yatiris -sabios andinos- masticaban hojas de coca y preparaban ofrendas que iban a entregar al fuego, justo cuando despuntaran los primeros rayos de sol.
Antes de que dieran las siete de la mañana, el helicóptero que traía a Evo avanzó desde el Este. La escena era digna de Apocalipsis Now, pero sin los acordes de la Cabalgata de las valkirias como banda de sonido. El cocalero llegó acompañado por dos o tres ministros. Cientos quisimos tocarlo, pero fuimos frenados por su guardia pretoriana. Dos cholitas groupies lloraban desconsoladas. “Lo vimos, lo vimos al hermano Evo”, gritaban. El primer presidente indígena de la historia de Bolivia extendió sus brazos al cielo y saludó hacia los cerros. “¡Evo, Evo, Evo!”, bajaba el alarido desde las faldas de las montañas.
La claridad era casi total, pero el Tata Inti se hacía desear. De repente, sucedió lo tan esperado. El sol del 21 venía asomando. Entonces, elevamos los brazos para recibir su energía. “¡Jallalla el Año Nuevo! ¡Que la luz del Padre Sol ilumine nuestros corazones y nos depare un futuro mejor, lleno de satisfacciones y buenaventura a nuestra Bolivia unida, a todo el mundo, a todo el planeta!”, gritó un amauta. Recuerdo que un yatiri que tenía a mi lado me dijo a la pasada: “Felicidades, hermano. Será un buen tiempo, con buena cosecha y mucha fuerza para nuestras vidas”. No se equivocó.
Ojalá esa fuerza nos acompañe desde este lunes. La necesitamos. ¡Feliz año! «
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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