El ranchito de Esteban es de madera, chapas y nailon ajado. Está erguido a pocos metros del arco de un potrero desierto. Sobre la base de cemento de una casa que nunca fue. “Más de diez años tiene este plan de viviendas. Depende de Acumar y Nación, y la tierra es de la municipalidad. Solo entregaron algunas casas hace seis años. El resto quedó abandonado. Nunca terminaron el proyecto”, explica, mientras señala los esqueletos de ladrillo y cemento del barrio Los Ceibos, arrabal desamparado de González Catán. “Por la cuarentena estamos sin un mango. No alcanza para el alquiler –dice el muchacho, enfermero desocupado–, por eso entramos. Necesitábamos un techo y acá lo encontramos”.
A fines de agosto, un mes después de la masiva toma en Guernica, con el telón de fondo de la malaria económica pandémica y el eterno déficit habitacional, 300 familias matanceras entraron al predio, a la altura del km 32 de la Ruta 3. Hace casi dos meses habitan, como pueden, estas viviendas inacabadas del oeste del Conurbano.
El predio es un auténtico monumento a la desidia estatal. “Para que se haga una idea, esto era una boca de lobo. Ratas, pastizales, basura. Los chorros se habían robado hasta los techos de las casas. Ni bien entramos, con los vecinos desmalezamos y limpiamos. Hace décadas que no se hacía. Por este camino que vamos, puede pasar la Gendarmería”, explica Esteban, 38 años, vocero de la toma y cocinero a cargo de una de las tantas ollas que matan el hambre de las familias.
Los hombres de verde custodian con celo la barriada. No dejan que los vecinos ingresen tablones de machimbre, chapas o colchones. Hace unos días, cuentan, liberaron la zona y una patota armada presionó a una vecina para que dejara su vivienda. “Acá la gente no quiere que le regalen nada –aclara el joven–. Queremos un plan de pagos y terminar las casas. Somos albañiles, electricistas, pintores, plomeros. Podemos construir un barrio popular”. En las últimas semanas, los vecinos marcharon a la sede municipal en San Justo y buscaron dialogar con las autoridades. No obtuvieron respuesta.
María está a cargo del comedor Los Peques. Prepara generosas meriendas todas las tardes y la cena tres veces a la semana. La necesidad, dice la morocha de 45 años, es demasiada. “Hay muchos chicos, casi 700, mayores y discapacitados. Tenemos cinco ollas en el barrio. Se llenan gracias a las donaciones. Hoy voy a preparar revuelto de carne”, explica, con cara de cansada, la infatigable madre de siete hijos y abuela de seis nietos. Dice que no la apichona la notificación por la usurpación: “Nos notificaron, como si fuéramos delincuentes. Pero yo quiero saber dónde están los responsables de que las casas no estén terminadas. Dónde están los políticos y los empresarios que no cumplieron con el barrio. Nosotros vamos a pelear por nuestro derecho a un techo”.
Johana cuida a sus cinco hijos, cuatro nenas y un varoncito. Hasta mayo pasado pudo pagar justito el alquiler de 10 mil pesos por una pieza cerca de la Ruta 3: “Ahora se cortaron todas las changas de mi marido. Era una de dos: pagar o que coman mis hijos”. No dudó. En la toma está desde el día uno. Pasó frío y hambre: “Como tengo el hueco en el techo, el día de la tormenta de Santa Rosa era una catarata que caía adentro”.
En una casita al fondo del barrio, Gabriel y su hijo Noah ven pasar los días. Hasta la llegada de la peste, se ganaba el pan como albañil en los countries de Ezeiza: “Gente que tiene tanto y nosotros nada”, dice. Antes vivía con sus viejos, “hacinados, éramos como 20”. Abraza fuerte a su hijito y comparte sus sueños: “Esta lucha es por él, por su futuro. A mí me gustaría tener plata y comprar un terrenito. Una vez averigüé y me pedían dólares. Si cuesta conseguir una changa, de dónde voy a sacar un dólar”.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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