El viento furioso que sopla del sur golpea las casillas forjadas con nylon, madera, alambre, cartón y, con suerte, alguna chapa. Se levantan sobre el descampado, en los márgenes olvidados de Guernica. Las casitas y carpas llegan hasta un bosque, el horizonte y mucho más allá. El ventarrón mañanero las zamarrea, las castiga, las maltrata. Pero no las puede doblegar. Tampoco a los vecinos que las construyeron.
“Pasamos lluvia, piedra, helada, la policía apretando... y mire, no se fue nadie. Estamos acá por necesidad, por nuestro derecho a tener un pedacito de tierra”, dice Leandro con la frente alta, desde su lote en la manzana 8. El joven de 28 años cuenta que está en pareja y tiene dos pibes. Hasta marzo pasado, cuando la peste llegó al país, se ganaba el mango como albañil. El jornal en negro alcanzaba raspando para pagar la pieza en el barrio de al lado, en Numancia. No mucho más: “Entonces llegó la cuarentena y me quedé sin laburo. Traté de inventarme changas, sacaba poco y nada. Ya debía cuatro meses de alquiler. La mayoría estamos en la misma. Changarines, vendedores ambulantes, buscas, trabajadores precarizados, todos afuera del sistema. Yo no quiero que mis hijos vivan abajo de un puente. Entrar acá fue la salida que encontramos.”
El dilema
Gente sin tierra, tierra sin gente. Hace casi dos meses, empujadas por la crisis habitacional y la eterna falta de techo, unas 2500 familias ingresaron al predio abandonado de casi un centenar de hectáreas en el municipio de Presidente Perón, en el último sudoeste del Conurbano. El deseo era construir un barrio donde vivir. Ya en el asentamiento se organizaron en asamblea, eligieron delegados y lotearon. Terminaron conformando cuatro barriadas: La Unión, La Lucha, San Martín y el 20 de Julio, en memoria del tórrido lunes invernal en el que se encendió la toma.
“La mayoría es gente de Presidente Perón. Vivían hacinados en casas de familiares o tuvieron que dejar el alquiler por las deudas. Es bravísima la situación en pandemia. El dilema es comer o pagar la pieza. Muchos ya estaban a la intemperie”, asegura Lorena, docente y militante activa del MULCS (Movimiento por la Unidad Latinoamericana y el Cambio Social), una de las tantas organizaciones que dan una mano en los barrios para capear la malaria, como el MTR Votamos Luchar, el FOL, la OLP Resistir y Luchar, el Polo Obrero, Víctor Choque, Barrios de Pie-Libres del Sur y el Frente Darío Santillán Corriente Nacional. La historia de Guernica, explica la maestra, está atravesada por las tomas: “Así creció esta parte del Conurbano en particular, y la Argentina postergada en general. Los asentamientos son la única forma que tienen los pobres para acceder a un techo”.
Esquivando charcos y barro, Lorena dice que después de 45 días de toma, las respuestas del municipio y la gobernación de Buenos Aires han consistido en la judicialización, el hostigamiento y la represión. “La parte del 20 de Julio está floja de papeles, hasta ahora en la causa nadie presentó documentos –detalla–. Supuestamente, hay solo algunos papeles de posesión y también denuncias por la venta fraudulenta que hizo el anterior intendente. Está ayudando la Gremial de Abogados, y el barrio sigue organizándose”.
Hace unas semanas, los funcionarios engañaron a las familias con un falso censo. Tomaron datos y 533 vecinos quedaron imputados: “En el medio hubo una mesa de diálogo con la intendenta Blanca Cantero, representantes de la provincia y los delegados del barrio. No se avanzó en nada. Ahora está la orden de desalojo. Hay mucho miedo”.
El pasado fin de semana, antesala a la protesta con sirenas y patrulleros, la brava Bonaerense intentó anticipar el peor final: se llevaron detenidos a nueve vecinos. ¿El delito? Traer agua y maderas a la barriada.
“La policía nos verduguea, nos cagaron a palos. Es difícil la lucha”, dice Alejandro, al tiempo que hunde sin descanso la pala en la tierra. El muchacho está armando una huerta en su terrenito: “Mañana le meto semillas, es buena tierra, bien negrita”. Para el verano promete cosechar generosos morrones, zapallos y mucha verdurita: “Para que coman los pibes en el comedor del barrio. De acá no nos vamos”.
La olla y el martillo
Carolina camina diez cuadras todas las mañanas para conseguir un poco de agua que les brinda una vecina del Numancia: "Ella es muy buena. Hay otros que se aprovechan, empezaron a cobrar, hasta 100 pesos por bidón”, tira la bronca la cocinera y se acomoda el barbijo casero que la protege del virus. No deja de revolver con un palo el guiso de la olla popular. Pollo, cebolla y algo de calabaza: “Cada vecino pone lo que puede, todos ayudamos. A la tarde hacemos mate cocido y tortas fritas para los chicos”.
Cuenta Carolina que es migrante paraguaya, oriunda de las rojas tierras de Encarnación. Se vino con su mamá cuando tenía diez años. Ahora anda por los 26. Fue empleada doméstica y vendedora de ropa. Está sin una moneda. Sola cría a su hija Safira, que corretea un barrilete cerca de la casilla: “No pudimos con el alquiler, con lo puesto nos vinimos al terreno. Dormimos en una hamaca, cuando llueve nos gotea el nylon del techo. Nada tenemos. Si nos sacan de acá, ¿a dónde vamos a ir?”.
Alejandro sabe que hay que ser preciso con el martillo. Bajo el sol tibio del mediodía ayuda a sus vecinos a armar el esqueleto de una casilla. “El Pela”, como lo apodan sus compañeros, hace un alto en la faena con los clavos. Reflexiona usando la palabra con precisión, como cuando trabaja la madera: “Los políticos y los medios demonizan la recuperación de tierras. Cuando ellos miran este predio, seguro piensan en hacer un country, un negocio inmobiliario. Para nosotros, es la posibilidad de tener un futuro”.
Yamila llegó al predio el 23 de julio con sus hermanos. La morocha estudia trabajo social y milita en el FOL (Frente de Organizaciones en Lucha). Sabe que para lograr la ansiada urbanización, la clave está en el trabajo colectivo: “La pelea es de todos los vecinos y vecinas. Si no nos hubiéramos organizado, ya nos habrían sacado. Por algo le pusimos La Unión”. A veces, cuando lee en el teléfono las noticias sobre su barrio, Yamila se agarra flor de bronca: “Muchos medios corren el eje y solo lo reducen a la toma de tierras, nos llaman usurpadores. El tema es mucho más complejo. ¿Y las necesidades de las familias? ¿Y la falta de oportunidades? La gente acá no está por gusto. En la pandemia nos quedamos sin trabajo, con deudas, sin casa, era imposible seguir así”.
Dónde caerme muerto
Desde el lote de Juan puede verse el camión de la infantería, que vigila con recelo el acceso al barrio: “A veces ni agua dejan entrar. Es algo esencial, tengo cuatro criaturas. Dígame, ¿cómo les hago un té?”. Juan tiene 23 años y es cartonero. La calle en cuarentena, asegura el muchacho, ya canoso, está cada vez más brava. Últimamente no saca ni para los pañales: “Está re dura. Mucha gente se metió en el cartón, hasta oficiales albañiles hay cartoneando”. Después, agradece las manos solidarias que le tienden sus compañeros: “Estoy acá porque no puedo pagar un alquiler. Usted nos ve: pasamos frío, no tenemos baño, aguantamos como podemos, esta es nuestra realidad. La de todos los que necesitamos un pedazo de tierra, para hacernos una casita y dejarles a nuestros hijos. Para de una buena vez, tener algo el día de mañana”.
A don Francisco se lo encuentra tomando unos mates frente al ranchito que armó con cuatro chapones en la zona de La Lucha. Ahí guarda un colchón, un par de frazadas y su dignidad infinita. Estoico albañil desocupado, con 60 años sobre el lomo. Seis meses sin trabajar, nada de nada, le comieron los ahorros: “Como Dios me trajo al mundo. Abandonado y olvidado, así me siento”. Sin embargo, dice, no se va a rendir. Menos ahora que consiguió un terrenito: “La vamos a pelear con los compañeros. Hay que aguantar, es duro, pero hay que aguantar. Ahora tengo dónde caerme muerto. No tenga dudas, esta es nuestra tierra”.
Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.
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