miércoles, 24 de octubre de 2007

Viajar y leer


LITERATURA NÓMADE

De la “Odisea”, de Homero a “En el camino”, de Jack Kerouac, el relato de viaje ha recorrido todas las culturas del globo. El viaje religioso, las cruzadas, las expediciones de Marco Polo y el viaje etnográfico de Darwin.


En Fondo Negro
Por: Nicolás G. Recoaro.


En un capítulo de su libro “El último lector”, dedicado a las lecturas y los viajes de Ernesto “Che” Guevara, el escritor argentino Ricardo Piglia afirma que: “lo único que puede narrarse es un viaje, un desplazamiento por la corteza del mundo o un periplo –sólo en apariencia inmóvil- dentro de nosotros mismos, del que siempre, inevitablemente, se vuelve transformado, convertido en otro.” Quizás, es esa la razón por la que el viaje, los escritores y la literatura forman un verdadero triángulo amoroso.
Hay un punto –no determinado por una obra o un momento preciso- que produce un corte, una escisión de la que la literatura de viajes se anematiza y adquiere rasgos de género. Inclusive, hay quienes sostienen que el relato de viaje podría presentarnos el germen mismo del nacimiento de la literatura. Bastaría con citar “El Viaje al Oeste del rey Mono”, obra fundacional de la tradición poética en Oriente; o el legado de Ulises, el héroe humano que inmortalizó Homero en la “Odisea”, primera obra mayor de la literatura occidental. O yendo más lejos en el tiempo, “La épica de Gilgamesh”, la primera obra épica occidental. Quizás, algo de razón tenía De Certeau cuando afirmaba que “todo relato es un relato de viaje”.
La “Odisea” es el relato fundacional de la literatura de viaje. La obra de Homero construye el paradigma germinal del género. El viaje que emprende Ulises para volver a su hogar luego de la guerra de Troya nos puede dar ciertos indicios de las características que adopta el género en su nacimiento. El viaje de Ulises funciona como alegoría, donde la experiencia itinerante lleva a la salvación del héroe. Surge así el primer paradigma del relato de viaje, el modelo alegórico. Ulises es el primer peregrino de la cultura Occidental y su legado cobrara fuerza durante toda la Antigüedad.
Con la llegada de Constantino al poder (S.IV). El relato de viaje del joven cristianismo aborda los periplos a la denominada “Tierra Santa”, exploraciones llevadas adelante en el siglo IV, conforman el nuevo modelo del relato itinerante. Alejados de la topografía pagana, las crónicas de viaje del joven cristianismo fueron santificados bajo los principios del peregrinaje religioso. Los viajes empiezan a ser comprendidos como metáforas del progreso espiritual de los creyentes. Nace el modelo del peregrino que busca la salvación individual. Éxodos, diásporas, errancia y retornos mediantes, casi la totalidad de la escritura hebrea y del primer cristianismo es literatura de viaje.
El relato de viaje de la Edad Media conserva algunas de sus cualidades heredadas de la Antigüedad, sin embargo, con la proclamación del inicio de las cruzadas, ordenadas por el Papa Urbano II, en 1095, la tradición peregrina hacia Tierra Santa, que compartía pacíficamente su cartografía con las culturas islámicas, sufre una escisión fundamental: el peregrinaje latino cristiano pasará a ser colectivo y armado, y guardará en su seno la idea de liberar las Tierras Santas del dominio infiel. La búsqueda del Santo Grial es el ejemplo más claro de la narrativa trashumante que surge durante el período de las cruzadas. Un periplo que funciona como metáfora del aprendizaje experiencial, una voluntad que con la llegada de las fuerzas impersonales de la modernidad, será ridiculizada por el El Quijote.
Con el fin de las cruzadas, las plagas y la crisis en el papado, en el siglo XIV, las antiguas matrices alegóricas y del peregrino serán parcialmente reemplazadas por la narración empirista de los hechos. Lo que se empezaba a gestar en ese siglo estaba directamente relacionado con algunos de los principios del Renacimiento, y los relatos de viaje comenzaron a expresar el problema que enfrentaba las creencias y paradigmas religiosos con la propia observación. El relato de viaje asume los principios que lo ligaban a la curiosidad empírica y las ciencias prácticas. Los viajes de Marco Polo y las misiones al Oriente muestran la consolidación de las descripciones empiristas que asumen los relatos de viaje en los albores de la Modernidad. Marco Polo representa el origen mítico del viajero moderno, un curioso observador itinerante que desde la geografía es capaz de explorar la diversidad humana. Viajes concebidos como verdaderos proyectos culturales, regidos por la observación disciplinada, la práctica científica de la inducción y el arte de la descripción.
La Modernidad fue una época de grandes conquistas y travesías colonizadoras, y narrar la conquista implicó, en buena medida, ejercer violencia simbólica sobre el “nuevo mundo” que se colonizaba, un territorio exterior carente de cualidades estéticas, y sus habitantes, como más próximos a la naturaleza, y sus artefactos, bárbaros y elementales. La rareza de estos materiales será entonces el fundamento de una negatividad cultural y de su posterior utilidad científica, fetiches de un nuevo tipo de expansión. Los relatos naturalistas son una clara muestra de dicha violencia, en su obsesivo afán de catalogar la realidad, de diseccionarla y clasificarla, de renombrar cada rama, cada hoja, cada semilla y cada fruto, de rebautizarlo, de inscribirlo en un determinado canon de valores.
Hacia mediados del siglo XVIII, los viajeros naturalistas imponen la visión heredada del romanticismo de Schiller y Goethe, que impulsaba la idea del estudio de “la armonía de la naturaleza”; pero la resignifican bajo una visión crítica del orden natural, desarrollando sus principales teorías en las nacientes ciencias naturales: zoología, botánica y biología. Es el momento en que el relato de viaje empieza a desarrollar tareas funcionales en el marco de una matriz cultural del desarrollo colonial, que resguarda el germen modernista de la ideología romántica e industrialista del joven modelo burgués del siglo XVIII, con exponentes destacados como Darwin y Humboldt.
Para mediados del siglo XX, la reacción vitalista frente a las pugnas fraticidas de los conflictos armados y la amenaza atómica, encuentra en la literatura de viaje un caudal de expresión. Se viaja para vivir la experiencia del otro inmersa en el ideal de la fraternidad. Se gesta el nómada movimiento literario de la Generación Beat, en relación directa con el brote hippie de la década del ´60. Los viajes de los beats celebran el encuentro con los otros en rituales de comunión, acompañados de la celebración de los sentidos y el goce corporal. Michel Maffesoli explica que ese desplazamiento “pone en relieve, de manera paroxística, el nomadismo, pues indican que el placer es también una manera de expresarse, de alcanzar la plenitud”. Los textos de Jack Kerouac -con títulos sujetivos como: “En el camino” o “Los vagabundos del Dharma”- evocan la dimensión iniciativa de sus travesías. Una nueva clase de nómade ilustrado que el disciplinario anglosajón dio a llamar travel-writer, y que cobra auge a finales de la década del sesenta. “Nuevos nómades”, dirían Deleuze y Guattari, con el principio vitalista de extender el espacio liso de sus desterritorializaciones.
Fue el impulso nómade el germen del nacimiento de la literatura de viajes, la vida errante frente a la quietud sedentaria. Quizás, como afirma el investigador Aníbal Ford: “el viaje es proveedor de metáforas para definir la vida, el aprendizaje, la búsqueda de saberes críticos y no dogmáticos y la construcción de la subjetividad”. Es por eso, que cada vez que abrimos un libro, el periplo literario nos trasforma en nómades.

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