Por Nicolás G. Recoaro
A Washington Cucurto lo han tratado de definir como “el hecho maldito de la literatura argentina”, como la materialización del “cross a la mandíbula –arltiano- de la cultura bienpensante”, pero esas definiciones pierden la efervescencia y la apertura literaria que guardan las novelas y la poesía del creador del denominado “realismo atolondrado”. Textos que navegan por territorios inexplorados por las letras argentinas. Ficciones con voces que afloran desde el subsuelo prohibido de Buenos Aires. Porque las noches de baile de Constitución, los conventillos de Once y Almagro, los inmigrantes peruanos y dominicanos, la crítica al neoliberalismo, las andanzas de un trabajador de supermercado y la literatura vanguardista de Aira, Copi, Perlongher, Reynoso, Lamborghini, Viel Temperley, Gabo, Asís, etc (la lista podría no tener fin) se mezclan y crean una de las experiencias más radicales y novedosas de las letras latinoamericanas. Literatura que se empapa del ritmo de la cumbia y el calor de esos barrios donde los cartoneros buscan un trozo de ese preciado desperdicio para lograr comer. Cucurto crea su mundo, su propio universo literario, que marca un antes y un después en la cultura popular argentina. Antes de que aparezca su primer libro en Bolivia se presenta en sociedad.
-- ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?
-- El primer libro que leí fue un Manual de Mecánica del Peugeot 404, auto que ya no existe más. Mi padre quería que yo fuera mecánico, así que siempre me compraba estos libros populares que vendían en los puestos de diarios. Este manual era increíble, tenía unos dibujos, unos planos automotrices bellísimos. Me acuerdo que había una sección que se llamaba "Como fabricar un carburador en dos horas". ¡Me parecía una cosa asombrosa!
-- ¿Cómo fue tu infancia en Quilmes?
-- Mi infancia fue muy feliz, una época de muchas aventuras. Andaba de "buscavidas" vendiendo cosas por las calles con mi padre y mi hermano Cacho. Aquellos tiempos de vagabundeo, de callejeos fueron inolvidables. Vendíamos repasadores, musculosas, medias, slips, remeras, vasos. Me acuerdo que mi viejo trabajaba toda la noche en una fábrica de cerámica, su tarea era volcar cada 15 minutos una bolsa de porla (cemento) en una batea enorme. Salía a las seis de la mañana y Cacho y yo lo esperábamos en el Camino Negro con los bolsos llenos de mercadería para ir a vender. Vendíamos hasta las tres, cuatro de la tarde. ¡Imagináte ese hombre no dormía nunca! Épocas, por cierto, de mucha violencia, mucha música, mucha gente de la calle.
-- En tus libros aparece una fuerte admiración por la efervescencia de la cultura andina, en general del inmigrante de Buenos Aires. ¿Eso te inspira a escribir?
-- Por supuesto, me crié en un barrio de inmigrantes. Es más, uno de los grandes amigos de mi padre, era un boliviano que era un extraordinario mecánico. Tal vez por eso mi padre me decía: "estudia para mecánico de autos".
-- ¿Qué pensás de Evo Morales, que aparece nombrado bastantes veces en tu última novela?
-- De la vida política boliviana realmente no sé nada. Pero si hablo con el corazón debería decir que Evo es un ídolo. Es un pastor de cabras, tal vez, por primera en la historia, llegó al poder una persona del pueblo. Lo de los hidrocarburos fue un acto revolucionario de justicia universal. ¡Sacarle las ganancias de los frutos de la tierra y devolvérselas al pueblo, en cierta medida, eso es justicia y es un acto de amor revolucionario! Los empresarios se adueñan de todo, hacen negociados, cambian las leyes, no pagan los impuestos, se roban todo con las democracias capitalistas que se lo permiten. Eso se acabó. El poder y las empresas del Estado deben ser para el pueblo. Ojalá, Evo pueda seguir generando actos de generación de empleo y protección hacia los que menos tienen.
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