Otro cuento de la saga.
Nicolás G. Recoaro
La tira
Para Andrés G. Recoaro
Era el segundo recreo y los pendejos salieron corriendo para el patio cubierto. Colegio religiosos, clase media alta, medio pelo para las antiguas familias tradicionales, que alguna vez, mandaron a sus nenes bien a aprender álgebra o a recitar el Credo de memoria. Las maestras charlaban de los cortes en las calles, mientras los pibes corrían bajo el mástil. Alta en el cielo, la bandera flameaba esa mañana gris de julio.
El patio era antiquísimo, con baldosas negras y blancas que formaban el escudo de la institución como un gran bonete. En las escaleras que iban a la secundaria, una mocosa de nueve años mensajeaba a su mamá: “olvid mapa traeme”. En uno de los finos bancos de madera que reposaban junto a los baños, los de 4ºA se amontonaban frente a los mellizos Flautas. Las figuritas del torneo Clausura pasaban de mano en mano.
- Late, late, late.....esa nola, dijo Lautaro -el más petiso de los mellizos-, mientras un compañero de quinto le agitaba la figurita del Murciélago Graciani sobre su rostro.
-Esa te va a costar caro -replicó el “Gigante” Gutiérrez.
-Decime cuanto Gutiérrez -dijo Lautaro-. Te doy la del Pirata Zsornomas y una yapita.
La pequeña mano del pendejo se introdujo en el bolsillo derecho del delantal gris oscuro. El petiso peló una tira de caramelos, esos ácidos de colores, con el polvito blanco que se disuelve sobre la lengua cuando la saliva absorbe hasta la última partícula de glucosa. Como un viejo reloj de bolsillo, la tira flotaba en zigzag, hipnotizando los ojos del Gigante
Gutiérrez lo pensó unos segundos, quería demostrar serenidad ante el reto del mellizo.
-Dame hasta el próximo recreo. Sino, curtite.
Los Flautas eran hijos postmodernos. El fin de semana lo habían pasado con el padre. Aunque odiaban la falsedad de su viejo, era preferible a los letargos en la casa de la abuela Noemí. La vieja de los mellizos se había ido a pasar unas minivacaciones con su nuevo novio a Cariló.
El padre, Roberto Flautas, arquitecto de poca monta, era de esos hombres modernos que cuidan hasta el último detalle de su aspecto siguiendo los consejos de las revistas Hombres o GABO, pero que piensan que de darles un gramo de atención a sus hijos, éstos se harían maricones. Para ello, internar a los pendejos en una maratón de cine y comida delivery en el living de su paqueta casa, de Ciudadela SOHO, era la alternativa más saludable para evitar cualquier problema con su ex mujer.
Pasaron por el Blockbuster y alquilaron una docena de películas. “Mejor tenerlos frente a la tele las 24 horas que jodiéndome el sábado a la noche y el domingo”, pensó el progenitor. Les llevó Sherk, Buscando a Nemo I y II, una compilación de Astroboy y otras películas infantiles que los mellizos encontraron en la góndola “Chicos” del video club.
El Petiso y su hermano recularon sobre el living de la casa y pasaron mañana, tarde y noche, full time, mirando cuanta mierda ingería la videocasetera. Las horas pasaron y los ojos de los mellizos reconocían cada uno de los 1450 píxeles que dibujaban las siluetas sobre la pantalla del televisor digital comprado en Ciudad del Este, pero quedaba más. Era domingo a la noche y papá estaba repasando la jornada de fútbol en la tele de su cuarto. El petiso tomó el cassete que decía Pulp Fiction y lo puso. ¿Qué iba a pasar? Después de tanta mierda de Disney y Miramax, un poco de lenguaje adulto les iba a venir bien. Cuando el viejo los mandó a dormir, escuchó algo de Honey Bunney y unos disparos. “Cuan violentas vienen las de dibujitos de ahora”, pensó el viejo mientras se cepillaba los dientas.
Mamá los recogió el lunes por la tarde y les hizo dibujar los mapas para la clase de biomas del martes. El nuevo novio de mamá, instalado en la antigua casa en la que alguna vez los mellizos fueron engendrados, pasó la noche hablando por teléfono con un tal Eduardo. El Conejo, como lo llamaba mamá, sudaba y empapaba su camisa con unas gotitas brillantes que le caían desde la cabeza y los sobacos. Se lo notaba nervioso. Decía que el tal Eduardo no permitía hacer una entrega en Lomas de Zamora. También habló con unos negritos, como los llamaba una vez que cortaba el celular, que esperaban para hacer una cosa llamada transa, en un lejano lugar llamado Camino de Cintura.
Cuando el viejo reloj a cuerda del abuelo Benito dio las doce, Mamá llevó a los mellizos a sus camas. El petiso pegó los mapas en la carpeta forrada con papel araña azul, y dio un salto sobre los elásticos del somier. Su hermano apoyó la cabeza en la almohada y quedó frito a los pocos segundos. Los gritos del Conejo no dejaban dormir a Lautaro. Dió vueltas entre las sábanas mientras se forzaba a cerrar los ojos. La imagen de Bruce Willys vino a su cabeza. “¿Por qué la vieja no se levanta a un boxeador?”, se preguntó al escuchar los llantos de mamá. Los ruidos desde el living le dieron la respuesta. Seguramente por la mañana, mamá taparía los golpes en su cara con un poco de hielo y maquillaje importado.
Ahora, los mellizos estaban en el patio haciendo la cola del kiosco de la vieja Esther para comprar esa golosina que habían visto en la tanda publicitaria del Cartoon Network La tiras FIZZ colgaban en uno de los estantes del fondo, casi no tenía salida, ya había pasado su momento de gloria de las décadas del ochenta y el noventa.
Repartieron la mitad para cada uno. El Petiso, con los dientes de leche, rompió el plástico para encontrar el caramelo ácido color violeta. Lo puso en su mano para lanzarlo al aire y comerlo de un bocado, pero en ese instante, un empujón del Gigante Gutiérrez provocó el temblor. El caramelo voló los 70 centímetros que lo separaban del suelo. Tac, ruido seco. “Siempre el mismo pelotudo”, pensó el Petiso. Gutiérrez preguntó si pasaba algo y los mellizos hicieron como si el viento les silbaba al oído. El polvito blanco se esparció como harina sobre los zapatos de los hermanos. Gutiérrez rió y siguió corriendo hacia el mástil. La bandera, alta y serena, brillaba en el cielo cubierto de pequeñas nubes grises.
Al ver el polvo, El petiso esbozó una sonrisa cínica, quizás, de algún galán de Hollywood. Casó la tira y se llevó a su hermano para el baño. Rompieron los caramelos y esparcieron el polvito blanco sobre el mármol del lavamanos.
-Andate al aula y traeme tu cartuchera –dijo el petiso. De paso, decile a Gutiérrez que se venga, lo voy a desafiar a ese conchudo – le pidió Lautaro a su hermano. Avisale que le voy a dar la yapa.
Gutiérrez vino solo, como suelen enfrentarse los hombres a su destino.
-Decime que querés o te rompo la cara pendejito, saludó el Gigante al cruzar la puerta del biorzi.
-Quería desafiarte. Lo vi en una película. Quien aspira más, gana.
El petiso mostró las armas: el tuvo vacío de una BIC color azul y el polvito blanco del caramelo. Cuando uno es pendejo hace boludeces. Quizás el orgullo o la inconciencia. Gutiérrez era de los primeros. Un pendejo lo desafiaba, ¿Cómo se iba a negar?
El Gigante tenía un resfrío de la ostia. El polvito ingresó por el orificio nasal derecho. El Gigante respiró en seco y se miró al espejo. Quedó duro. Su cara roja lo hizo retroceder. “Me quema”, gritó Gutiérrez, mientras un hilito blanco le caía de la nariz. Era la mezcla de bicarbonato y moco líquido. Empezaba un dolor de cabeza digno de tumor cerebral para el Gigante. Cayó al instante. Los gritos alarmaron a los que estaban vigilando el patio.
Cuando llegaron los tipos del servicio de emergencia, el Petiso esperaba en la puerta de Dirección. Todavía guardaba la sonrisa cínica entre dientes cuando era retado por la hermana superiora.
-Pendejo de mierda, ahora vas a ver cuando se enteren tus padres, gritaba furiosa la religiosa. Con esto te ganaste el infierno, monstruo.
Lautaro bajó su cabeza y cerró los ojos. De repente le dieron como ganas de estar en otro lugar, quizás en el living de su casa, viendo dibujos animados. La imagen del Gigante desmayado le hacía recordar a Uma Thurman en la película, dada vuelta de cocaína en el sofá del dealer. La tira de Fizz chamuscada le sobresalía del bolsillo del pantalón.
Cuando pasó por el patio para ser retirado por su mamá, el Petiso elevó la vista. Alta en el cielo, la bandera flameaba bajo el cielo celeste, dos nubes blancas flotaban en el sur.
Barracas, 14 de Octubre de 2005.