Este cuento le da título a mi libro publicado por YERBA MALA CARTONERA.
Nicolás García Recoaro
27.182.414
Para Romina M.
I
¿Mi nombre? Mi nombre no importa. Soy Veintisiete ciento ochenta y dos cuatro catorce, eso dice el cuadernito verde que guardo en la billetera, el DNI, casi mi ADN, siguiendo con el juego de las siglas. ¿O tienen alguna duda de que para muchos soy solo eso? Hay treinta y siete millones de tipos que están formateados en una base de datos, ceros y unos, en alguna supercomputadora craneada por IBM, y uno de ellos -vaya uno a saber cual es mi conformación digital en esa matriz, quizás: cero uno cero cero uno uno uno cero uno uno- les escribe a alguno de ustedes. Calculo que una docena, quizás media o cuanto menos un par están leyéndome.
Si quieren pueden rotularme como quieran en su celular. ¿Les paso el mío? Quince cincuenta y nueve sesenta y uno cero nueve veinte. No se olviden el cero once si me llaman desde el interior o el cero cincuenta y cuatro si son de algún otro país. Es una buena manera de conocernos, si ya casi nadie lee cuentos, mucho menos libros, por ahí solo quieren charlar y que les cuenten historias, que les lea lo que estoy tipeando en la computadora. Creo que eso de que nadie lee lo saqué de un cuento de Carvern, creo que estaba en Tres rosas amarillas, su amante le decía que no existían los lectores, que ya nadie tenía tiempo de abrir un libro, hasta el propio Carvern lo reconocía. De solo pensarlo, me dan nauseas un mundo sin lectores. Chau saldos de Corrientes, chau a las caminatas sin rumbo por los pasillos del Parque Rivadavia o lecturas apuradas en el subte, adiós vuelta al Centenario y pucho mirando puestos en Plaza Italia. Debe faltar para eso, si quieren llamen y lo discutimos.
Acá me tiene esperando mi turno en una carnicería. Quédense tranquilos, tengo el cuarenta y ocho y van por el treinta, nos falta un rato y las señoras que tengo a mi lado parecen no tener demasiado apuro. Son las once y media de la mañana, AM para ser más precisos. Estamos en pleno barrio de Congreso, Entre Ríos al cuatrocientos. Es una carnicería mayoristas, con buenos precios, pensemos que desde hace unos meses los precios de la carne subieron casi un veintisiete por ciento en Argentina, el país de las vacas. Como viene la mano voy a tener que reemplazar el cincuenta por ciento de mi alimentación básica con legumbres y hortalizas. Guiso de lentejas, polenta y arroz con verduras, un verdadero eufemismo en el país de las vaquitas de oro. Pero hoy es distinto, junté siete pesos y los voy a invertir en una tirita de asado, quinientos o seiscientos gramos de cadáver al horno.
Las señoras se agolpan frente al mostrador de vidrio que dejan ver los cortes. Ahí están las nalgas, las faldas, los chinchulines, los choris, las tapas, las morcillas, las paletas, los bifecitos –anchos y angostos-, el matambre, el lomo y, al centro, como rey del muestrario: la tirita de asado. Pero no los molesto más con la clase de anatomía de la Universidad Nacional del Matarife, dejemos que el llamado del carnicero nos marque el tiempo de nuestro relato. Treinta y tres, Cristo en la Quiniela Nacional, yo llevo mucho menos sobre mis espaldas, no demasiados, ya casi piso los treinta, será cuestión de un suspiro para llegar a las tres décadas de vida. A mi lado, una viejita de unos setenta, no se exactamente si serán setenta y uno o setenta y cuatro, pero las arrugas tatuadas en su cara y brazos me hablan de más de siete décadas, me pide que le avise cuando el carnicero cante el treinta y siete. Falta abuela, como tres o cuatro numeritos, yo le aviso nomás.
II
No se piensen que voy a malgastar los próximos quince turnos en escribirles sobre la espera en la carnicería, cosa pedante si las hay, aunque se puede poner divertido si les cuento que el cielo esta celeste y las chicharras no se resignan a que el verano haya terminado hace una semana. Ella, Veintiséis cuatrocientos setenta y siete ocho noventa y cuatro, debe andar pensando que estoy poniendo medias faltas en el colegio, me olvidé de decirles que trabajo como preceptor y que hoy me hice la rata – otra paradoja, de las tantas que cargo sobre mi espalda -, debe ser la segunda vez que lo hago desde que arrancaron las clases, hace poco menos de un mes. Es que el día está demasiado abierto como para encerrarse en un cuartito dos por cuatro, a pasar un millón de P. y una docena de Au. para saber si los pendejos lograron salir de las sábanas a tiempo, justo para aprender que el derecho mide sus tiempos en base a días -eso era lo que dictaba ayer el boga que da Cívica en el cuarto año- o que el Martín Fierro es la obra cumbre de la gauchesca –“uso letrado de la cultura popular”-, así lo definían en quinto, seguramente robado de algún libro de Ludmer o de Sarlo. Todo eso a las ocho y trece de la mañana, todos dormidos, todos con sus caras mirando hacia la pizarra verde y con sus pensamientos sobre la almohada.
Treinta y seis. El próximo es el suyo, señora. La vieja se acomoda un rulero que tiene sobre la oreja derecha y me sonríe. ¿Quiere preguntarme algo? Literatura, señora. Son cuentos de un chileno que se murió de tristeza y de cáncer hace un par de años, un tal Bolaño. Justo esa mañana, zigzagueando en un escalón del treinta y siete había empezado a leer “El gusano”. Cuando bajé en la Plaza del Congreso, ese policía que tengo en la cabeza cada vez que pienso en hacer lo que no corresponde se cayó, y juntos nos fuimos a caminar hasta plaza Once. Saludamos a los travas que paran en Pasco y Rivadavia y nos tomamos un jugo Baggio de durazno sentados en las escalinatas de la estación.
El primer cigarrillo lo encendía cuando un ciento treinta y dos chocaba contra unas tablas de madera que tapan la construcción de la nueva estación de subte, sobre Pueyrredón. Justo con el ruido elevé la vista y un reloj digital de la esquina me decía que faltaban ochocientos millones, cuatrocientos nueve mil, doscientos veintitrés segundo para que empezara el mundial de fútbol, demasiado tiempo para esperar fumando frente a la tumba de Rivadavia.
Ah, me olvidaba, no vi a ningún viejo vestido de blanco, con guayabera y panamá a tono. Quizás, “El gusano” se escondía en el alma del tipo que vive en la galería frente a la plaza. Esa mañana había baldeado la galería entera, desde el hotel hasta el puesto de diarios de Rivadavia, después se cebó unos mates y agarró algo para leer, nada de libros, creo que era el Diario Popular o el Olé. Me pidió fuego cuando pasé frente a su ranchada, yo iba pensando en Veintiséis cuatrocientos setenta y siete ocho noventa y cuatro y cantando para adentro fifty three rd. & three rd., de los Ramones. Mientras le pasaba la cajita de Fragata, una boliviana que esperaba al micro trucho que sale para la Quiaca le pidió que le cuide el bolso, de esos que pueden cargar una batería completa de cocina o tres o cuatro guaguas. Vaya mamita, le dijo el viejo. ¿De dónde saqué que Latinoamérica empezaba en Plaza Once? Adiós, amigos.
III
Ochocientos setenta y cuatro gramos de asado. Saqué de más. Me creía que esto tipos tenían la balanza tocada. Me sobran ochenta guita para el viaje de vuelta en el treinta y siete. Saludemos al carnicero. Ya van por el cincuenta. Le falta poco, compadre.
Es el viaje de vuelta en el treinta y siete lo que me separa de ella, estoy a doscientos metros y un colectivo de su cama. Apuremos que el bondi va casi vacío a esta hora, a las doce salen los pendejos del colegio y se pone jodido para viajar, todos terminamos bailando el frota-frota cuando el colectivo pasa por la puerta del Garraham.
Palpemos las moneditas que tenemos en el bolsillo de atrás del jean. Todas de diez centavos, mejor tenerlas en la mano, a ver si se nos escapa una y terminamos caminando como Kung Fu. Viene medio vacío, me queda un asiento solo, justo atrás del bondier. Ochenta, por favor. La maquina escupe papel y nos sentamos. La campera azul cuelga del asiento con sus siglas, T4S SA.; una bola de espejos cuelga del espejo, un pibe con SIDA se cuelga de los escalones en la puerta del Muñiz. El chofer con unas gafas leopardo escucha la radio. See how they smile, like pigs in a sty, see how they snied. I`m crying.
Cruzamos las vías y estamos. Se abre el Parque Pereyra a la derecha y el Sagrado Corazón un poco más adelante. Cuarenta kilómetros por hora y unas tres mil RPM. El bondi frena en el semáforo de Iriarte, los pibitos salen del colegio, vuelven a la Veintiuno. Veintiséis cuatrocientos setenta y siete ocho noventa y cuatro debe andar cantando por la casa o fumando en la terraza. Quiero llegar para meterme en su cama, para olvidarme de que ese cuadernito verde existe, de que ya no seré Veintisiete ciento ochenta y dos cuatro catorce cuando ella me abrace. Y vuelvo a preguntarme cuál podía ser aquel estado desconocido, que no aportaba ninguna prueba lógica, sino la evidencia de su felicidad, de su realidad ante la cual las otras se disipan. Ella, mi gato Proust y yo vamos a comer en la terraza, con el ruido de las máquinas de las gráficas como banda de sonido.
Aprieto la bolsita de asado contra mi pierna, contra mi carne. Quizás tendría que bajar en la próxima parada y hacer como que sigo siendo esos números. Quizás tendría que dejar de comer carne. Un obrero toca el timbre, esa es la nuestra.