La carrera de 50 kilómetros de marcha en los Juegos Olímpicos de Tokio 2021 tuvo ribetes dignos de un film épico: 59 atletas de élite, 31 grados de térmica, 85% de humedad y un sol impiadoso en Sapporo, en el norte de Japón. Fue la despedida como prueba olímpica de la carrera de 50.000 metros, nacida en Inglaterra en el siglo XVIII. Una persecución a paso de tortuga en la que se intenta caminar lo más rápido posible sin llegar a correr y que combina dosis desparejas de resistencia, tenacidad y disciplina.
Apretados como por un puño cerrado, puntuales en la aurora zarparon los corredores desde el Odori Park. A 19.000 kilómetros del Imperio del Sol, frente a la tele de su casa en el barrio de Boedo, Peter Lanzani se enganchó con la carrera: “Me gustan los deportes. Practicarlos y verlos. Esta carrera, con todo ese paso lento, te cansa solo mirarla”.Cuentan las crónicas que la caminata veloz fue peliaguda desde el vamos. El papel protagónico fue interpretado por Dawid Tomala, veterano corredor polaco de rasgos melancólicos dignos de un film de Kieslowski. Lo acecharon como sombras el alemán Jonathan Hilbert y el canadiense Evan Dunfee. Detrás, un corredor sudamericano –nuestro héroe de película– arañó la gloria por un instante eterno. El modesto runner ecuatoriano Claudio Villanueva piloteó el pelotón largo rato, hasta que un desgarro lo obligó a abandonar la buena marcha, pero no la carrera. Tan de repente, el sacrificado migrante que había dejado sus pagos de Cuenca por falta de apoyo y partió a hacerse la Europa para perfeccionarse, empezó a ver cómo primero los punteros, después el pelotón y por último los coleros lo dejaban atrás. Quizá, en esos minutos en que coqueteó con frenar en seco, Villanueva pensó, sin sacar los pies de la tierra, en los cuatro años de sacrificada preparación, en su entrenador que había muerto pocos meses antes por el maldito Covid-19, en su familia. También, quizá, en algún film. ¿Cuál sería? Villanueva cerró los ojos, sacó fuerzas vaya uno a saber de dónde, siguió marchando.
“Una bronca te daba, porque el chabón estaba puntero y tuvo ese desgarro. Yo venía alentándolo, hora y media, como que teníamos un vínculo. Era una película con un flor de personaje que nunca se rinde”, sostiene Lanzani, en la previa a la sesión de fotos para Rolling Stone. En una fábrica perdida en el sur porteño, el actor pita un Philip Morris mangueado a este cronista y vuelve a la carrera: “El pibe siguió marchando todo destartalado. Me gustan esas historias de peregrinos, de caminantes, de gente que deja todo y salta… Destino incierto hasta llegar a la meta. Así entiendo mi oficio, la actuación, que es trabajo, disciplina y sacrificio. También, algo de magia. Buscar y buscar, como la historia del corredor, que al final llega a la meta. Ese es el camino”.
Las frías estadísticas dicen que el impasible polaco Tomala conquistó la medalla dorada en Tokio con un tiempo de tres horas y moneditas. Villanueva llegó una hora después, último. Fue recibido por un mar de aplausos, parecido al que inunda las salas de cine al final de una buena película. Un héroe de la constancia.
Viernes postrero de enero, bien temprano. Afuera el cielo se cae a pedazos sobre el arrabal. Adentro de la exfábrica, ahora centro cultural, se escuchan los baldazos. El olor a metal pesado y humedad perfuma el ambiente. Calle Iguazú al 400, triple frontera difusa que hermana las barriadas de Barracas, Parque Patricios y Nueva Pompeya. A pasitos, la estigmatizada Villa 21, cerca del fastuoso art decó del Palacio Ducó donde juega Huracán, no muy lejos de la avenida Sáenz de Pompeya y, más allá –cantaban los tangueros–, la inundación.
El diluvio que vino demora la llegada del vestuario para la producción fotográfica. Lanzani mata el tiempo conversando con el maquillador y les vestuaristes. Cuenta que viene de semanas movidas. Hace tres días se conoció la nominación al Óscar como mejor película extranjera de Argentina, 1985, el film sobre el paradigmático juicio a las genocidas Juntas Militares, en el que encarna al fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, escudero de Ricardo Strassera, fiscal general de la Nación interpretado por Ricardo Darín. La obra de Santiago Mitre, coescrita junto a Santiago Llinás, viene de cosechar el Globo de Oro en Estados Unidos, el premio del público en el festival de San Sebastián y varios galardones más aquí y más allá.
En paralelo, Peter pone el cuerpo desde hace varios días en mil y una entrevistas para promocionar el lanzamiento de la segunda temporada de la serie El Reino, thriller político con producción de Netflix, protagonizado por Diego Peretti, Mercedes Morán, Nancy Dupláa y su amigo Chino Darín, coescrito por Marcelo Piñeyro y Claudia Piñeiro.
En El Reino, interpreta a Tadeo, hombre de fe y pasado tortuoso, hijo político de un oscuro pastor evangélico devenido presidente de la Argentina. En esta segunda entrega, Tadeo –look mesías y tartamudeo arcano– inicia en el norte argentino un foco de resistencia contra la teocracia. Dicen los críticos, uno de los papeles más logrados de su polifacética y sólida carrera.
Vasito de cartón repleto de té negro en mano, Lanzani detalla el método que craneó para darle vida a Tadeo: “Cuando leí el guion de la primera temporada, se me vinieron a la mente Dostoievski y el personaje de Aliosha, de Los hermanos Karamazov. Los dos tienen una búsqueda espiritual y esconden algo muy profundo. Cuando hablé con Marcelo, acordamos que ese era el corazón del personaje. El guion es una suerte de biblia, pero puede laburarse”.
Con inspiración dostoievskiana a flor de piel, Lanzani fue sumándole mantos al religioso Tadeo: un rosario de calvarios, el deseo de trascender, las dificultades en el habla para expresarse. Detalla Lanzani: “Un chabón que venía de una data muy evangélica y, después de todos los males que descubre en la primera temporada, se le derrumba un imperio. Pero sigue siendo bondadoso y lo mueve la fe. Quizá descubrió que la fe no es la religión, sino que es más una filosofía de vida, ayudar al otro. Para mí hay que rezarles a todas las deidades”.
Aliosha es el más pequeño de los hermanos Karamazov. El héroe del libro más célebre de Dostoievski, “la más magnífica novela jamás escrita”, la llamó Freud. El personaje lleva el nombre de uno de sus hijos, muerto a los tres años de epilepsia, durante el proceso de escritura. En la obra hay un diálogo bellísimo sobre religión entre Aliosha y su hermano Iván. Palabras que podrían ser de Tadeo, o de Lanzani: “Si no hubiera un Dios, habría que inventarlo”.
Dios no juega a los dados. O quizá sí. ¿Quién se anima a predecir el recorrido exacto de una vida? Que hable el primer valiente. Después de romper el hielo con una charla de precalentamiento, con Lanzani decidimos estirar las piernas. Será más de una hora de caminata. Un eterno retorno en círculos por el galpón deshabitado. “Parecemos un cuadro de Van Gogh, el de los presos dando vueltas en el patio de una cárcel”, bromea. La ronda de los presos es una obra terriblemente simbólica del maestro neerlandés, para quien la vida era una suerte de cárcel de paredes bien altas, con artistas condenados por los mercaderes y su látigo del destino.
¿Te gusta la pintura?
Toco de oído, pero alguna vez pinté. Mi abuela Amalia pinta al óleo, se dedicó a pintar toda la vida. Tengo cuadros de ella en mi casa. Es la única abuela que me queda. Mi abuelo Carlos Antonio falleció hace algunos años. Estuvieron juntos desde los 16. Cosa rara hoy, un valor interesante.
¿Qué otros valores rescatás?
El laburo, el amor, la familia, la amistad. Son valores que no me gusta dejar atrás. Me fueron construyendo y me trajeron hasta acá. Lo que aprendí de mis viejos, de mis amigos, de una pareja, de mis compañeros de laburo. Desde ahí construyo todo.
¿Y cómo fueron las bases de esa construcción? Sé que naciste en los 90, durante los primeros años del menemato, en una familia de clase media de zona norte.
Infancia en Belgrano, de colegio, rugby en el club Alumni y culo inquieto. Somos cuatro varones, se la hacíamos difícil, y a la vez fácil, a mi vieja, Claudia. Ella es economista y docente. Mi viejo se llama Pablo y trabaja en sistemas. Son fucking nerds. No entiendo nada de esos mundos. Vengo de una familia muy unida, con ganas de hacer, de probar cosas. Raíces españolas de Galicia, Navarra y de italianos del norte. Somos muy argentos, sin nacionalismos. Cuando estuve filmando en Nápoles la serie de Maradona [la biopic Sueño bendito estrenada en 2021] me hice amigo de dos tanos y me llevaron a su casa, con la nonna amasando pastas, y fue comer y comer, la señora gritando: “¡Non ha mangiato niente!”. Me hacía acordar a mi familia. Tuve una infancia muy feliz.
Está la historia de tu pasado como “actor precoz”, modelo infantil de Mimo & Co cuando eras muy pibito, de tu llegada a las tiras de Cris Morena, ¿tenés idea de dónde viene tu deseo de ser actor?
Actores somos todos desde que nacemos. Cuando de pendejo te tirás al piso y te largás a llorar para que tu vieja te haga upa. A mi vieja no le daban los brazos para levantar a los cuatro [larga carcajada]. Por ahí el mío era un deseo medio kamikaze, porque estaba recién en el colegio, actuaba en alguna obra, perdía clases, aparecía en los actos. Después hubo un poco de inconsciencia, de hacer castings, quedar adentro, trabajar y trabajar. Y ahí siempre estuvo mi familia acompañando.
¿Qué te acordás de esos primeros años en la actuación?
Rutina de pendejo que trabaja: era 2006, tenía 15 años y arrancaba en Chiquititas. Me levantaba a las siete, colegio hasta la una, me pasaba a buscar mi abuelo Carlos Alberto y me llevaba a San Isidro a laburar al estudio hasta las ocho o nueve de la noche. Después, por ahí alguna clase de canto o de baile, o algún ensayo para el teatro. Volver a mi casa, hacer la tarea y a dormir. Al otro día, la misma historia sin fin. A mis viejos no les divertía mucho esa rutina, pero jamás me pusieron un pero. Yo quería actuar.
Una vida muy disciplinada, la del actor.
Es algo que aprendí en esos primeros años. Esta es una profesión, un oficio, como el de zapatero o deportista. Hay que estar a una hora puntual, preparar el texto, entrenar. Mirá, odio la mañana, pero vengo a cara de perro si es necesario, y ni se nota. Si no llegás temprano, te estás cagando en el otro, que trabaja con vos, y en uno mismo. Creo que la actuación es sacrificio, entrega, pasión, y algo de magia tiene.
Vittorio Gassman, santo patrono de tu gremio, decía que el actor es como una caja vacía, y cuanto más vacía esté, mejor; interpreta un personaje y la caja se llena, después termina el trabajo y la caja se vacía. ¿Cómo llenás o construís a tus personajes?
Leo mucho, veo cine, eso hace trabajar a la imaginación, que es un trabajo actoral. Cuando voy a un bar, me gusta ver a la gente, cómo se mueve, pensar en sus historias. Leí en la biografía de Brando, que tiene un título buenísimo, Las canciones que mi madre me enseñó, que el tipo se paraba en cualquier esquina de la 5º Avenida en Nueva York y empezaba a flashear historias de los que pasaban: “Este es abogado, este cocina mal, este estuvo preso…”. Me gustan los actores que no son actores. Mirás una peli de Daniel Day-Lewis o de Meryl Streep, los Joker de Heath Ledger o Joaquin Phoenix, y están encarnados full flash, no les ves un hilo, no sé hasta qué punto actúan. Son sus personajes.
Sos de encarnarte, entonces.
No es de metódico ni de obsesivo, pero hay una cuota de inmersión que me gusta. “Nerdeo” mucho, pero también me gusta trabajar con cosas que me suceden, desde lo que me pasa y lo que imagino. Me voy metiendo, pero tampoco cruzo una barrera a lo Jim & Andy. Con el personaje de Jorge Cyterszpiler, el primer representante de Maradona, que era rengo, esa característica física me ayudaba a meterme, y no me apoyaba tanto en lo emocional. En el rodaje los técnicos me cargaban: “¡Pará de renguear!”. Confío en el laburo en equipo. Por ahí terminás actuando para un foquista. Y si se lo cree él…
Para el papel de Alejandro Puccio en El clan (2015) tuviste que pasar siete castings, fue arduo el trabajo de construcción de ese personaje.
Era mi primera película y fueron como ensayos para entender el mundo en el que me estaba metiendo. Era una gran historia, conocía algo porque mi viejo jugó al rugby contra Puccio. Yo venía de las tiras de televisión y llegó ese momento en que te preguntás “¿salto o no salto?”. Salté y descubrí otros mundos por medio de la actuación, por encare de personajes, por búsquedas a la hora de construir.
Después llegás a la serie Un gallo para Esculapio (2018), con dirección de Bruno Stagnaro. El de Nelson fue otro personaje que te marcó.
Sin dudas. Nos fuimos a Misiones a rodar con un equipo chico. Tocábamos las puertas de las casas, charlábamos con la gente, tomábamos tereré. Yo grababa y empezaba a sacar la tonada misionera de Nelson. Una onda Nuevo Cine Argentino. Acá filmamos en trenes y otros lugares sin permiso. Por ahí a veces miro un guion denso, difícil, digo que no lo puedo hacer, pero me pongo a trabajar y a trabajar, y al final lo hago.
El teatro es otro de los territorios que exploraste. Hiciste Equus y El emperador Gynt, una adaptación de Ibsen, donde interpretabas 14 personajes en escena. ¿Qué diferencia hay con el cine?
Es como jugar al fútbol cinco y al de once. En el teatro salís a escena y tenés que jugar. Si hay un error, hay que remar hasta el final. Es un espacio para sumar horas de vuelo, jugar, cruzar barreras y abrir puertas medio deep. En Equus, que habla de la salud mental y del suicidio, me tenía que poner en bolas. Bueno, vamos, experimentamos. Sale bien, sale mal, así es la vida. Me gusta ir al límite, a lugares incómodos, porque ahí no tenés los mecanismos de autodefensa para resolver.
Sigue la ronda, Lanzani pide otro pucho. Confiesa: “Todo lo que perdés la cabeza en el armado de un personaje lo tirás a la basura en el rodaje. Me pongo a las órdenes del director y empezamos a construir de nuevo. Igual algo queda. Si me decís ‘escena 23’, yo sé dónde está el personaje; ‘escena 54’, lo mismo. Puedo parecer un loco, pero es así”. Lanzani hace estallar una carcajada demencial que retumba en el galpón. Interpreta a un loco. O a un actor muy cuerdo. Uno de esos que, más que una fotografía, con sus actuaciones construyen una pintura al óleo. Como las que pinta la abuela Amalia.
“Me emociona ver lo que estás haciendo con tu camino del Artista… Aplausos de pie y de puro corazón por este premio a vos, mi Peter querido, y a todo el equipo de Argentina, 1985”. Son palabras firmadas por Cris Morena en sus redes sociales al conocerse la nominación al Óscar. En su adolescencia, Lanzani fue star refulgente de la escudería de Morena. Chiquititas, Casi ángeles, Teen Angels… Televisión, cine, teatro, recitales, giras mágicas y misteriosas… Entre 2006 y 2012 compartió elenco y banda pop con Lali Espósito, Nicolás Riera, la China Suárez, Gastón Dalmau, Nicolás Vázquez, Emilia Attias y siguen las firmas. Centenares de capítulos en TV con cumbres monumentales de rating; seis discos de estudio y tres en vivo con certificado platino y oro; tours por Sudamérica, Europa e Israel; y hasta un film 3D, un videojuego online y una computadora tuneada con el logo de la banda teen. En un conocido shopping de la zona norte del conurbano había un Fans Store oficial de los Teen Angels, donde se podían comprar posters con la cara de Peter, postales con la cara de Peter, remeras con la cara de Peter, muebles con la cara de Peter, perfumes con la cara de Peter… Más de una vez debe haber puesto la cara Peter para firmar autógrafos en ese reino del consumo.
“Época medio de beatlemanía y de mucho aprendizaje. Giras, un seguridad ex Mosad para cada uno cuando fuimos a Israel, salir del Gran Rex y que la camioneta quede varada en un mar de gente, estadios repletos. Había una data de inconsciencia que estaba buena, para no caer a tierra”, dice Lanzani, ya sin cara de ángel, antes de posar para el fotógrafo. A sus 32 años, Peter es dueño de un rostro bien porteño, del pibe que es amigo de todes en la escuela. Tiene una mirada que se ve honesta, transparente, con un dejo de melancolía.
¿Te quitó algo esta profesión?
Para empezar, el anonimato. Pero hace 17 años que me pasa. Igual me encargué de no privarme de cosas. Ser social, estar con mis amigos, hacer deporte, ir a leer a bares, ponerme los auriculares y salir a caminar. Creo que nunca se me subió la fama a la cabeza. Cuando llego al club a ver a mis amigos, no llega la “estrella”, sino el que va a preparar el próximo fernet, como hicieron todos.
La otra cara, ¿qué te dio esta profesión?
Si se mira de afuera, este trabajo es medio un delirio, un mundo a veces idílico. Sé que soy un afortunado. Conozco a mucha gente que está tratando de hacer el mismo camino: cine, series, teatro, y no es fácil, todo lo contrario. Soy un afortunado de haber llegado hasta acá, con trabajo duro se puede llegar. A mí me gusta contar historias. Estoy abocado a esa palabra medio rara, el arte. ¿Qué es el arte? Qué sé yo qué es el arte. Es mi oficio. Es eso que pasa cuando ves una película y te ponés a llorar por un chabón que perdió a su mamá, como si la hubieras perdido vos.
¿Te pasa seguido eso de llorar por el arte?
Todo me hace llorar, creo que soy muy sensible. Con el Colo Fisner, el amigo que vive conmigo, vimos la última película de Carax, un musical hermoso, pusimos play y llorábamos a mares. Poníamos pausa para armar un fernet, de nuevo play y otra vez a llorar desconsolados. ¡La concha de su madre! Eso es arte. Que te cuenten una buena historia, que te olvides de que hay una cámara, un director, un actor. Lo único que importa es eso.
Mediados de febrero en Buenos Aires. La ciudad es un infierno, con la térmica ardiendo cerca de los 40 grados. Viernes de napalm. Llamo a Marcelo Piñeyro, director y guionista de la serie El Reino. Experimentado profesional del universo audiovisual, reflexiona con tórrido entusiasmo sobre los trabajos de Lanzani. Brilló en El clan, El ángel, Un gallo para Esculapio, 4×4: “Peter logra disolverse en los personajes. En cada uno de sus trabajos, descubrís un Peter nuevo. Cuando, por lo general, los actores llevan el personaje hacia sí, él se disuelve, no quedan restos del Peter real. Y cuando vas a corte, vuelve a ser Peter”.
Piñeyro, con décadas sobre el lomo en el trabajo con actores, detalla planos del oficio: “El aspecto racional, que tiene que ver con la comprensión del personaje, y otra cara emocional. Tadeo es un personaje atípico, poco naturalista. Peter trajo muchas propuestas. Le dedica mucho tiempo a la búsqueda, y eso no es tan típico. Tiene una entrega enorme, se zambulle y ahí se reinventa”.
El Reino es una producción que hace foco en los lazos entre la política y las religiones. Enfatiza el cineasta, un tópico demasiado actual: “El regreso de los fundamentalismos religiosos, el rol de las iglesias, la manipulación de la gente, temas que invitan a la reflexión racional y emocional. El personaje de Tadeo está atravesado por esos temas, pero más que nada por la fe. Es el único que no utiliza la fe. Simplemente cree”.
A Peter Lanzani le gusta el rock. También el tango. “Escucho de todo. Tango a la mañana, tomando mate. Listas enteras –dice–. Los tangueros cuentan buenas historias, parece que están actuando. Luca Prodan les pegaba a los tangueros. El pelado decía que eran todos trolos porque cantaban que sus minitas los dejaban y ellos las querían recuperar. Tratala bien, hermano, así no te dejan”.
Más allá de haber cantado en Teen Angels, ¿probaste suerte con algún instrumento?
La música me fascina, pero no es lo mío. Hace un tiempo me enganché con el piano, y me di cuenta de que no soy ducho. Si me dicen, pongo el dedo acá o allá en las teclas, algo saco, pero no más que eso. Mis amigos del colegio son todos músicos.
Sos amigo de los Bandalos Chinos.
Me fui de gira con ellos, todo muy loco. Fui plomo, una vez tuve que mandarme al escenario para conectar unos cables. Pero lo mío no es la caja de herramientas, no sé arreglar nada. Ponía fuerza bruta para cargar equipos, la parte de atrás del espectáculo.
Sobre el detrás de escena, Lanzani tiene inquietudes acerca del presente y futuro de la industria cultural argentina. Pensar el oficio, desde el oficio. En 2020, en plena crisis pandémica, con varios colegas creó la Asociación Civil de Trabajadores del Arte. Buscaban estimular la creación de contenidos de ficción: “Pero no funcionó, nos cansamos de pelear. En la postpandemia no hay incentivos, pese a que tenemos una película nominada al Óscar y se está rodando otra vez. Tenemos una industria que da pelea, gente muy talentosa en todos los rubros. Me tocó trabajar con grosos: Trapero, Santiago Mitre, Luis Ortega, Stagnaro. Gente de la que aprendí mucho”.
Peter tiene una frase de la película Gladiador bordada en tinta en su brazo derecho: “What we do in life echoes in eternity” (Lo que hacemos en vida tiene eco en la eternidad). Vio la película muchas veces: “Me encantan las epic movies”. Y, casualidad o no, le puso acción a la película más épica de los últimos años, Argentina, 1985. Una épica que no es solo una explicación para el éxito y los aplausos que cosecha, sino que recuerda cómo construimos la democracia argentina, todos los obstáculos que tuvo que atravesar, todos los acuerdos que socialmente hicimos para poner en boca de la gran mayoría democrática “nunca más”.
El Juicio a las Juntas Militares fue la piedra filosofal de la justicia, parte fundamental de la tríada que se forma con memoria y con verdad. En la sentencia pasaron muchas cosas, al menos estas tres: uno, fue la primera vez que se probó la existencia de un plan sistemático de exterminio por parte del terrorismo de Estado encabezado por los militares de las juntas; dos, se conocieron ampliamente los métodos represivos a los que recurrió la dictadura y hasta las personas más indiferentes conocieron la verdad de esa historia reciente; tres, las instituciones del país dieron un mensaje permanente: los crímenes contra la democracia van a ser juzgados.
Peter actúa el guion de Santiago Mitre y Mariano Llinás. Les cuenta a las generaciones que crecieron sin autoritarismos lo que hizo el fiscal adjunto de 32 años Luis Moreno Ocampo para que los genocidas rindieran cuentas, junto con el fiscal Julio Strassera. Porque los dinosaurios no sé si van a desaparecer, como canta Charly García, pero si juegan a romper la democracia los espera una sociedad que no se olvida. El derecho a la justicia es casi siamés del derecho a la verdad y el testimonio de Adriana Calvo provocó un clic masivo. Detalla el actor: “Es una película de la democracia, que habla de la humanidad. Los protagonistas no son Strassera y Moreno Ocampo, o los militares de la Junta, la peli habla de Adriana Calvo, que se sienta en el estrado y cuenta que la obligaron a parir a su bebé en un auto. Si hacés oídos sordos a esa historia, estás muerto, vieja”. Después de parir, Calvo y su hija fueron llevadas al Pozo de Banfield, donde el médico condenado Jorge Bergés le cortó el cordón umbilical y fue obligada a limpiar el piso del centro clandestino de detención.
“Peter tiene sus sentimientos en la mano, es candoroso, no tiene pudor, no tiene ego, es increíble. Expresa mucho compromiso en su actuación, mucha honestidad. Para mí estar encarnado en Peter Lanzani está muy bien”, dice Luis Moreno Ocampo por WhatsApp y suma una clave de lectura política: “La película cruza el tiempo y el espacio”. En el 85 era muy importante que la gente que no compartía las ideas sobre el juzgamiento las entendiera. El personaje de la madre del fiscal representa ese sector. Hoy, para las generaciones sub 40 la democracia es la normalidad. La película cruza cuatro décadas y explica lo que pasó. También cruza el espacio, las fronteras. En Estados Unidos y Brasil tuvo mucho éxito, son países donde a la democracia se la ve en riesgo, donde tuvieron episodios de gente que se movilizó para destruir el Congreso, las instituciones. Y en España también tuvo muy buena recepción, por otros motivos, ven el Juicio a la Junta como algo que ellos no hicieron. “La película pega en un tema fundamental en todo el mundo: Argentina, 1985 se convierte en el mundo 2023”.
Moreno Ocampo tenía tu edad en el momento del juicio.
Sí, y es una peli de la juventud, que muestra la labor de los pibes de la fiscalía. Juzgar a la dictadura es hacer política y es poner coraje; y lo hacían los pibes, porque los de la edad de Strassera no lo hacían. Está bueno hablarles a las nuevas generaciones de ese ejemplo, no olvidarnos de que esta historia pasó en nuestro país. La democracia no es un lugar al que llegás, es una construcción de todos los días y de todos.
¿Cómo es un actor en su vida cotidiana? ¿Se parece en algo a sus personajes? ¿Reflexiona sobre su trabajo o, tras quitarse el maquillaje y el traje, vuelve a ser uno de nosotros, una persona del montón, anónima y desconocida? ¿Con qué sueñan los actores? “Siempre quise ser campeón del mundo. Messi me cumplió el sueño del pibe en diciembre”, dice Lanzani, ataviado para las fotos con la camiseta celeste y blanca. Peter festejó la tercera estrella saltando en la 9 de Julio. Abrazado con millones en el domingo de gloria de la patria transpirada. “Messi es un referente, igual que Ginóbili. Correctos, inteligentes, en la búsqueda, pero siempre con los pies en la tierra. Es fácil perder la cabeza cuando estás en esos lugares. Cada cosa que hacen deja un mensaje, y no son chabones que dicen ‘te vengo a enseñar’. Por eso son referentes”.
¿Y de tu profesión quiénes son tus referentes?
Con Darín nunca había laburado. No me sorprendió el tipo de actor que es, un capo. Me atraparon su humanidad y su extrema generosidad. Aprendí mucho. Tiene una presencia, algo espiritual, un aura. Se clava, empieza a actuar y no para. No “furcea” nunca. Habrá tenido un error al mes y medio de rodaje, no se puede creer. Igual, todos “furceamos”. Brando, que cambió la historia de la actuación, que llegó al estudio de Apocalypse Now pelado, gordo, sin leer el guion y tiraba dos palabras y prendía fuego todo, decía que “furceamos” en la vida cotidiana. No está mal que nos pase a los actores, ¿no?
En unos días podés ganar otra tercera estrella, esta vez para el cine argentino, en los Óscar. ¿Qué te pasa por la cabeza?
Es parte del camino. El Óscar, los premios, donde no necesariamente gana el mejor, son el broche del trabajo de mucha gente. Muchas veces los premios terminan sosteniendo un libro en un estante de una biblioteca. Pero qué lindo ganarlos. ¡Está la Argentina ahí! Creo también que el premio es ver que pasan nuestras películas en los festivales, que la gente las entiende, las aplaude. Ahí se completa nuestro trabajo. Igual, creo que el arte no es el resultado, es más bien el proceso en el camino.
Peter apaga el último cigarrillo y encara para la salida del galpón. El actor se vuelve vecino, camino a la república de Boedo, lejos de las cámaras, sin maquillaje, sin traje, distinto del de las tapas de revista, pero igual a él. Un caminante.
Perfil publicado en la revista Rolling Stone, por acá.