miércoles, 28 de junio de 2023

Carnavalito del Jujeñazo

 "Dicen que los del norte somos callados/Pero cuando nos joden, nos levantamos". Estribillo de carnavalito combativo. Suena en las protestas del Jujeñazo, que ya lleva semanas, entre la protesta docente, la reforma constitucional exprés de Gerardo Morales, las marchas, la represión. El canto suena fuerte. Desde el centro de San Salvador hasta las comunidades de la Quebrada, las Yungas, los Valles orientales, la Puna y mucho más allá. El pueblo de Jujuy alza su voz: "Abajo la reforma, arriba los salarios", "Basta de represión", "Libertad a los presos por luchar", "No al negocio asesino del litio", "Tierra para las comunidades originarias".

Trabajadores, pueblos indígenas, desclasados, olvidados. Los de abajo están cansados del autoritarismo, las políticas del hambre y la mano dura que viene de arriba, del gobierno que conduce como patrón de estancia el que la mayoría de acá le llama "Emperador" Gerardo Morales. Erke, charango, bombo; guardapolvo y wiphala, explota un carnavalito para luchar, en una tierra que se volvió tubo de ensayo de lo que puede ser la Argentina 2024.

San Salvador. La plaza Belgrano es el centro neurálgico de las protestas, a pasitos de la Legislatura donde el martes la guardia pretoriana del "Emperador" desató el bloody sunday jujeño. La policía local no ahorró en gases lacrimógenos, balas de goma y hasta piedras lanzadas con gomeras contra las columnas de docentes, agricultores, militantes y autoconvocados. Protestaban en paz contra la reformada Constitución que resta derechos y suma beneficios para los negocios non sanctos. El saldo: casi 200 heridos y 68 detenidos.

"Cuando me agarraron me llevaron a la Legislatura, que usaron como punto para empezar a detener personas. Me subieron a un patrullero y me golpearon. Me dijeron 'te gustan los derechos humanos'. Me hicieron rezar. De ahí, luego de los golpes y maltrato nos llevaron al penal. Allí te ve el médico, te desnudan, filman, te siguen maltratando y verdugueando. Me decían que era el próximo Santiago Maldonado. Es la rienda suelta que les dio Morales para que hagan lo que quieran". Son declaraciones del docente Juan Ferrero, liberado luego de tres días de encierro en Alto Comedero, la cárcel encajada en los márgenes de San Salvador.

https://www.tiempoar.com.ar/informacion-general/camionetas-policiales-jujenas/

El miércoles por la tarde, antes de que comience la marcha de antorchas, cerca de la longeva Catedral que data del 1593, protesta Edith, trabajadora del gremio de la salud. La curtida enfermera asistió a los heridos frente a la Legislatura: "Mire que tengo muchos años, pero nunca ha pasado algo así. La policía tiraba a mansalva. Se infiltraba entre la gente que protestaba en paz. Arriaban y cazaban como grupos de tarea, después fueron a los barrios. La gente llegaba cortada, golpeada, con mucha angustia, con pánico. Algo que nunca vivimos en la provincia".

En la capital es un secreto a voces: el precandidato a vicepresidente de Larreta premió a sus cosacos con bonos de 50 mil pesos. Bastante más que los devaluados $ 32 mil del salario básico de los docentes. El eslogan oficial es clarito: "Jujuy, el Norte a seguir" para la alianza cambiemita.

Más balas, menos tizas

"Poco a poco mi sueldito/se termina rapidito/Sólo pago los impuestos / No me alcanza pa' comer…", cantan decenas de maestras y maestros no muy lejos de la Casa de Gobierno. Cuatro estatuas de la tucumana Lola Mora custodian el palacio de estilo Beaux Arts, también un pelotón de azulados uniformados. Las obras se titulan "La Libertad", "La Paz", "La Justicia" y "El Progreso". Cuatro pilares pisoteados por el gobernador.

Hace meses que los trabajadores de la tiza luchan por la reapertura de las paritarias y contra sus salarios miserables. Sonia Burgos es maestra de primaria. Da clases en la Escuela N° 119 General Savio de Palpalá, localidad enclavada a 13 kilómetros de San Salvador: "Dígame cómo se alimenta a una familia con un sueldo que no cubre la canasta básica. Morales miente, el blanco araña los 30 mil pesos, el resto son ingresos grises y muchos negros, que no se aportan a la Anses. Gastan en balas, ahorran en nuestros salarios".

Soledad también ejerce la docencia en Palpalá. Está indignada porque el gobierno publicó una solicitada en El Tribuno y El Pregón, medios arrodillados ante el mandamás radical: "En la contratapa del diario pagaron un aviso mentiroso, que dice que todos los docentes tenemos sueldos arriba de los $ 130 mil pesos. Usan a los medios para manchar nuestra lucha".

Marcela luce orgullosa su guardapolvo y da clase sobre la realidad escolar: "Antes se repartían meriendas con leche, queso y frutas. Ahora es puro té y miñones. Las familias pasan hambre, no se aguanta más".
Cae pesada la noche. Docentes cantan un tinku frente al Ministerio. Las voces suben hasta los cerros negros pintados por Goya y se pierden en el Altiplano: "Morales gato, te robaste la educación".

Los dueños de la tierra

La Ruta 66 conecta San Salvador con Perico, capital del departamento de El Carmen, zona rica y fértil para la agricultura y la ganadería. El corte es a unos 30 kilómetros de la capital. Pequeños agricultores y vecinos empobrecidos alimentan una fogata al costado del camino.

Mabel es ama de casa. Fuerte como un roble, protesta con su hijita en brazos. Dice que mantienen la medida en contra de la reforma: "No queremos la nueva Constitución, nos pueden sacar la tierra. Perico es una localidad históricamente castigada. Desalojan y las tierras se las dan a los amigos. Acá cerca está la finca El Pongo, un espacio donde desde hace más de cien años se producían verduras, frutillas y había ganado. Cuatro generaciones. Hace un tiempo, el gobernador sacó a los agricultores y abrió una empresa para plantar marihuana".

El emprendimiento de cannabis industrial con aportes estatales se llama Cannava y es dirigido por un heredero del Emperador, su hijo Gastón: "No es estatal, es un negocio familiar, porque el gobernador pone la gente a dedo, y en Perico no tenemos ningún beneficio. Es más, ese predio fue donado para la construcción de un hospital, que nunca se hizo. En el centro de salud hace dos años que no tenemos pediatra, si hay que atender a mi hija tengo que viajar a San Salvador", denuncia la señora bajo el sol árido del mediodía.

Carlos Cardozo es parte de los gauchos que llega a caballo al corte. Ellos también apoyan: "Estas son tierras que trabajaban mis ancestros. Maíz, garbanzo, verdura. Lucho por ese legado, por esa historia, señor. Los gobiernos de turno nos sacan la tierra. Hacen negocios entre ellos y a nosotros nos dejan migajas. Es un avasallamiento total. Tenemos que unirnos en toda la provincia para que se vayan: radicales, peronistas, se tienen que ir porque no ayudan al pueblo.”

Don Cardozo muestra las manos curtidas, repletas de historias de lucha: “Me las rebusco para vivir, pero hay vecinos que fueron desalojados y murieron. Vamos a pelear contra Morales, de acá no me saca”.

En la Ruta 9 que lleva a La Quiaca, la fila de autos, colectivos y camiones parece una serpiente emplumada. Se enrosca frente al corte, a la altura de Purmamarca. El telón de fondo es la Quebrada de Humahuaca y sus cerros de siete millones de colores.

En el cruce con la Ruta 52 que lleva al Paso de Jama, deliberan los comuneros, representantes de las comunidades indígenas del norte olvidado. Antes del mediodía, el viento aúlla y es helado, corta la cara como una navaja. Entre gomas, maderas y chapas, un cartel grita en prolija letra imprenta: "Morales, vos sos la dictadura".

Purmamarca, Tilcara, Abra Pampa, Humahuaca, los cortes de ruta que bombean resistencia popular y originaria al Jujeñazo eran al menos 15 hasta ayer. Memoria presente de cinco siglos de lucha. A este pueblo que se animó a un éxodo masivo por la Patria se lo debe respetar.

Ismael es un pibe nacido y criado en la comunidad de Chalala. El estudiante de sonrisa clara como las salinas del Altiplano milita la causa del Tercer Malón de la Paz, que nuclea a los pueblos indígenas: "Vamos a seguir resistiendo. Morales hizo la reforma sin consultar a las comunidades. Es totalitario y corrupto".

El pibe tira una maderita para alimentar las llamas, dice que en las comunidades hay miedo: "Van a llegar las mineras para sacar el litio, ya sabemos lo que hace la megaminería, se llevan todo y destruyen la tierra. ¿Dónde están nuestros derechos?". El viento responde con el silencio de la quebrada.

Balbina vive en Guadalupe de la Peña, una localidad abandonada por el Estado, a 80 kilómetros de Abra Pampa. Convida unas hojitas de coca: "Este es un lugar muy rico en minerales. Ahora se acuerdan de nosotros, nos quieren saquear. El territorio es nuestro, lo quiero dejar para mis hijos, y lo quiero dejar sano. Somos felices sin las mineras".

Desde la comunidad de Colorado se arrimó al corte la señora María. Sabia cocinera: corta papitas, pica cebollitas, condimenta unos pedacitos de carne. Guiso casero para los comuneros. La lucha es horizontal y más heterogénea de lo que vende el discurso oficial. La señora es generosa como la Pachamama: "Venimos para defender nuestra tierra, la que nos alimenta, la que nos deja criar ganado, plantar y vivir en paz. Ellos sólo la ven como un negocio".

María fue herida en la salvaje represión de la semana pasada en Purmamarca: "Me dieron en la pierna. Tuve miedo, pero en las corridas pensé, 'es vivir o morir'. Esta es la tierra de mis abuelos, de mis padres, de mis hijos, de mis nietos. No nos vamos. Libres o muertos, pero jamás esclavos. Sangre originaria", dice doña María. Sangre que corre por las venas abiertas del pueblo jujeño. La que mancha las manos del gobernador.

Publicada en Tiempo Argentino. 

lunes, 8 de mayo de 2023

El grunge no murió

 “Grunge is dead”. Corre 1994 y la remera de Kurt Cobain grita lo que su propia muerte se encargaría de hacer carne: el final del grunge en los albores de la larga década del noventa. Pero, ¿murió el grunge? “Ni a palos”, refutan les muchaches de camisas leñadoras y borcegos curtidos que hacen fila frente al Teatro Vorterix en la noche gélida del lunes.

Peregrinaron hasta Colegiales para ver a los Stone Temple Pilots, miembros del furgón de cola de aquel parnaso conformado por Nirvana, Pearl Jam, Soundgarden y los más oscuros Alice in Chains. Tiempos de descuento del vaquero Bush padre en Gringolandia y también del nefasto menemato neoliberal en estas pampas. Con aura más cercana al hard rock, los californianos STP se montaron –copiaron, decían muchos críticos- a la ola parida en Seattle allá por 1992. Dosis desparejas de riffs pesados herederos de Led Zeppelin, una pizca de glam, muchas canciones gigantes y Scott Weiland, frontman endemoniado, digno hijo putativo de Jim Morrison.

Peor vida

Tres décadas después, con dos vocalistas que pasaron a peor vida –Weiland en 2015 y Chester Bennington, ex Linkin Park, en 2017-, por cuarta vez los STP suben a un escenario porteño a la hora señalada. Pasan los años, pasan los jugadores, pero la fórmula sigue intacta. Los hermanitos DeLeo, refinado Robert en bajo y manos mágicas Dean en la guitarra, y el blondo baterista Eric Kretz demuestran que la máquina sigue aceitada. En las voces los acompaña Jeff Gutt, el muchacho salido del reality X Factor que sin transpirar se carga al hombro la pesada mochila de Weiland y conquista a la hinchada desde el primer alarido.

El arranque de los paridos en San Diego –los pibes se conocieron en un recital de Black Flag en las postrimerías de los ’80- es una patada voladora que te lleva de vuelta a los noventa. “Wicked Garden”, “Vasoline” y “Big Bang Baby”, tres clásicos de clásicos de la santísima trinidad hecha disco: Core (1992), Purple (1994) y el más experimental Tiny Music… Songs from the Vatican Gift Shop (1996). Gutt se estira como un gato sobre el escenario y amaga con tirarse de cabeza al campo. Abajo es un infierno encantador.

Pila de himnos

¿Quieren hits? Los STP tienen pila de himnos. Entonces estallan “Big Empty” y, obvio, “Plush”. Con “Interstate Love Song” podés cerrar los ojos, viajar sin escalas a un desierto de la Costa Oeste y recitar sin saudade un poema de aires borgeanos: “Se va en un tren al sur / Sólo ayer, mentiste / Promesas de lo que parecía ser / Sólo vi pasar el tiempo / Todas estas cosas te dije”. Del sueño americano, o pesadilla a secas, te despierta el rayo láser de los grandotes de seguridad que “marcan” a los que hacen mosh o prenden un porro. Entre nos, les trabajadores me contaron que, en su día, los patrones no pagaron extra este 1º de Mayo. Hay que seguir luchando.

El cierre es a toda orquesta con “Sex Type Thing”. Con Gutt en llamas, para apagarse se tira en un clavado perfecto al mar de cuerpos y nada a la deriva entre los brazos. ¿Quién dijo que el grunge se había ido a pique? Los STP siguen a flote. Vivitos y coleando.

Publicado en Tiempo Argentino, por acá.

Mamás de Ayacucho

 «Vivos los llevaron. Vivos los queremos». La frase está tatuada sobre la fachada del Museo de la Memoria. Se puede apreciar en el mediodía lluvioso de marzo, en el corazón de Ayacucho, ciudad del centro-sur peruano, colgada de los Andes, a 2761 metros sobre el nivel del mar.

El mural muestra a un grupo de mujeres de pollera marchando con sus carteles memoriosos. Piden justicia por sus familiares, víctimas del terrorismo de Estado y de las guerrillas de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru durante los años ochenta y noventa. En el mural también puede leerse otra máxima: «Para que no se repita».

Según el Informe final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación del 2003, las dos décadas de violencia dejaron un saldo 69.280 muertos y desaparecidos en el país andino-amazónico. Ayacucho fue el departamento más castigado, con 20 mil víctimas. En Huamanga –como también se conoce a la provincia– el profesor de Filosofía, Abimael Guzmán fundó Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas enviadas por los presidentes Fernando Belaúnde Terry (1980-1985), Alan García (1985-1990) y el dictador Alberto Fujimori (1990-2000) ejercieron el terror contrainsurgente. Dos tercios de las víctimas eran de origen indígena, campesino y quechua hablantes. En quechua, Ayacucho significa el rincón de los muertos. También, el lugar donde moran las almas.

El Museo de la Memoria en Huamanga.
Foto: NGR
Las Mamás de Ayacucho y su lucha.
Foto: Nicolás García Recoaro
Memoria, Verdad y Justicia en el Perú.
Foto: Nicolás García Recoaro

Coraje y polleras campana

«Llevamos décadas buscando verdad, justicia, reparación digna, memoria para nuestros familiares. Esa es nuestra lucha», dice con voz firme pero serena Lidia Flores en el salón principal del museo, sede histórica  de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (Anfasep). La estoica señora de acampanada pollera, manto de alpaca y tradicional sombrero huamanguino es la presidenta de la Anfasep. La acompañan la vicepresidenta Adelina García Mendoza y la primera vocal, Eudosia Conde Huamani. Son las Mamás de Ayacucho, corajudas mujeres que ponen el cuerpo en la organización de Derechos Humanos parida durante los años del sangriento conflicto interno.

Las Mamás cuentan que andan atareadas: preparan actividades para el próximo septiembre, cuando conmemoren sus cuatro décadas de lucha. Sueñan con sumar a las Madres de Plaza de Mayo al encuentro. Adelina suspira, mira un instante fotos de viejas marchas que cuelgan en el museo, viaja al pasado: «Nuestra historia empieza con la violencia de los dos lados, militares y Sendero. Asesinatos, desapariciones forzadas, torturas. Mamá Angélica fue la fundadora, le llevaron a su hijo de 19 años en julio de 1983 y empezó a caminar en búsqueda de justicia. Sendero asesinó a las autoridades de mi pueblo. Luego llegaron los militares, creíamos que íbamos a estar mejor, pero no fue así. Comenzaron a matar y a desaparecer. A mi esposo Zósimo Tenorio Prado lo sacaron de nuestra casa el 1 de diciembre de 1983. Así me sumé a Mamá Angélica y comencé esta lucha».

Los militares también secuestraron al marido de la señora Flores: «Entonces nos desplazamos de las comunidades para pedir justicia. Las autoridades nos llamaban ‘terrucos’, terroristas. No nos daban importancia cuando íbamos a Lima, pero nosotras marchábamos. Ni local teníamos».

Eran decenas de mujeres peregrinando por las fiscalías. Preguntaban por el paradero de sus hijos, nietos y esposos secuestrados por los Sinchis, los escuadrones de la muerte. El Estado las apaleaba, la jerarquía de la Iglesia las ignoraba, la sociedad peruana miraba para otro lado. Hablaban de «guerra entre indios».

Mamá Angélica, la pionera.
Foto: Nicolás García Recoaro
No Matar: la bandera histórica de la Anfasep.
Foto: Nicolás García Recoaro
Pinturas en el Museo de la Memoria.
Foto: Nicolás García Recoaro

¿Hasta cuándo tu silencio?

«Hasta cuándo, hijo perdido, hasta cuándo tu silencio…», ese era el canto que entonaban las Mamás cuando peregrinaban por las empinadas calles de Ayacucho. En la génesis, Leonor Zamora, alcaldesa de Huamanga, les brindó un espacio en el municipio para que realizaran sus primeras reuniones. Zamora fue asesinada por el Servicio de Inteligencia fujimorista en 1991. Los abogados Zósimo Roca y Emilio Laynes impulsaron a las mujeres para que conformaran la asociación a mediados de los ’80. Fueron perseguidos de por vida. El sindicato de maestros huamanguinos les cedió un local en 1984. El líder del gremio docente Alcides Palomino fue asesinado por militares en 1989. En la Casa del Maestro funcionó el primer comedor para miles de hijos de desaparecidos y asesinados desplazados por la violencia.

Eudosia hace memoria: «Puras mujeres salíamos, a los hombres se llevaban, a los jóvenes. Nosotras entonces nos organizamos». Para mediados de los ’80, las fosas comunes, los campos de concentración y las violaciones de los Derechos Humanos comenzaron a cobrar estado público.

En 1985, las Mamás recibieron la visita de Adolfo Pérez Esquivel. El Nobel de la Paz las acompañó en su primera marcha masiva y entregó un informe crítico al presidente García. El papa Juan Pablo II también estuvo en Ayacucho ese año. Las Mamás lo esperaron en el aeropuerto con una cruz de madera que llevaba escrita dos palabras: «No matar». No fueron recibidas por el Papa polaco.

En los tiempos del fujimorismo, Anfasep compró con donaciones un espacio propio, mudó el comedor –bautizado Adolfo Pérez Esquivel– y recibió mil y un golpes. Fujimori acusó a Mamá Angélica de ser «embajadora del terrorismo», luego de un viaje a Francia para un encuentro organizado por la ONU. Tuvo que pasar dos años en la clandestinidad, hasta que el Poder Judicial se dignó a desestimar la acusación del tirano neoliberal.

En los años que siguieron a la caída del dictador, surgió la Juventud de Anfasep y la organización colaboró activamente con la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. En 2005 inauguraron el Museo de la Memoria y su trabajo llega hasta el presente.

Lidia habla pausado, piensa cada palabra para relatar su caminata hasta este mediodía, reflexiona: «Hace 40 años llevamos esta carga. Mamá Angélica y muchas compañeras murieron sin saber del destino final de sus hijos y maridos. Seguimos caminando. Por eso el museo, los sitios de la memoria, nuestro trabajo. Para que la historia no se repita y el Estado cumpla con su obligación de justicia y asistencia a los familiares».

Para las Mamás, la historia se repite como tragedia en el presente del Perú. En diciembre, la represión en Humanga se cobró diez vidas, 72 heridos y decenas de encarcelados. La cúpula del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho (Fredepa), organización campesina y vecinal, fue acusada de terrorismo: siete miembros fueron trasladados entre gallos y madrugadas a Lima, donde siguen presos. Doña Flores es clara: «Nos hace acordar al pasado. El gobierno mata, viola los Derechos Humanos, acusa de terrucos a los que protestan. Son asesinos, ¿cómo puede ser que maten a nuestros paisanos?».

La ropa de las víctimas de la violencia.
Foto: Nicolás García Recoaro
Los utensillos del comedor de la Mamás.
Foto: Nicolás García Recoaro
La historia de las madres en imágenes.
Foto: Nicolás García Recoaro

Nunca más

Roberto Sulka Rafael es un joven antropólogo, miembro activo de la Juventud de Anfasep. Los militares secuestraron a su papá, Alipio Sulka Condori, el 28 de febrero de 1985, en la localidad de Allpachaca. Roberto todavía estaba en la barriga de su mamá Narcisa: «Era campesino y dirigente comunal. Lo llevaron a la base de Sachabamba, que era un campo de concentración. Nunca más supimos de él».

Roberto oficia de guía por el museo que narra la historia de la «violencia socio-política» en el Perú. La historia de un país, de miles de familias. Un bellísimo retablo ayacuchano pone en escena el devenir del conflicto y la lucha de las Mamás. Una celda y una fosa común recuerdan los horrores que sufrieron las víctimas. En un recodo, hay zapatos, chompas, pantalones y decenas de prendas de los desaparecidos. Muy cerca, la cruz que nunca recibió Juan Pablo II y pilas de platos de plástico, cucharas y ollas que alimentaron a los niños en el comedor Pérez Esquivel. Roberto creció en ese comedor: «Era todo un peso ser hijo de desaparecido. No podíamos contar nuestra historia en la escuela, porque nos discriminaban, nos señalaban, nos decían terrucos. Hasta el día de hoy, los fujimoristas nos siguen diciendo terroristas».

Las fotos de las madres cuelgan en el salón postrero del museo. Roberta las admira un buen rato: «Actualmente son 120. Muchas murieron sin saber el destino de sus familiares. Hay una gran deuda en este país. La Comisión de la Verdad entregó un informe de ocho tomos con las víctimas, pero dejó un noveno dando indicaciones al Estado peruano, para que cumpla con los familiares. Educación, salud, vivienda… No cumplió ningún gobierno. Por eso las Mamás siguen pidiendo justicia».   «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

La casa del Amauta

 Cuesta un Perú llegar al Cercado de Lima. Las avenidas de la popular barriada céntrica están agitadas. Los colectivos avanzan a paso de hombre. Banda de sonido: una orquesta de reggaetón, cumbia chicha y bocinazos desafinados. Bajo un sol tremendo, decenas de marchistas llegados desde las provincias postergadas del país andino-amazónico protestan contra el gobierno de facto. Vienen desde Puno, Cusco, Juliaca, Ayacucho, Cajamarca y mucho más allá. Acampan en el Campo de Marte, el parque de la resistencia. Cholos, indios, morochos, campesinos, obreros, laburantes. En la tarde transpirada, el subsuelo de la patria sublevada hace escuchar sus voces. Los Andes bajan al corazón de la bella y desgraciada Lima.

A pasitos del Campo de Marte, al 1946 de la Avenida Jirón Washington, la Casa Museo José Carlos Mariátegui es testigo, una vez más, de las luchas populares. La casita amarilla de modestos aires coloniales adonde vivió Mariátegui hace casi 100 años funciona como faro en la larga noche de fusilamientos, bastonazos y gasificaciones que vive el hermano país. Espacio vital donde el “Amauta” creó buena parte de su iluminador pensamiento. Ensayos, críticas, manifiestos, artículos a secas que iluminan las batallas de los “nadies”. Las ideas de un pensador vanguardista, latinoamericano, indigenista, marxista que hizo escuela. Amauta es una palabra de origen quechua. Se la usa para llamar a los sabios e iluminados. También al maestro.

Mural sobre el «Amauta» en el patio del museo.
Foto: Nicolás G. Recoaro
Libros de Mariátegui en la bilbioteca.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Peruanicemos el Perú

“Demasiado actual es el pensamiento de Mariátegui. Sólo basta con asomarse a las calles: discriminación, racismo, el problema de la tierra, del indio, la explotación. Sus ideas nos marcan en el presente”, cuenta Luz Tafur, responsable del programa educativo del museo y sapiente guía. En el estudio de la impoluta vivienda, Tafur es custodiada  por un corpulento óleo que muestra a Mariátegui sentado en una silla de ruedas, sonriente y cálido, con un dejo de melancolía.

La muchacha repasa la hoja de vida del Amauta. Mariátegui nació en 1894 en Moquegua, ciudad del sur andino, en el seno de una familia de trabajadores. Los Mariátegui eran pobres, sus vecinos eran pobres, los campesinos y obreros moqueguanos eran pobres, todo el Perú era pobre a principios del corto siglo XX. Historia repetida desde los tiempos de los salvajes conquistadores hasta los títeres neoliberales del presente.

Desde muy purrete, Mariátegui supo que la vida era adversidad. A los ocho años, sufrió un accidente que le provocó una anquilosis. La renguera fue otra prueba que debió superar el muchachito. Cuentan, los libros le salvaron la vida cuando llegó a Lima con una mano atrás y otra adelante. A los 15 años conoció el violento oficio de escribir. Fue cadete, alcanzarrejones y ayudante de linotipista en el diario La Prensa. “Ayudaba a los obreros o iba a buscar los artículos a las casas de los periodistas. No tenía un sueldo, le daban moneditas”, cuenta Tafur y señala una Remington aceitada que duerme la siesta en el estudio: “También usaba una Royal. El Amauta empezó a escribir artículos de muy joven en El Tiempo, en las revistas Mundo Limeño, Lulú y El Turf, intelectualmente era un iluminado.”

Autodidacta formado en la universidad de la calle, firmaba crónicas con el pseudónimo “Juan Croniqueur”. En ellas atendía con ironía la frivolidad de los patricios limeños. La “edad de piedra” llamó Mariátegui con sarcasmo a esta época seminal que va hasta 1919. Lejos de la crítica política, cerca de las vanguardias artísticas y los intelectuales tradicionales. En esos años también cultivo la poesía. Nunca publicó su anunciado poemario titulado simplemente Tristeza.

Su vuelo profesional bajo el ala del periodismo comprometido en la revista Nueva Época y el periódico La Razón lo llevaron en 1920 a un forzado exilio europeo. El presidente Oncenio de Leguía no soportaba las críticas al militarismo y el llamado a la agitación popular que Mariátegui sembraba en sus notas. Fue corresponsal durante sus derivas por el Viejo Mundo. En Italia se empapó de marxismo, presenció las protestas de los obreros de Turín, vio el nacimiento del Partido Comunista Italiano (PCI) en Livorno, departió con Antonio Gramsci y conoció a Anna Chiappe, el amor de su vida y futura madre de cuatro de sus cinco hijos. Retoma el hilo Tafur: “En 1923 regresa al Perú un nuevo Mariátegui. Comprometido con los movimientos revolucionarios, con ideas renovadoras para pensar nuestra realidad poscolonial. ‘Hay que peruanizar el Perú’, decía. En el ’24 desmejoró su salud, le amputan su pierna izquierda y un año después alquila esta casa y se muda con toda su familia. Fueron cinco años en este espacio, los más productivos de su vida. La escritura de La escena contemporáneo y los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, la fundación del Partido Socialista Peruano, los lanzamientos de la revista Amauta y de la Editorial Minerva. Trabajaba mucho, sufrió enfermedades toda su vida, creo que sospechaba que la muerte lo iba a atrapar joven.” Mariátegui murió el 16 de abril de 1930. Tenía sólo 35 años.

La portada del primer número de Amauta.
El bilbiotecario de la Casa-Museo de Lima.
Foto: Nicolás G. Recoaro

Ni calco ni copia

Luego de décadas de abandono, el Estado peruano se hizo cargo de la casa limeña y abrió el museo en 1994, paradojas, durante la dictadura de Fujimori. “Estaba derruida, se hizo un trabajo de reparación y ambientación de época. Es un lugar histórico, como la casa de Belgrano o de Maradona para ustedes”, explica Joel Bazán, estudiante de Historia del Arte y voluntario. Para el alumno de la Universidad de San Marcos, casa de estudios pública reprimida por el gobierno de Dina Boluarte en enero pasado, el museo es un tesoro: “Mantiene vivas las luchas populares. Hay algunos que relacionan a Mariátegui con Sendero Luminoso, pero es una mirada distorsionada. Más bien representa las luchas de los pobres del Perú, a los que hoy llaman ‘terrucos’, terroristas.” En los salones, detalla Bazán, se exponen obras plásticas que hablan de esas batallas. También atesoran una mascarilla mortuoria del filósofo, forjada por el escultor Artemio Ocaña.

El “Rincón Rojo”, en el salón principal, es un espacio bellísimo, de techos altos y puertas kilométricas, el más fresco de la casa, donde Mariátegui solía realizar tertulias con la crema y nata política, cultural y bohemia. Hay un retrato que lo muestra dicharachero junto al poeta Alcides Spelucín, el novelista gringo Waldo Frank, su médico Luis Sánchez y Amalia La Chira, su santa madre a quien, cuentan, le pedía disculpas por algún desliz en sus escritos anticlericales.

Portada despedida de Amauta.

En el depósito editorial hay una impresora legendaria. También un cuadro con el Nº 1 de la Amauta, que lleva al mítico personaje cusqueño en la portada, ilustrado por el artista José Sabogal. “Fue una revista vanguardista que trajo nuevos paradigmas. Hacía foco en los silenciados, escribían muchas mujeres, llegaba a todo el país y al exterior. Textos que tienen relevancia para pensar estos tiempos de intolerancia y xenofobia en el mundo. Es curioso que casi no se lee a Mariátegui en las escuelas”, lamenta Ernesto Romero Cahuana, director del museo. Un mural sobre el pensamiento del periodista y una gigantografía de César Vallejo, otro amauta poético peruano, decoran el patio. Don Ernesto comparte un vasito de dorada Inka Cola y recomienda: “Lo decía Mariátegui, ni calco ni copia, sino construcción heroica, esa es la salida para nuestros países.”

La biblioteca del museo es la cereza del postre. Abriga 8000 libros. “Incunables de estudios sociales y la colección personal de Mariátegui y su esposa”, detalla Manuel Marcos, historiador a cargo del tesoro. Me deja chusmear los volúmenes que hojeaba José Carlos. Leo las dedicatorias: “Con todo mi afecto para el Amauta”, escribe a mano allá por 1929 el español Juan Chabás en la primera página de su novela Puerto de sombra. Cierra Marcos: “Poder tocar estos libros, leerlos, nos recuerda que Mariátegui no es solo el personaje de estatua, el mito, sino un luchador de carne y hueso”.

Por el Jirón Washington caminan los marchistas de regreso al Campo de Marte. Cuando pasan por la casa amarilla algunos se persignan, otros vivan al eterno Amauta, el maestro. Docente en lucha del Perú. «

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

Hospital de barcos

 Con el agua al cuello. Así estaba Tandanor poco antes de que la Argentina se fuera a pique en la crisis del 2001. El naufragio en cámara lenta había comenzado durante el menemato. «Hacíamos agua por todos lados: la empresa estaba concursada, no cobrábamos los sueldos, dormíamos en los galpones. Pero los laburantes la sacamos a flote, algo de eso sabemos«, remarca, orgulloso, Marcelo Mazzullia, gerente de la Jefatura de Buques del astillero de la Armada Argentina.

Con más de 20 años en el gremio naval, don Mazzullia capeó junto a sus compañeros mil y una tormentas. Privatización, negocios inmobiliarios non sanctos con el predio portuario, renacimiento durante el primer kirchnerismo, vaciamiento en el macrismo y otra vez a flotar desde 2019.

Grafica el curtido obrero, viejo lobo de mar, en la caminata matutina de cara al Canal Sur del Puerto de Buenos Aires: «Nunca bajamos los brazos, resistimos y hace años que no paramos de crecer. Desde la reestatización, los trabajadores somos dueños del 10% de la empresa. Ya no es estar a flote, navegamos con viento en popa».



Bajo el sol otoñal, su figura queda diminuta frente a las moles flotantes que duermen la siesta seca sobre las plataformas. Titánicos petroleros, buques de carga y pesqueros escapados de algún sueño de Melville. Frente a los barcos, la escala humana se evapora para medirse con los océanos y los cetáceos. Navíos de 200 metros de largo y más de 30 de altura.

«Acá se te va el ego, somos hormiguitas reparando estos bichos, que a la vez son boyitas en la inmensidad del mar», dibuja con palabras Mazzullia. Dice que trabaja en un hospital de barcos: «Les curamos las heridas, son tratamientos para ponerlos a punto. Es una responsabilidad enorme. La botadura es el cierre de la historia, vuelven al agua sanos».


Más de 100 embarcaciones pasan todos los años por los talleres. El obrero recuerda el petrolero Illia de más de una cuadra de eslora, el granelero Vega Tauro que había encallado en el Estrecho de Magallanes y precisó 120 mil kilos de chapa para sellar su panza; el rompehielos Irizar, resucitado con 100% mano de obra nacional: «Con todos aprendí algo. Por eso, cuando los veo irse, los extraño».

Anfibia

Con 143 años de historia, Tandanor –Talleres Navales Dársena Norte, donde estaba emplazado en sus orígenes– pasó épocas muy buenas, regulares, malas y también muy malas. Las memorias del astillero y taller de reparaciones pueden ser leídas como una alegoría de la historia de nuestra patria en espiral: glorias, crisis, desinversión, tragedias, y otra vez volver a remar. Batallas (navales) argentinas.

La empresa Talleres Navales de la Marina, fundada en 1879 durante la presidencia de Nicolás Avellaneda para el mantenimiento de los buques de la Armada, es el tercer taller naval más importante del mundo. En 1922 fue renombrada Arsenal Naval Buenos Aires y en 1971 se constituyó como sociedad anónima con participación mayoritaria del Estado.


En los ’40 tenía más de 6000 operarios y en 1950 impulsó la carrera de Ingeniería Naval en la UBA. Durante décadas atendió sin respiro las necesidades de la marina mercante nacional. En 1992, pleno reinado del neoliberalismo, pasó al grupo privado Inversora Dársena Norte (Indarsa). En 1999 llegó la quiebra fraudulenta y la resistencia de los trabajadores. Néstor Kirchner declaró de nulidad absoluta la privatización. En 2007 decretó la reestatización.

Durante la primera presidencia de Cristina se produjo la incorporación de Tandanor, junto a su vecino Astillero Almirante Storni, al complejo Industrial Naval Argentino. El gobierno cambiemita intentó bajarle la persiana y no ahorró en palazos contra los trabajadores.


Desde 2020 vive un proceso de crecimiento (a pesar de la pandemia): tiene 500 laburantes que terminaron un buque hidrográfico Swath, construyen remolcadores y una embarcación polar. Como novedad, la empresa que depende del Ministerio de Defensa sumó proyectos para tierra firme: puentes modulares, mobiliario urbano y bases para la Patagonia y la Antártida. Una industria anfibia.

Sinfonía metálica

En los galpones del Storni trabaja José Luis Oca, un joven ingeniero naval formado en casa. Los techos son altísimos, besan el cielo. «Hacer un barco es como construir un edificio flotante. Chapa, madera, electricidad. Escuche ese ruido de soldadoras, de golpes de martillo, es una sinfonía«, entona Oca con metal pesado de fondo.

El Storni atesora el ARA Santa Fe, un submarino TR1700 Made in Argentina que empezó a construirse en los ’80 y quedó frenado. El taller asistió también a dos embarcaciones fabricadas en Alemania: el Santa Cruz y el San Juan, la nave que se hundió trágicamente en 2016 con 44 tripulantes héroes.

Hoy Tandanor estudia proyectos para construir submarinos. «Es un desafío supremo, porque hay que aprovechar espacios y tiempos, debe flotar y resistir la presión del mar, ser sigiloso. Es la F1 de los barcos«, detalla el ingeniero.

Observa un rato el esqueleto de la Goleta del Bicentenario, un proyecto de buque escuela, y los puentes modulares listos para ser emplazados sobre las vías del ferrocarril Sarmiento: «Durante el macrismo se frenó todo, años de tristeza e incertidumbre. Ahora hay ruido, vida, es la casa de 500 trabajadores».

La palabra atarazana es sinónimo de astillero. De origen árabe (ad-dar as-sina’a), significa «la casa de la fabricación». Frente al Margot, un pesquero que entró a boxes hace pocos días, Gustavo Castor Flores mueve andamios con la grúa sampi: «23 años en Tandanor, una vida. En verano nos cocinamos y en invierno somos cubitos, pero amo este oficio. Cuando me tocan vacaciones, a la semana quiero volver a trabajar con mis compañeros».

Gustavo es el artista encargado de lavarle la cara a los barcos. Pintó obras monumentales, como el Irizar: «me enseñó mi tío, que me hizo entrar en 1996. Acá somos compañeros, y sobre todo familia». El ingeniero Raúl Mario Ramis tiene ojos color océano y el pecho inflado de orgullo por la reparación del Irizar«la más grande de los últimos 30 años de la historia naval. Aunque muchos digan que las empresas del Estado no sirvan, se hizo acá, en Argentina».

A Claudio Rocha le toca una tarea pesada. Con 22 compañeros pilotea el Synchrolift, un ascensor capaz de hacer levitar buques de 15 mil toneladas: «Pesaditos, pero no hubo gigante que nos venciera». Compartió oficio naval con su viejo y lleva cuatro décadas en la empresa. Antes de volver al trabajo pesado, mira el puerto. Revela que nunca navegó. ¿Será preciso navegar? «Sería lindo algún día. Mi trabajo termina cuando bajamos el barco al agua y parten a altamar. Eso me hace feliz».

Crónica publicada en Tiempo Argentino, por acá.

lunes, 3 de abril de 2023

Madres de la Plaza: la historia de la red de cuidadoras que las abraza

 “Madres de la Plaza, el pueblo las abraza”. La consigna se repite como un mantra cada 24 de marzo en el centro porteño. Un abrazo envuelto en palabras protege, cuida, acompaña a las mujeres que parieron la democracia hace 40 primaveras.

¿Pero qué sucede con ellas en su vida cotidiana más allá del abrazo simbólico? ¿Quién les da una mano en el día a día? ¿Quién se las dio por ejemplo durante la pandemia, que si nos afectó a tantos cómo no les iba a afectar a ellas? Las súper heroínas de la Memoria, la Verdad y la Justicia son mujeres de carne y hueso, con necesidades de adultos mayores –viejos son los trapos-, que muchas veces están solas a la hora de realizar un trámite, cobrar la jubilación, ver una película, dar un paseo o simplemente charlar mate de por medio.

“Es loco, pero más allá de las fechas importantes, como las de marzo y diciembre, identificamos que había un vacío en el cotidiano de muchas Madres. Necesitaban apoyo y acompañamiento. Así nació la idea de darles una mano, que es una forma de retribuirles sus gestas, sus luchas. Algo que parece chiquito, pero que ha sido muy significativo para muchas. Entendimos que ahora había que cuidarlas a ellas”, cuenta Ana Sofía Soberón, integrante de la Red Voluntaria de Acompañamiento a las Madres de Plaza de Mayo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).

Soberón es trabajadora social y forma parte del Área de Salud Mental de la organización no gubernamental. Puso el cuerpo desde la génesis del proyecto: “en 2015 se acercaron con la inquietud Héctor Leboso y María Adela Antokoletz, amigos de la casa y militantes de las políticas de Derechos Humanos. A partir de sus miradas, identificamos que algunas Madres estaban solas a la hora de encarar ciertas actividades, muchas eran viudas, no tenían familiares que pudieran ayudarlas en necesidades cotidianas, en traslados… Tampoco estaba el Estado presente. A partir de ese vacío, se empezó a tejer la red”, recuerda Soberón. 

Patricia Panich trabaja en el CELS hace 23 años. Es psicóloga e integra el espacio de Investigación. Es una de las tejedoras de la Red desde el origen: “propusimos que estuviera formada por voluntarias y voluntarios. Desde un principio se pensó como un acompañamiento social, el ‘estar con’, pasar tiempo juntas, leerles, ver una película o hacer las compras. Pero fuimos sumando otros requerimientos, como acompañarlas a los médicos, a hacer trámites, al banco. Es un servicio social no terapéutico. Somos voluntarias con vocación de servicio, ganas de acompañar y devolverles algo de todo lo que hicieron por nosotres”. 

El grupo de voluntarias salió a la cancha durante 2016, en los primeros años del macrismo negacionista. El equipo estaba conformado por diez acompañantes. Detalla Panich: “llegamos a acompañar a seis madres en estos siete años de historia. Carmen Lapacó, Carmen Cobo, Marta Vázquez, Alba Lanzillotto, y a Carmen Loréfice, que actualmente vive en Mar del Plata.”

Soberón cuenta que con el acompañamiento se va construyendo un vínculo, una amistad: “en mi caso, la primera vez que me acerqué a la casa de Carmen Loréfice en Boedo, charlamos horas. Le interesa mucho la realidad política. No era ir todos los días, pero hablábamos por teléfono, o pasaba a tomar unos mates y caminábamos un rato, y le cambiaba el ánimo. Se forjó un vínculo.”

Panich recuerda una visita al Centro Cultural Conti en la ex Esma, cuando las Madres estaban de invitadas a ver una película: “fuimos en patota en una combi. La pasaron bárbaro, viendo una peli medio subida de tono, ellas se mataban de la risa, y nosotras coloradas. Después tuvimos una merienda espectacular, todas chochas y felices de la vida. Un recuerdo imborrable.”

La pandemia, con su aislamiento y cuidados obligatorios, fue todo un desafío para la Red. El equipo extremó los cuidados, tuvo que suspender las visitas presenciales y se centró en sostener el vínculo por teléfono: “a una Madre la teníamos que acompañar al cobro de la jubilación. Era todo un evento para ella; salir de su casa, del aislamiento. Así nos cuidamos en esa época”.

En los últimos tiempos, muchas de las Madres, que en su mayoría andan por arriba de los 90, nos han ido dejando. Reflexiona Sofía: “forma parte de la vida, y es duro para las integrantes de la Red. Es un duelo que hacemos en forma colectiva, acompañadas por Carmen Cáceres que nos coordina. Todas hemos pasado por esa pérdida, pero entendemos el rol significativo que tuvo la Red para ayudar a las Madres a transitar los últimos años de vida acompañadas y vitales. Es una experiencia hermosa, que también nos obliga a pensar en todos los adultos mayores que están solos y tienen necesidades.”

Se lee en Tiempo Argentino, por acá.